Lo que a sabiendas hizo Marx fue darnos algo que al cabo retrasó y empeoró al mundo y a los seres humanos. Los cubanos resumimos un ejemplo cabal de esto último
El asunto comenzó como comienza todo en este mundo. Primero fue el verbo, la palabra. Pero esta no venía a relatarnos el mito sobre cómo los judíos construyeron su identidad. La palabra llegó exhibida como ciencia y como manera única de hacernos comprender lo inapelable del destino, el comportamiento de la realidad-real, un mecanismo rector en el pasado, presente y futuro.
En el siguiente artículo analizamos, mediante un aspecto de la teoría económica de Carlos Marx, el intento de engaño intelectual que más ha perdurado en la historia, y ha perdurado a pesar de que en el mismo siglo XIX encontró su verdugo también intelectual: la escuela austriaca de economía, estación obligada en el pensamiento liberal contemporáneo.
Cabalgaremos sobre una noción de Eugen von Böhm-Bawerk, figura relevante de la escuela austriaca, también conocida como neoclásica o marginalista. Böhm-Bawerk escribió que El capital cuenta con tantos errores como argumentos, y precisó que “los tres volúmenes muestran trazas evidentes de haber sido una ocurrencia sutil y artificial pensada para hacer que una opinión preconcebida parezca el resultado natural de una investigación prolongada”.
Las selecciones del economista
A pesar de que Marx llegó a poseer los conocimientos enciclopédicos que él mismo elogió en Hegel, no tuvo en cuenta la estatura del abad italiano del siglo XVIII Ferdinando Galiani —apreciado por Nietzsche— y desoyó a escolásticos de la escuela de Salamanca. Evadió establecer a partir de ellos, y en destellos previos, una teoría del valor sobre la mercancía. Habrá que preguntarse si Marx, de una curiosidad a toda prueba, desoyó a Galiani y a los salmantinos o estos no le sirvieron para lo que había preconcebido.
Valga aclarar que estamos muy próximos al convencimiento de que el judío germano algo debió conocer de los escolásticos que dentro y en los alrededores de la escuela de Salamanca se involucraron en asuntos fundamentales de la economía. Autores salmantinos sembraron raíces en la escuela austriaca, como recordó muy recientemente Adrián Ravier. Entre otros que vinculan el pensamiento español con la corriente europea están Marjorie Grice-Hutchinson, Joseph Schumpeter, Raymond de Roover y Jesús Huerta.
Se ha dicho que los escolásticos influyeron a John Locke (1632-1704) y a Hugo Grocio (1583-1645), político y escritor holandés estudiado por el académico León Gómez. Cecilia Font asegura que esos autores españoles, ubicados entre el XVI y XVII, fueron traducidos y publicados en Europa, y señala Font al Colegio Romano y las universidades de París y Lovaina, sin contar que varios de los hispanos fueron profesores en el que se llamará Viejo Continente.
Jesús Huerta no duda en colocar la teoría subjetiva del valor como primer aporte de la tendencia hispana, cuyo cuerpo intelectual y religioso, a propósito, anticipó una crítica de no poca monta contra Max Weber. Precisamente esa subjetividad será una de las vigas sobre las que se levantó la escuela neoclásica, aunque se subraye la necesidad de nuevas investigaciones en torno a la huella que recibió. Téngase en cuenta, además, que Marx publica El capital en 1867 y el primer libro del fundador de la escuela austriaca, Karl Menger, apareció tan cercanamente como 1871.
Por encima de cualquier consideración, autor o grupo de autores, a Marx le convenía repetir —y en buena medida lo hizo— a clásicos como Adam Smith y David Ricardo, al segundo más que al primero, quienes significaron un retroceso en relación con las nociones salmantinas y de Galiani y quedaron en más de un tema a muchas millas de distancia de los neoclásicos.
Si Marx no menciona a los salmantinos, sí repasó al irlandés William Thompson en El capital, pero sobre todo bebió abundantemente en Johann K. Rodbertus, adelantado al hombre de Tréveris en un puñado de nociones que en la popularización de Marx se le atribuirían. De cualquier modo, son sobradamente conocidas las fuentes utilizadas por el judío germano —que él tuerce en diversos sentidos— para que lo condujeran al horizonte que previó, que ambicionó desde un principio.
La teoría subjetiva del valor no se ajustaba a la hipótesis de Marx, la cual sostiene, como es público, que a través de la lucha de clases y la dictadura del proletariado el planeta desembocaría en un comunismo que apenas describió, pero que en buenas cuentas parece una suerte de Edén o éxtasis masivo inacabable.
La ley del valor como piedra fundacional
Los seguidores del creador del socialismo “científico” se devanan aún hoy los sesos para que Marx escape de sus incontables derrotas contra la realidad y el tiempo, y de tal modo las fantasías y vericuetos de toda laya sobrepasan en miles de páginas la monumentalidad de la Suma Teológica. En la obra de Marx se conjugan la riqueza de pensamiento por un lado, y la falta de claridad, precisión y veracidad por otro, indica Konrad Löw en La fascinación del comunismo.
Pero para aplanar el camino hacia la apoteosis comunista no tuvo Marx que hallar la causa primera, sino reparar la que ya existía, obsequiada por varios y en especial por Rodbertus. El hombre de Tréveris dijo a su amigo Federico Engels en carta de 1867 que “los mejores puntos de mi libro son” el doble carácter del trabajo, como valor de uso y cambio y “la plusvalía independientemente de sus formas particulares…”.
Para Rodbertus el capitalista explota al trabajador porque hay un número de horas que no le paga. Sin embargo, para esto resultaba imprescindible que Marx probara científicamente su versión de Rodbertus. Esta reza que el tiempo de trabajo socialmente necesario determina la magnitud del valor de la mercancía.
De acuerdo con el fragmento de la carta a Engels, las consecuencias serían cruciales y una de ellas es que si el trabajo no determina el valor de la mercancía, el “robo” del capitalista al trabajador —es el vocablo que usa Rodbertus— quedaba científicamente en entredicho. Así, se tambaleaban las concepciones de Marx acerca de la clase social, base-superestructura, etc. Más que sobre la filosofía dialéctica, se cernía sobre el materialismo histórico una amenaza tremenda. Sin el trabajo decidiendo el valor de la mercancía el marxismo cojearía de ambos pies y no podría hacer su camino.
Al unísono con formulaciones similares de Stanley Jevons en Inglaterra y Leon Walras en Suiza, fue Karl Menger quien en 1871 cortó el cuello a la hipótesis marxista. Menger afirmó que no era en los costos donde se decidía el precio de la mercancía. Pero lo decisivo estuvo en su afirmación acerca de que el precio se forma en la cabeza de los hombres según intereses, preferencias y necesidades, que es una proyección subjetiva individual, lo cual será identificado, luego de algunas adiciones, como utilidad marginal.
Es decir, ni el trabajo ni los trabajadores determinan el valor de la mercancía y muchos menos de manera objetiva. Para hundir legítimamente la postura de Marx, los austriacos aseguraban que empresario alguno podía pagar por los factores de producción un precio superior al que los consumidores están dispuestos a pagar por el bien final. Los costos —donde están el trabajo y los trabajadores— no determinan el valor, sino que constituyen la consecuencia de precios que se forman en la subjetividad de los consumidores.
La linealidad historicista de Marx, que domina toda su obra, era puesta de cabeza por los neoclásicos. Podríamos decir que el valor de la mercancía palpita incierto en el futuro del proceso de producción, que genera los riesgos y ansiedades del empresario, quien paga salarios por adelantado. La que pronto se popularizaría como teoría marxista de la explotación o plusvalía sufrió entonces, hace casi un siglo y medio, un mazazo del que no se ha podido recuperar.
Actitud no científica
Este desnudar a Marx bastaba e incluso sobraba para que el germano abandonara su hipótesis, que en un científico honesto no tenía que significar pasarse al bando de los que, de muchos modos, generaban la miseria, que era enorme. Debió emprender otras vías para lograr la liberación de los trabajadores, otros puntos de vista, otro método para abordar los problemas sociales y económicos de su tiempo.
La perseverancia en un error donde está el corazón que bombea sangre a muchas de sus posturas constituyó un fracaso teórico que garantizaba, a la vez, la ineficacia de su implementación. Lo que a sabiendas hizo Marx, sin embargo, fue darnos algo que al cabo retrasó y empeoró al mundo y a los seres humanos. Los cubanos resumimos un ejemplo cabal de esto último.
Resulta un maniqueísmo palmario que aquel que lidera o se acoge a un campo del saber y el actuar, al abandonarlo por cualquier causa tiene obligatoriamente que trasladarse a un espacio contrario al anterior, en el caso de Marx al conservadurismo de su tiempo. Tal vez la renuncia al marxismo por Cornelius Castoriadis sirva para deshacer, en nuestros días, dicho maniqueísmo. No por gusto Edgar Morin lo calificó de titán del pensamiento.
Un ensayo de Böhm-Bawerk
El académico Arturo Fontaine reseñó la acción que desnudó a Marx y a su amigo Federico Engels ante el lector del XIX y el de hoy. Como se conoce, el primer tomo de El capital fue el único que se publicó en vida de su autor. Aquí admitió Marx una contradicción entre la experiencia y su doctrina.
Al igual que otros coetáneos y posteriores miembros de la escuela austriaca, como Friedrich von Wieser, Ludwig von Mises y el premio Nobel Friedrich Hayek (1899-1992), Böhm-Bawerk escrutó y criticó el desempeño económico del socialismo, pero cuando este aún no existía en la práctica.
Pero antes de detenernos en el ensayo de Böhm-Bawerk titulado “Una Contradicción no Resuelta en el Sistema Económico Marxista”, digamos que este autor es atacado en nuestros días desde frases de Marx como la que sigue: “la plusvalía sólo brota mediante un exceso cuantitativo de trabajo, prolongando la duración del mismo…”. Lo risible es que inmediatamente después de esto el autor del ataque hincha el pecho y remata que la impugnación de Böhm-Bawerk contra Marx está “dirimida”.
Cegado por su odio contra el capitalista, asentado quizá en el fracaso económico permanente desde el punto de vista personal, el alemán no imaginó que en gran parte del mundo se trabajarían ocho horas por jornada con dos días libres a la semana. Su odio le impidió prever que la ley de muchos Estados dictaría para millones de trabajadores que la hora extra se pagaría mejor, incluso como tiempo y medio. Por si fuera poco, no falta donde se realizan ejercicios ergonómicos dentro del horario laboral, como el autor de este artículo tuvo ocasión de testimoniar en Tampa, en un emblema capitalista como General Electric.
En el ensayo citado, Böhm-Bawerk afirmó que la fuerza y claridad del razonamiento de Marx no eran tales como para convencer a nadie, y agregó que pensadores serios y valiosos de su época como Karl Knies, representante de la tendencia historicista alemana, opinaban que la enseñanza de Marx estaba repleta, de principio a fin, de toda clase de contradicciones, tanto de lógica como de hechos.
Las expectativas de la promesa
Para no intrincar la contradicción propia admitida por Marx, digamos que tiene en el centro su ley no probada del valor. Pero el filósofo y economista no bajó los brazos y no admitió, junto con la contradicción, la imposibilidad de salvar su ley. Al contrario, sostuvo que la contradicción era solo aparente y requería unir muchos cabos sueltos. En fin, postergó la respuesta para los siguientes volúmenes de su obra, evoca Böhm-Bawerk que cita El capital.
La promesa, de cuya explicación lógica o convincente dudaron destacados economistas, creó expectación en diferentes sectores y llegó a convertirse en un suceso público. Incluso se convocó un concurso de ensayos que premiaría al que resolviera el dilema. El asunto a dilucidar consistía en “la tasa promedio de rentabilidad y su relación con la ley de valor”, de Marx. Nadie logró descifrar el laberinto y el premio quedó desierto.
El germano no habló del tema en el segundo tomo, cosa que por adelantado supo Engels, quien revisaba los papeles del amigo fallecido y publicaría los volúmenes segundo y tercero.
No deja de ser sospechoso que el acaudalado Engels anunciara que la solución estaba en el manuscrito por publicar, o sea el tercero, pero a la vez desafiaba principalmente a los seguidores de Rodbertus, que discrepaban de Marx, a solucionar “cómo puede y debe ser creada una tasa promedio equitativa de rentabilidad sin contraponerse a la ley del valor, sino en virtud de ella”. No deja de ser sospechoso porque el inglés conocía —repetimos— lo que traía el tercer tomo, donde apareció la respuesta 27 años después de que Marx admitiera su contradicción. Cabría preguntarse, ¿estaba invitando indirectamente Engels a que le resolvieran el problema a Marx, su compañero ideológico?
La frustración
Luego de que Engels reiterara que su amigo fallecido había conseguido la solución que aparecería en el tercer tomo, este al fin vio la luz, pero la explicación fue desconcertante incluso para muchos marxistas y socialistas, arguye Böhm-Bawerk.
En buenas cuentas, lo que dice en el tercer tomo fue que el valor del trabajo acumulado de un bien “se transformaba” en su precio de mercado o “precio de producción”, de acuerdo con la terminología de Marx. Lo desconcertante era que en tal formulación la hipótesis según la cual el valor de un bien es generado por el trabajo perdía toda utilidad y se hacía innecesaria y prescindible.
Para Böhm-Bawerk esto equivalía a abandonar la ley del valor, que fundaba la teoría de la plusvalía. Su análisis crítico y minucioso logró indudable influencia. Una parte importante del pensamiento socialista de hecho renunció a la teoría del valor de Marx. Hoy nos preguntamos: ¿cómo era posible renunciar a esto sin renunciar en pleno o al menos a buena parte del materialismo histórico? Por cierto que la ley de Marx no pudo, evidentemente, con la famosa paradoja del diamante y el agua, a pesar de que embutió a la piedra de un trabajo al que la paradoja no alude. Los austriacos sí dieron con el acertijo.
Sin probarse científicamente la ley del valor creada por el germano, vértebras insustituibles de su doctrina desaparecen y las consecuencias son sencillamente devastadoras. No por gusto se dice en Marx y el Proletariat, del académico Timothy McCarthy, que el alemán “no descubrió, sino que inventó al proletariado revolucionario”, lo cual se verifica también en su fracaso como líder obrero.
De acuerdo con todos los despliegues aquí relatados, la criatura marxista debió morir muy poco después de nacer, hace casi 150 años. La escuela austriaca no mostró nociones problemáticas que suelen ser parte de la obra de cualquier hombre de ciencia, sino que desde un estatuto legítimo de la ciencia puso dique al cauce por donde transcurre obligatoriamente el marxismo, según su propio creador.
¿Dónde ubicar a Carlos Marx?
En el Principio esperanza, del filósofo Ernst Bloch, marxista que también le compuso la plana, más de uno ha querido cobijar al luchador alemán, pero para eso habría que olvidar los ríos de sangre que de muchas formas su doctrina generó, llenó y desbordó en los más distantes confines del planeta.
Se ha manifestado infinidad de veces que no fue el hombre de Tréveris, sino políticos los que se aprovecharon de su doctrina. No es así. Marx les regaló la plataforma a los políticos para sus crímenes y represiones. De esto último basta un cálculo, digamos físico, en El libro negro del comunismo. Sin embargo, para los cristianos y para quienes terminamos perdonando, por el fin que persiguió —el comunismo paradisíaco—, Marx habitaría quizá en aquella casa de que hablara Bloch en una conferencia: “la casa de los sueños”.
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