Consejo Académico, Libertad y Progreso
Vivimos una era de oro de las series de televisión. Son tema de conversación en cada cena de amigos y los consejos sobre las que hay que ver se valoran como las opiniones de profesionales o consultores. Esas series, además de entretener, plantean temas interesantes para la discusión y el debate.
Quisiera hacer referencia a dos de ellas, que se encuentran entre las más vistas. La primera es Game of Thrones, la fascinante historia de la puja por obtener el sillón de los Siete Reinos en un mundo fantástico medieval, donde encontramos desde pequeñas historias personales hasta parte del imaginario de la época: dragones o muros de hielo de decenas de metros de altura. La segunda es Downton Abbey, la historia de una decadente familia oligárquica en Inglaterra, su vida alrededor de su fastuosa mansión y la relación, tan políticamente incorrecta, con sus empleados.
Las dos series hacen referencia a un mismo país, pero en dos épocas muy distantes y diferentes. Esto plantea una interesante pregunta para la Argentina de hoy: ¿cómo fue que esa sociedad bárbara y violenta pasó a someterse al imperio de la ley? ¿Cómo fue que esos señores poderosos y sangrientos pasaron a ser, con el tiempo, los inofensivos personajes de la segunda serie?
Game of Thrones es una versión novelesca de la “Heptarquía”, descripta por David Hume en el primer tomo de su monumental Historia de Inglaterra, los siete reinos sajones establecidos a fines del siglo VI tras 150 años de violenta conquista por parte de esas tribus alemanas. Los reinos eran East Anglia, Essex, Kent, Mercia, Northumbria, Sussex y Wessex.
Hume comenta sobre las características de estos pueblos: “El gobierno de los alemanes, y el de todas las naciones nórdicas que se establecieron sobre las ruinas de Roma, fue siempre en extremo libre, y esos pueblos bravíos, acostumbrados a la independencia y a las armas, eran más guiados por la persuasión que por la autoridad en la sumisión que ofrecían a sus príncipes”.
Y aunque pueblos violentos en épocas violentas, Hume no deja de reconocer en esos valores las raíces de la situación europea en su propio tiempo: “Las constituciones libres que entonces se establecieron, aunque disminuidas por transgresiones de sucesivos príncipes, preservan aún hoy [mediados del siglo XVIII], un aire de independencia y administración legal que distingue a las naciones europeas, y si esta parte del planeta mantiene sentimientos de libertad, honor, equidad y valor superiores al resto de la humanidad, debe sus ventajas principalmente a las semillas implantadas por estos generosos bárbaros”.
Por supuesto, muchos de los sangrientos eventos que muestra la serie también ocurrían. Reyes que mataban impunemente, advenedizos que asesinaban reyes, hijos que traicionaban a sus padres, religiosos víctimas del poder real o tan violentos como ellos. La justicia se dirimía por la espada. Esa misma gente se convirtió, mil años después, en personajes como los de Downton Abbey, una aristocracia que mantenía poco de su patrimonio, ahora sostenido gracias a un generoso matrimonio con una acaudalada norteamericana. La Revolución Industrial había cambiado al país y determinado que la cima de la riqueza pasaba a estar en manos de emprendedores.
Esta familia de principios de siglo XX que ahora muchos odiarían por su estirpe oligárquica muestra, sin embargo, una cálida humanidad, un gran respeto por las reglas de conducta y también una notable aceptación, tal vez para la época, de la diversidad: no tienen mayor problema en aceptar el casamiento de su hija con el chofer, quien además es un rebelde nacionalista irlandés. Los sirvientes de la casa se sienten parte de la familia, y en buena medida lo son, comparten sus penas y alegrías, y la familia del duque sufre y se alegra por ellos como si efectivamente lo fueran. La violencia, la agresión, el insulto, el maltrato, están fuera de discusión.
El espíritu comunitario florece durante la Primera Guerra Mundial, convirtiendo la mansión en una casa para la recuperación de los heridos en combate. En definitiva, son buena gente. El duque acepta, con algo de resistencia, la necesidad de modernizar la producción agropecuaria como sugiere su más moderno yerno, pero su primer preocupación son los arrendatarios. Nobleza obliga.
¿Cómo es que aquellos déspotas de la Edad Media pasaron a ser estos leones herbívoros del siglo XX? El camino no estuvo exento de violencia, sobre todo en guerras para intentar mantener un imperio que violaba esos mismos principios. Pero de ese tránsito la Argentina podría sacar muchas lecciones, porque es un camino de mejora institucional. Y esa calidad institucional puede resumirse en pocas palabras: son limitaciones al poder.
Ese avance, sin embargo, no fue ni lineal ni parejo. Las sociedades han avanzado y retrocedido en el marco de una senda general de progreso que se desató sobre todo a partir de los cambios institucionales que limitaron el poder, garantizaron el respeto de los derechos individuales y permitieron el despliegue de la creatividad y el esfuerzo humano para superar los límites que nos impone la escasez.
Se han cumplido recientemente 800 años de la firma de la Carta Magna, uno de los hitos modernos en la configuración de instituciones para garantizar esos derechos, como parte de un proceso que llevaría luego, en Inglaterra y con algunas similitudes en otros países, al gradual establecimiento de un Estado de Derecho que limitó los abusos del poder, creó las condiciones para el desarrollo de los mercados, la Revolución Industrial y el progreso en una magnitud tal como nunca se había visto hasta entonces.
Este documento fundacional de los derechos individuales modernos es también una clara demostración de que no existe una separación lógica entre libertades “políticas” y “económicas”: se refieren todas a la libertad de acción sin violar derechos de terceros. De hecho, en esta Carta, unos se encuentran a continuación de otros: nadie sería tomado prisionero ni despojado de sus bienes, sino por el juicio legal de sus pares; a nadie le será negada la justicia; todos los comerciantes podrán salir y entrar al país libremente, comprar y vender; no habrá impuestos que no sean los aprobados por los “representantes”.
David Hume comenta que este documento formalizaba derechos y libertades que eran, en verdad, de larga data: “Este famoso documento, comúnmente llamado la Magna Carta, tanto otorgó como aseguró muy importantes privilegios [se refiere a derechos] para toda clase de hombres en el reino; para el clero, para los barones y para el pueblo”.
Pero este camino ha estado sembrado de marchas y contramarchas. De hecho, el mismo Juan sin Tierra, firmante de ese documento, al poco tiempo renegó de él y tomó las armas para combatir a quienes lo habían arrinconado para limitar su poder. Luego, la llamada Revolución Gloriosa de 1688 y la Declaración de Derechos darían origen a la monarquía parlamentaria. La Bill of Rights confirmó los derechos de la Carta Magna y además incluyó el de realizar reclamos al rey sin ser castigado, y le impidió al rey interferir en la elección de parlamentarios, en la libertad de expresión y mantener un ejército permanente en tiempos de paz sin aprobación parlamentaria.
La Argentina podría mostrar un proceso similar: luego de un período de desorden y violencia se dio un documento, una Carta Magna, la de 1853. Pero esta ley suprema no se sostuvo todo el tiempo, y muchos de sus principios fueron y son dejados de lado. Sin embargo, tal como la Carta Magna inglesa, es un punto de apoyo sobre el cual se hubiera podido y se puede construir toda una estructura institucional moderna. En 162 años de ese evento fundamental hemos visto y sufrido todo tipo de violaciones a los principios básicos de la institucionalidad. La calidad institucional ha caído en picada en los últimos años.
Claro, la historia de aquella primera Carta Magna en 1215 también muestra que el camino no fue sencillo. Es de esperar que no tengan que pasar ochocientos años para darnos cuenta de la importancia de las limitaciones al abuso del poder.
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