Publicado el 02 octubre 2015 por Juan Ramón Rallo
Uno de los artículos que más polémica generaron de entre todos los que he publicado en este periódico fue En defensa del cártel de la leche. El artículo respondía a la sanción que la Comisión Nacional de Mercados y Competencia (la CNMC) había impuesto a distintas transformadoras de productos lácteos por asociarse y pactar los precios a los que compraban la leche cruda a los ganaderos. Pese a que la CNMC reconocía que el cártel de las empresas transformadoras contribuía a reducir la volatilidad de precios a los que se aprovisionaban y a que sus cuentas de resultados no exhibían ningún desproporcionado lucro por cartelizarse (algunas de estas empresas incluso perdían dinero), se las fulminó con una sanción de 88 millones de euros.
Al parecer, la sacrosanta defensa de la competencia —entendida de manera reduccionista como concurrencia simultánea de múltiples oferentes y demandantes, sin poder de mercado alguno— debía prevalecer sobre la libertad contractual y sobre la libertad de empresa. Para muchos lectores, incluidos notables liberales, si una compañía no era capaz de alcanzar el umbral de rentabilidad sin cartelizarse, entonces esa compañía debía desaparecer por tener que perjudicar a sus clientes o proveedores para subsistir. Se obviaba así que, como ya expusiera Harold Demsetz en 1968, los clientes o proveedores de aquellas industrias cartelizadas también cuentan con la capacidad para cartelizarse como reacción al cambio de la estructura de mercado y del poder de negociación de cada una de las partes.
Mas acaso el peor rasgo de esta crítica emocional a los cárteles fue la absoluta arbitrariedad que exhibía: las compras colectivas de electricidad o los sindicatos también son estructuras concebidas para cartelizar la demanda (de electricidad) o la oferta (de trabajadores) con el propósito de alterar el precio de mercado perfectamente competitivo y, pese a ello, están no sólo permitidos sino incluso amparados dentro de marco legislativo (aunque no siempre fue así: la primera ley anti-cártel de la historia, la Sherman Act de 1891, también incluía a los sindicatos entre los cárteles y, por tanto, los prohibía). ¿Por qué las distribuidoras lácteas no pueden cartelizarse y, en cambio, los consumidores de electricidad o los trabajadores sí gozan de semejante prerrogativa? ¿Acaso es que las libertades de los primeros son menos valiosas que las de los segundos? Si nos parecería horrendo limitar discriminadamente la libertad de asociación por motivos étnicos, religiosos o ideológicos, ¿por qué sí admitimos su limitación discriminada por motivos económicos?
Pese al rechazo generalizado que suscitó el artículo, pocas críticas con fundamento se le dirigieron. Tal vez porque quienes estaban en disposición de hacerlas pensaban que eran críticas tan de Perogrullo que no necesitaban explicitarlas o, tal vez, porque el rechazo al cártel de transformadores poseía un componente más emocional que racional. Aun así, el asunto parecía zanjado: los cárteles no deben permitirse, tampoco en el sector lácteo.
El cártel: la respuesta a la crisis láctea
Mas, al parecer, la tajante prohibición de los cárteles en el sector lácteo resulta bastante menos absoluta de lo que inicialmente podría parecer. En la actualidad, los productores de leche cruda padecen de un problema de sobrecapacidad: la demanda mundial ha caído en un contexto de oferta global en expansión y ello ha hundido los precios. Esta crisis sectorial ha copado los medios de comunicación y las agendas de políticos nacionales y europeos, quienes han tratado de buscar una fórmula para evitar la bancarrota de muchos de estos productores.
Como ya hemos dicho, cuando un sector productivo experimenta sobrecapacidad y el número de oferentes se halla muy fragmentado, un remedio de puro sentido común es la cartelización: los productores se reúnen y, en lugar de matarse entre sí para descubrir quién sobrevive en una guerra fratricida de precios, optan por recortar la producción total de leche repartiéndose cuotas entre los distintos ganaderos. De este modo, todos sobreviven por la vía de socializar el agujero entre todos ellos.
Claro que si todo cártel lácteo debe ser radicalmente prohibido, semejante estrategia debería estar del todo perseguida por las autoridades gubernamentales. Pero, hete aquí, que el Ejecutivo de España, lejos de castigar este nuevo cártel de la leche, se dedica a organizarlo. La semana pasada, el Gobierno del PP firmó con el sector lácteo un Acuerdo para la estabilidad y sostenibilidad de la cadena de valor del sector vacuno de leche, y uno de los puntos del mismo era el siguiente:
[Acordamos] Promover de forma efectiva la constitución de organizaciones de productores que integren a ganaderos individuales y a los socios de las cooperativas de producción láctea, con una vocación genuinamente estructuradora del sector, de manera que integren al mayor número posible de ganaderos y que éstos se comprometan a su vez a comercializar toda su producción y a ceder la capacidad de negociación sólo a las organizaciones de productores.
Es decir, a lo que se comprometen los ganaderos individuales y los socios de cooperativas —a instancia del Gobierno— es a cartelizarse: a vender toda su producción a organizaciones de productores con poder para negociar centralizadamente precios en su nombre. Por si alguien tuviera dudas de que lo que se está promoviendo es un cártel de ganaderos, baste leer la nota a pie de página de este punto contenida en el borrador del acuerdo presentado por el Gobierno: “De acuerdo con la normativa vigente, las organizaciones de productores tienen capacidad para negociar en común los contratos de venta de leche de sus socios, constituyendo esta posibilidad una excepción al funcionamiento de las normas de la competencia”.
¿Cómo ha pasado el Estado de perseguir un cártel lácteo a promover otro? Pues no queda muy claro: supuestamente, nuestros políticos han detectado una debilidad de poder negociador entre los ganaderos y les han permitido cartelizarse de manera excepcional para evitar que muchos de ellos quiebren. Pero varias transformadoras lácteas también se hallaban en una situación financiera muy delicada que se aliviaba en partea través de la cartelización y, sin embargo, la CNMC no dudó en sancionarlas.
En realidad, pues, se trata de una total arbitrariedad: ante un mismo problema económico (sobrecapacidad) y una misma respuesta natural de los afectados (cartelización), el Estado actúa de forma opuesta. La igualdad ante la ley se quiebra y nadie protesta. El Gobierno autoriza un cártel y nadie protesta. ¿Por qué? Tan sólo porque hemos aceptado socialmente que ciertos cárteles con los que nos sentimos más identificados (aquellos que aparentemente protegen al trabajador o al pequeño productor, como los sindicatos o las organizaciones de productores lácteos) son legítimos y que, en cambio, otros con los que no nos identificamos (aquellos que protegen a los empresarios de tamaño mediano o grande) han de ser profundamente ilegítimos. Aquello que me beneficia —o podría llegar a beneficiarme si me encontrara en una situación similar— es aceptable; aquello que me perjudica —o podría llegar a perjudicarme— no. Pero no hay ninguna racionalidad ni ningún criterio objetivo detrás: son nuestras instintivas filias y fobias las que cercenan o respetan las libertades ajenas.
Y, evidentemente, esto no es admisible: las libertades de las personas no pueden depender de los arbitrarios caprichos de las mayorías sociales. Por coherencia, una de dos: o prohibimos el cártel de los ganaderos (coartando su libertad y eliminando uno de los principales mecanismos económicos con los que los productores de leche cruda podrían paliar su crisis y racionalizar su sector) o permitimos el cártel de las transformadoras de leche. La asimetría es inaceptable. Lo curioso es que ninguno de los muchos que tan rigurosamente pusieron el grito en el cielo cuando el cártel de las transformadoras haya reparado ahora en ello. Por mi parte, adelante con el cártel de las transformadoras, con el cártel de los ganaderos, con el cártel de los consumidores de electricidad y con el cártel sindical de los trabajadores.
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