Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute
El reciente escándalo de Banco Madrid y otros similares relacionados con el blanqueo de dinero procedente de actividades delictivas han colocado una vez más a los denominados paraísos fiscales en el ojo del huracán. A priori, la opacidad de estos lugares les convierte en un medio idóneo para ocultar y lavar dinero negro, esto es, el procedente de la criminalidad. Parece evidente que esta preocupación es razonable y, además, su traslación a medidas activas para evitar esas situaciones goza de un amplio soporte en la opinión pública de las sociedades desarrolladas. Sin embargo, al socaire de esa lógica inquietud se corre el riesgo de transformar ésta en un medio para acabar con la competencia entre los distintos sistemas impositivos. Este es el paso que se da cuando con el pretexto de combatir el delito se pretende eliminar el voto con los pies, esto es, la posibilidad de que aquellos ciudadanos y empresas sometidos a una fiscalidad excesiva se desplacen hacia zonas que les ofrecen un mejor tratamiento tributario.
Resulta evidente que el uso de los paraísos fiscales para lavar dinero proveniente del narcotráfico, del contrabando de armas, de la corrupción, etcétera, ha de ser perseguido y castigado. Nadie puede cuestionar una política de esta naturaleza. Ahora bien, esto no tiene nada que ver con la creación de un cártel estatal internacional que utilice esa pretensión para impedir que los individuos, las compañías y los capitales escapen a fiscalidades muy elevadas cuya traducción práctica es una reducción del crecimiento económico y un sometimiento de los ingresos y rentas obtenidos de manera legal por la gente a la arbitrariedad de los gobiernos, cuyo interés es maximizar sus ingresos a costa de los contribuyentes. Sin la existencia de competencia tributaria, si todos los Estados concertasen una armonización de sus tipos impositivos, nadie podría huir de la voracidad de los Estados.
La teoría económica y la evidencia empírica demuestran que la tendencia a abusar del poder del Gobierno es directamente proporcional a la posibilidad de que el mercado en el que éste opera sea contestable, que vea amenazada su posición por la probabilidad de que otros gobiernos o estados ofrezcan condiciones más ventajosas a quienes habitan en su territorio. Con libre circulación de capitales, de bienes, de servicios y de personas estos factores de producción tenderán a localizarse, ceteris paribus, en aquellas áreas con un régimen fiscal más benévolo. Ante esta situación, los gobiernos depredadores tienen tres opciones: bajar los impuestos, resignarse a la emigración del capital financiero y humano al exterior o cerrar las fronteras. Es obvio que estas diferentes opciones tienen grados pero son las disponibles en el mundo real.
Estas reflexiones son básicas cuando se analiza y se criminaliza la evasión fiscal y se pretende incluir en esa infamante clasificación a fenómenos que nada tienen que ver entre sí ni con ella. La lucha contra el fraude a Hacienda y su castigo son obvios. La ley ha de cumplirse y su vulneración ha de ser penalizada. Ahora bien, los ciudadanos y las sociedades tienen derecho a utilizar todos los procedimientos legales para reducir su carga tributaria. Dicho esto, el evadir tributos tiene costes y, si se produce a gran escala, es porque los beneficios de hacerlo compensan incurrir en ellos. De igual modo, el sacar capitales de un país, incluso de manera legal, es un procedimiento costoso. Por tanto, el voto con los pies es una denuncia de la existencia de esquemas tributarios demasiado voraces.
La tendencia de los estados, sobre todos europeos, a eliminar la competencia fiscal dentro de la Unión Europea y el intento de convertirla en una política global es el resultado inevitable de su resistencia o incapacidad para disminuir el gasto público, lo que les obliga a mantener un nivel impositivo muy alto. Esto convierte el Viejo Continente en un espacio económico cada vez menos atractivo tanto para los inversores domésticos como para los foráneos. Ante este panorama, la liquidación de los paraísos fiscales es una estrategia necesaria y su demonización imprescindible. Bajo el noble objetivo de eliminar o, al menos, paliar la utilización de la libertad de movimientos de capitales o el secreto bancario para ocultar delitos se oculta también uno menos noble: encerrar a los individuos y a las empresas en un gulag fiscal universalizado del que nadie pueda escapar. Este método ya se utiliza cuando, por ejemplo, un ciudadano español residente en este país está obligado a tributar en España por las rentas o remuneraciones obtenidas fuera del espacio territorial hispano y por conceptos sin relación alguna con el Estado español.
Con sus defectos y sus virtudes, los paraísos fiscales constituyen un contrapeso a la fiscalidad depredatoria de los estados. Su incriminación y descalificación generalizada mediante la invocación combinada de la moral y de la salud publica es el recurso tradicional usado por los gobiernos para justificar el verdadero fin que persiguen: lograr la mayor cuantía posible de fondos a costa de los contribuyentes.
Este artículo fue publicado originalmente en El Mundo (España) el 29 de marzo de 2015.
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