Fernando Díaz Villanueva
Los grandes monarcas, aquellos de los que la Historia se acuerda por sus gestas, suelen, por lo general, dejar las haciendas de sus reinos hechas un cromo. Pasó con los grandes césares de Roma, con los emperadores chinos y con los reyes de España.
Los Imperios cuestan mucho dinero, que el conquistador suele tomar prestado; también suele morir antes de saldar la deuda. Luis XIV, el Rey Sol, no fue una excepción. A su muerte, en 1715, Francia era el reino más poderoso del mundo, y francesas eran la lengua y la cultura que se enseñoreaban de Europa.
Pero Luis Capeto, ¡ay!, no sabía de equilibrios presupuestarios, ni probablemente quiso saber jamás. Se anexionó el Artois, el Franco Condado, Alsacia, Lorena y el Rosellón, mandó construir Versalles y encarnó como nadie antes el absolutismo monárquico. Pero no cayó en la cuenta de que todo eso costaba mucho más de lo que, en vida, iba a ingresar. Al morir, el Rey, que era lo mismo que decir el Estado, debía 3.000 millones de libras, pero los ingresos anuales vía impuestos sólo ascendían a 145 millones. La hegemonía francesa se había conseguido a crédito. Toda Francia estaba inundada de pagarés reales, llamados billets d’etat, cuya amortización para los tenedores era más que dudosa.
Murió tan viejo que hubo de heredarle su bisnieto, un niño de cinco años que con el tiempo sería Luis XV. Como los niños no pueden gobernar, Luis XIV fue previsor y designó como regente al duque Felipe de Orleans, que había prestado buenos servicios a la Corona en el campo de batalla y en el de la política. Felipe sabía que era un interino y que lo suyo duraría lo que la infancia del jovencísimo Luis. Pero no ignoraba la envenenada herencia financiera del Rey Sol. Recurrió entonces a un aventurero escocés, antiguo amigo de francachelas, para que, dados sus conocimientos de economía, enderezase el rumbo del agotado tesoro galo.
Law era hijo de un banquero, y él mismo conocía bien los secretos del negocio. Había tenido que salir pitando de Inglaterra por un duelo con muerte y le iban el juego, las mujeres y la vida galante. Hasta que el regente de Francia le llamó, vagabundeaba por Europa viviendo de los naipes y los amigos, de palacio en palacio como el Barry Lyndon que inmortalizaron Thackeray en el papel y Kubrick en el celuloide. Law, que había dedicado tiempo a estudiar el dinero, estaba convencido de que las crisis se producían cuando la masa monetaria no fluía a la velocidad adecuada; o cuando, como después de una guerra, no fluía en absoluto.
Ese fue el diagnóstico que hizo de la alicaída economía francesa. Al estar la Corona y sus súbditos tan endeudados y faltos de metales preciosos, ni se acuñaba ni se movía dinero. Eso provocaba la deflación y la anemia que tenían al país entero paralizado. Law, aparte de doctor en finanzas, era también cirujano en política. Se arrimó bien al duque y le persuadió para que empezase a emitir moneda conforme a un sistema financiero que había teorizado previamente. La moneda sería de papel, y la emitiría no la Corona sino un instrumento novedoso que él se traía de sus andanzas por Inglaterra y Holanda: un banco, el Banco General.
En mayo de 1716, el Banque Générale recibió del Regente el privilegio de imprimir moneda. Tenía un capital de seis millones de libras, dividido en 12.000 acciones, que podían ser suscritas en billets d’estat y, sólo una pequeña parte, en metálico. Entonces se produjo el milagro: en apenas unos días los papeles de Law, respaldados por el mismo Estado, valían más que las monedas corrientes. Todos querían participar de esta nueva versión del milagro de los panes y los peces, que el escocés hacía como por arte de magia. La nobleza, especialmente la femenina, se disputaba su compañía y el Regente, sólo un año antes ahogado por los intereses de la deuda, celebraba por todo lo alto su repentina prosperidad.
El problema es que el dinero de Law carecía de verdadero respaldo y no valía lo que los franceses estaban pagando por él, así que, antes de que se desinflase la burbuja, el banquero solicitó del Regente un nuevo privilegio: el comercio ultramarino con la colonia de Luisiana. Nació así la Compagnie d'Occident, que disfrutaría del monopolio sobre todas las inexploradas posesiones francesas en el golfo de México y la cuenca del Misisipí.
Esta sociedad mercantil (y mercantilista) vendría a respaldar los inflados billetes que emitía sin tregua el Banco General. Como esperaba encontrarse allí todo tipo de riquezas, el valor de ese dinero de papel era más que seguro, era el negocio del siglo. Para participar de la Compagnie d’Occident sólo había que comprar acciones con los billets d’Estattomados por su nominal, es decir, por el importe del préstamo a la Corona en tiempos de Luis XIV. Una ganga al alcance de cualquier acreedor de la Corona, que eran muchos.
París hervía de actividad. Las acciones de Law bailaban de mano en mano a un precio cada vez más alto. Se hacía incluso, como en las bolsas actuales, day trading, el papel se compraba por la mañana en un mercado y se soltaba por la tarde en una taberna, dejando la improvisada operación un generoso margen.
El conglomerado del Banco y la Compañía, además, gozaba del favor político. Pronto adjudicaron a Law el monopolio del tabaco y de la acuñación de metales preciosos. Francia era de su propiedad.
Todo funcionaba a la perfección. John Law se hizo tremendamente rico y Felipe de Orleans, tremendamente popular. El dinero corría de tal manera que, en plena euforia, el Regente pidió a Law que le gestionase la compra del mayor diamante del mundo, adquirido en la India por Thomas Pitt, un comerciante inglés que deseaba desprenderse de él. Felipe, encaprichado con la gema de 140 kilates, desembolsó 135.000 libras. Una minucia en comparación con la cantidad de dinero que se estaba haciendo en Francia por aquellos años. El diamante, denominado Le Régent, ha hecho honor a su naturaleza eterna y permanece hoy, casi 300 años más tarde, expuesto en una vitrina del museo del Louvre como testigo mudo de una época de despilfarro como Europa no recuerda.
Meses después de la compra del diamante, en 1718, el Banco General pasó a llamarse Banco Real. Un año después, la Compañía de Occidente absorbió a las otras dos sociedades mercantiles privilegiadas por la Corona, la Compañía de las Indias Orientales y la Compañía de China, formando la Compañía Perpetua de las Indias. Las acciones de ésta pasaron a convertirse en dinero en sí mismo. Law siguió emitiendo a placer, y el Regente, que creía haber dado con El Dorado monetario, encargó también una nueva y disparatada emisión de papel moneda: mil millones de libras de un golpe en billetes, que pronto pasaron a circular en un mercado ahíto de papel moneda.
En Francia el dinero no corría, volaba. Algunos desconfiaban, pero la Luisiana seguía ahí. Pero de la Luisiana no llegaba nada lo suficientemente valioso que pudiese respaldar todo el papel emitido en los años anteriores. Entonces, sin que nadie lo hubiese previsto, la burbuja estalló. Y no la hizo estallar el hecho de que toda Francia se encontraba encaramada en una pirámide de papel y falsas expectativas, o la quiebra técnica de la Compañía de las Indias, sino un simple decreto del Regente.
A principios de 1720, Felipe de Orleans prohibió tener joyas y más de 500 libras en metálico dentro de casa.
Si el Gobierno prohibía el oro y las joyas, el mensaje que lanzaba era que precisamente el oro y las joyas era lo que valía. El imperio de Law, que le había llevado un lustro levantar, se derrumbó en dos meses. El papel moneda y las acciones, que sólo unos días antes todos querían tener, eran abiertamente repudiados. Pero era el Estado y no John Law, nombrado el año anterior controlador general de Finanzas, el que debía responder de la estafa. Para calmar los ánimos, Felipe anunció que se habían encontrado minas de oro en América, e hizo desfilar por París a 6.000 vagabundos vestidos como mineros.
La estrategema funcionó a medias. Felipe colocó algunas acciones de la Compañía de las Indias y siguió imprimiendo billetes como un pirado. Pero el sistema estaba herido de muerte. El Regente, que no quería sucumbir junto a su ahijado financiero, cargó las culpas sobre éste. Los inversores se dirigieron al Banco Real a reclamar el reintegro de las acciones, pero no había nada que reintegrar, así que, tras varios tumultos, Francia volvió a la ruina en la que le había dejado Luis XIV; acrecentada, claro, por los excesos de su sucesor.
Tras la traumática experiencia, las palabras banco y billete fueron proscritas en Francia durante dos generaciones; hasta que llegó el disparate revolucionario de los Asignados. John Law, por su parte, desapareció del mapa con un permiso expedido por el Regente. Lo hizo en secreto y no regresó jamás al Hexágono. Malvivió de los naipes durante unos cuantos años por las cortes europeas, y murió de neumonía, solo, pobre y obcecado con sus teorías monetarias, en Venecia el día en que empezaba la primavera de 1729.
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