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martes, 12 de abril de 2016

EL DAÑO TREMENDO QUE HACEN LAS TELEVISIONES PRIVADAS ESPAÑOLAS

POR MIGUEL ÁNGEL BELLOSO
Jesús Cintora, en su programa 'Cintora a pie de calle'
Jesús Cintora, en su programa 'Cintora a pie de calle'

MUCHA GENTE ES INCAPAZ DE RESISTIR LA INYECCIÓN DE DEMAGOGIA QUE RECIBEN DIARIAMENTE DESDE LAS TELEVISIONES PRIVADAS. LA RESPONSABILIDAD ES DE SUS DIRECTIVOS Y SUS PROFESIONALES SECTARIOS. ELLOS SON CULPABLES O COMO MÍNIMO CÓMPLICES DEL DESASTRE GENERAL.
La mayoría de las cadenas de televisión privadas de mi país son de izquierdas. Y muchas de ellas francamente sectarias. Se ocupan de destacar a cuchillo todo lo que va mal en el país, que atribuyen a las políticas neoliberales aplicadas por el gobierno de Rajoy. Incitan los instintos más primarios de la gente, que son la envidia y el resentimiento, y persuaden a los ciudadanos de que la solución de todos sus problemas está en manos del Estado, que debe impulsar un gasto público mayor, aumentar los derechos sociales, fortalecer los sistemas de protección y elevar los impuestos a todos aquellos que ganan mucho dinero, no importa que esto se deba a la pericia y el sacrificio puestos en el empeño. Las televisiones de mi país han exagerado la corrupción hasta el extremo de que han conseguido instalar en el imaginario público la idea de que todos los políticos son unos ladrones cuyo objetivo genuino es robar a los ciudadanos. Ni qué decir tiene que el daño causado por estos medios de comunicación ha sido tremendo. Han provocado una desafección hacia la clase política y las instituciones muy difícil de corregir, han socavado la moral pública, han convertido a los individuos en irresponsables -en personas infantiles cuyas desgracias jamás tienen que ver con ellos sino con un agente externo- y han impulsado con gran eficacia el populismo. Una de las razones por las que Podemos, el partido radical de extrema izquierda que lidera Pablo Iglesias, tenga 69 diputados en el Congreso es precisamente el apoyo que tácita o explícitamente le han prestado estos medios de comunicación absolutamente nocivos.
A pesar de esta descripción tan literal y desgraciada del estado de la televisión privada de mi país, yo me presto a participar a veces en algunas de estas cadenas venenosas. No sólo porque, a pesar de ser liberal, tengo muchos amigos de izquierdas, incluso francamente sectarios, sino porque pagan lo suficiente como para cenar la familia un fin de semana o comprar libros, y sobre todo porque no me preocupa hacer de chivo expiatoria de la jauría si es a cambio de poder emitir libremente mis opiniones aunque provoquen el escándalo general. La costumbre de muchos de estos programas de televisión es invitar siempre, como coartada, precisamente para lavar el complejo de culpa que tienen, a una persona de derechas, que, en minoría, queda rápidamente desacreditada por el enfoque general del reportaje o de la tertulia en cuestión. No me importa. Me presto al sacrificio con mucho gusto por el bien del país, y porque pienso que quizá alguno de los que me escuchan pueda tener un arrebato de lucidez o de sentido común y reflexionar sobre si, en el fondo, no tendré algo de razón.
La semana pasada participé en un programa cuyo objetivo era hablar sobre los remedios del desempleo, así como el de las familias que tienen problemas para pagar su vivienda o están en riesgo de desahucio. Me llevaron a un pueblo muy pequeño de Toledo donde el 70% de la gente está en paro. Allí, en la plaza Mayor, rodeados por muchos de sus habitantes, la mayoría jóvenes votantes de Podemos y jubilados que reciben una pensión bastante más digna de la que correspondería a sus cotizaciones, pero todavía más radicales, mantuvimos una tertulia en la que hubo momentos en que temí por mi integridad física. Lo primero que dije es que para reducir las altas tasas de paro, sobre todo entre los jóvenes, había que reducir o liquidar el salario mínimo. Después, que prohibir de manera indiscriminada, por ley, los desahucios de las personas que no pueden hacer frente a sus obligaciones tendría unas consecuencias devastadoras sobre el mercado del alquiler, perjudicando sobre todo a los jóvenes, que no están en condiciones de adquirir una vivienda en propiedad. Naturalmente, la reacción del público que me escuchaba fue iracunda, en gran parte porque el programa estaba concebido para transmitir precisamente unas ideas contrarias a las mías: que los empresarios deben aumentar los salarios o que los gobiernos deben facilitar una vivienda gratis a todo el mundo.

Me dio igual. Seguí con mi tesis de que cada persona con trabajo tiene, en condiciones normales, el sueldo que se merece, el que está de acuerdo con la productividad de la que es capaz según su cualificación, y sostuve que, por desgracia, la mayor parte de los jóvenes que me rodeaban ni tenían la aptitud suficiente para aportar el valor añadido que esperan los empresarios, y que, en todo caso, éstos podrían contratar a muchos de ellos para desempeñar algunas tareas pero a un precio más bajo que el que marca el salario mínimo oficial, que cuanto más alto más desincentiva la creación de empleo. Concluí, en medio del abucheo general, que es mejor trabajar a cualquier precio, con el salario que sea, antes que estar tumbado en casa a la bartola viviendo del subsidio de paro, porque esto último sólo abunda en la molicie, la pereza y la destrucción del poder de creación de riqueza que, por pequeño que sea, siempre anida en las personas. A pesar de un ambiente tan hostil, salí ileso, me quedé tan ancho, con la sensación de haber cumplido con una obligación cívica.
Hoy solo lamento no haber tenido a tiempo el informe elaborado por la Oficina Federal de Empleo de Alemania en el que se hace balance de la introducción del salario mínimo en el país, que fue una de las condiciones exigidas por la izquierda para formar el gobierno de coalición con el partido de Merkel. La conclusión de este informe es que la introducción de un salario mínimo de 8,5 euros por hora desde enero de 2015 ha destruido 60.000 empleos en la principal locomotora del Continente. Y eso aunque no se aplicó a los menores de 18 años sin formación, a los aprendices, a los trabajadores que se regían por un convenio colectivo con un salario propio ni tampoco a los parados de larga duración o a los que recibían alguna clase de ayuda estatal, en cuyo caso las consecuencias habrían sido todavía más dramáticas. Es una gran ventaja que las estadísticas, que admiten muy pocas interpretaciones, constaten que los salarios mínimos frenan la contratación de los más jóvenes -que es el colectivo con más paro- y que las empresas siempre se negarán a crear empleo si la rentabilidad de éste es inferior a los costes que entraña.
En España, los partidos que aspiran a formar gobierno incluyen en sus programas un aumento del salario mínimo. Ya el infausto presidente Zapatero lo subió hasta un 40% durante los ocho años que gobernó, incluso en épocas de deflación, contribuyendo a aumentar el paro juvenil. Cuál sea la razón por la que los partidos insisten en ensayar políticas que han demostrado su fracaso forma parte del arcano de la historia. Por qué los jóvenes de ese pequeño pueblo de Toledo donde casi me linchan no son capaces de entender argumentos tan obvios, que irían en su beneficio, o no resisten la inyección de demagogia que reciben a diario desde las televisiones privadas de mi país, también. La diferencia es que todavía se puede considerar a los jóvenes inocentes. A las televisiones, a sus directivos y a sus profesionales sectarios, no. Ellos son culpables o como mínimo cómplices del desastre general.

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