La salida de Reino Unido de la Unión Europea vuelve a estar encima de la mesa en lo que promete ser otro apasionante capítulo del proceso de destrucción europea
Es el especial de esta semana en 'The Economist'.
Brexit como posibilidad. La salida del Reino Unido de la Unión Europea como algo más factible de lo que se podía descontar hace meses.
Agotados como estamos de los sucesivos eventos críticos que han acaecido desde el inicio de la crisis financiera, nos cuesta asumir como potencial algo de tanto calado como esto.
Y, sin embargo, está ahí.
No en vano David Cameron se ha comprometido a celebrar un referendo sobre el particular en la primera mitad de su mandato, lo que sitúa necesariamente la consulta antes del final de 2017.
En la medida en que la proporción entre partidarios del 'sí' y del 'no' convergen, se hace más perentorio para el primer ministro británico acudir al plebiscito con algo bajo el brazo, esto es: unas condiciones mejoradas de su pertenencia a la UE.
(vía HSBC)
Algo difícil de obtener.
No parte el conservador desde una posición de fuerza.
No en vano, el papel que juega la City en la economía de las islas es lo suficientemente relevante como para, uno, no poner en juego su continuidad a futuro convirtiéndola en un centro financiero ‘offshore’, ajeno a la regulación imperante en la zona euro, y dos, mantener durante mucho tiempo un clima de incertidumbre que afecte a su evolución en el futuro. De ahí que, cuanto más retrase la votación, peor. El Consejo Europeo de este diciembre es situado por algunos analistas como la fecha de inicio del proceso.
En el otro lado de la mesa de negociación, además, se va a encontrar con el desgobierno europeo habitual que nace de la falta de liderazgo. Un grupo de dirigentes que, si les ha costado llegar a acuerdos sobre Grecia, no queremos ni pensar lo que puede pasar con una cuestión del calado de esta. Proteger adicionalmente los intereses de un Estado que mantiene su propia moneda y autonomía, con la flexibilidad que eso conlleva, sería además difícilmente justificable en los propios predios. Sobre todo cuando lo que se quiere es dar un impulso adicional a la convergencia.
Pero no le va a quedar a Cameron más remedio que intentarlo si quiere llevarse el gato al agua.
No solo la presión a derecha e izquierda del electorado local, con Nigel Farage y Jeremy Corbyn respectivamente, es tremenda -si bien este último es partidario de permanecer en la UE, no se alinea con las políticas comunitarias-, sino que tampoco están mucho mejor las cosas entre sus propios diputados, muy conectados con su votante gracias al régimen de representación por circunscripción. Son más a día de hoy los 'tories' que se inclinan abiertamente por un abandono de los socios continentales que los que no.
(vía HSBC)
Además, no hay que olvidar que la ruptura podría dar alas a un nacionalismo escocés atemperado de momento.
Será en la gestión de expectativas, en el difícil equilibrio entre promesas y concreciones, entre peticiones y concesiones, donde el inquilino del número 10 de Downing Street se juegue finalmente el todo o nada. Hacia dentro y hacia fuera.
Y no es menor el envite a asumir por la UE, ni mucho menos.
El Brexit amenazaría con convertirse en un nuevo callejón sin salida para unos, peticionarios de la Luna (estar sin estar pero seguir como si estuvieran estando), y para los otros, expertos de la parálisis por el análisis, si no fuera por el compromiso de referendo del primer ministro, que obliga a todos a poner en marcha el precario juego de intereses particulares y colectivos. Sin apoyo hay ruptura; con él, imposibilidad de avanzar por la senda común. Como siempre, se acabará imponiendo la teoría del mal menor.
Al tiempo.
Sea como fuere, no gana Europa para disgustos, la verdad. Cuanto más unida pretende estar, más se destruye.
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