Publicado el 30 septiembre 2015 por Juan Ramón Rallo
Uno de los escándalos farmacéuticos más sonados de los últimos días ha sido la decisión de Martin Shkreli, director ejecutivo de Turing Pharmaceuticals, de multiplicar por 55 el precio del Daraprim, un medicamento empleado para tratar la malaria, la toxoplasmosis o el VIH: de este modo, una pastilla de Daraprim ha pasado de costar 13,5 dólares a 750. Si las cifras les parecen escandalosas, sepan que el coste de producción de una de esas pastillas ni siquiera llega a un dólar: de hecho, en la India se venden a un precio cercano a los cinco céntimos.
Han sido muchos los que han denunciado que esta práctica resume todos los males del capitalismo: afán desenfrenado de lucro a costa de multiplicar los precios de los productos, reduciendo así su accesibilidad para las personas más necesitadas y pobres de una sociedad. Sin embargo, uno debería comenzar por preguntarse cómo es posible que un producto que tiene un coste de producción de unos pocos céntimos de dólar pueda venderse por 750 dólares sin que ninguna otra empresa se lance a competir contra ella para venderlo más barato. ¿Es que acaso el mismo desbocado ánimo de lucro que lleva a Shkreli a multiplicar por 55 el precio de Daraprim no conduce a otros empresarios a tratar de arrebatarle los compradores rebajando el precio de venta?
Las patentes suelen constituir el principal obstáculo a la competencia en el mercado farmacéutico: una patente es un conjunto de derechos otorgados por el Estado en exclusiva al creador de un nuevo producto o de una nueva tecnología, para que pueda explotarla comercialmente. Las patentes son, por consiguiente, monopolios sobre las ideas, lo que consecuentemente permite a los productores monopolistas cobrar precios de venta muy superiores a sus costes de producción.
Ahora bien, en el caso del Daraprim, la falta de competencia que impide aumentos desproporcionados de precios no se debe a la existencia de patentes: Daraprim es un medicamento genérico y, por tanto, cualquiera debería ser capaz de fabricarlo y comercializarlo. ¿Por qué entonces nadie lo hace con márgenes de beneficio tan desproporcionados? Algunos economistas afirman que el problema es la reducida demanda de este medicamento, estimada entre 8.000 y 12.000 unidades anuales: si el margen de beneficios es enorme pero su volumen es muy reducido, ninguna empresa tendrá incentivos para lanzar un sustitutivo. Pero los beneficios por comercializar Daraprim en 2014 ascendieron a 10 millones de dólares, cantidad que se incrementaría de manera sustancial en caso de que Shkreli cumpliera su amenaza de multiplicar el precio por 55 y que, por tanto, sí debería atraer a la competencia.
Por sí solo, pues, el bajo volumen de ventas no es argumento para excluir a los competidores. Acaso más relevante sea otro problema: para que los potenciales competidores puedan comercializar medicamentos sustitutivos del Daraprim es necesario que éstos reciban el calificativo de equivalentes genéricos por parte de la FDA (el regulador estadounidense), pero si el precio de venta del Daraprim es altísimo, los costes para efectuar las pruebas clínicas exigidas por la FDA también se encarecen extraordinariamente (es lo que se conoce como distribución cerrada). En cierto modo, pues, Turing Pharmaceuticals conseguiría eliminar la competencia por el mismo mecanismo que la estaba atrayendo: los altos precios del Daraprim incentivan la aparición de competidores, mas al mismo tiempo dificultan que esos competidores puedan desarrollar sustitutivos con los que competir.
Fijémonos en que, si éste fuera el caso, la justificación última del poder monopolístico de Shkreli procedería de una regulación estatal: sólo aquellos medicamentos autorizados por la FDA pueden competir con otros ya comercializados, aun cuando su patente haya expirado. Si la FDA dilata o encarece artificialmente el proceso de aprobación, los medicamentos previamente aprobados contarán con un monopolio temporal que les permitirán cargar casi cualquier precio a sus clientes. En un mercado libre serían diversas las agencias de acreditación privadas dedicadas a certificar la salubridad de un medicamento, siendo por tanto mucho más barato y veloz ese proceso de acreditación a múltiples bandas. Acaso muchos desconfíen de semejante modelo y continúen prefiriendo el de acreditación por parte de organismos públicos, pero incluso un modelo farmacéutico intervenido podría estar más liberalizado que el actual: por ejemplo, si un equivalente genérico del Daraprim ha sido acreditado (como lo ha sido) por los supervisores públicos europeos, ¿por qué no permitir su comercialización en EEUU para que pueda competir con Turing Pharmaceuticals? Es decir, aunque uno desconfíe de los acreditadores privados, no hay demasiadas razones para impedir las supervisiones múltiples y competitivas entre acreditadores estatales.
Pero la verdadera razón de la falta de competencia en el Daraprim ni siquiera es la distribución cerrada, sino una reciente regulación de la FDA. En EEUU, aquellos medicamentos que ya se producían y vendían antes de 1962 pueden seguir comercializándose con el mismo etiquetado y la misma composición sin necesidad de someterse al procedimiento de acreditación de la FDA (es lo que se conoce como grandfathered drugs). Hasta aquí nada raro: si antes de que se desarrollaran los controles actuales se venían comercializando durante décadas medicamentos que no han tenido efectos secundarios visibles, no hay razón para impedir su venta. Sin embargo, desde 2006 la FDA ha creado una nueva y absurda norma: si una empresa privada somete a alguno de estos medicamentos exentos al proceso de acreditación vigente a partir de 1962, la FDA otorgará a esa empresa un derecho de comercialización exclusivo (una categoría similar aunque no idéntica a las patentes).
Éste es justamente el problema: en agosto de este año, Turing Pharmaceuticals compró a Impax Laboratories los derechos de distribución exclusiva del Daraprim por 55 millones de dólares y a las pocas semanas multiplicó su precio. Démonos cuenta de cómo las regulaciones estatales generan carestías artificiales que incluso cotizan en el mercado: Impax Laboratories había seguido los procedimientos para que la FDA le otorgara los derechos de distribución en exclusiva, y posteriormente, enajenó esta licencia estatal por 55 millones de dólares a un empresario que los compró merced a la capacidad que le otorgaban para explotar a los consumidores.
En definitiva, es el entramado regulatorio generado por la FDA el que crea monopolios artificiales que permiten multiplicar los precios de los medicamentos sin que aparezcan competidores. Sin la FDA no habría derechos de distribución en exclusiva ni distribuciones cerradas de medicamentos, esto es, en un mercado libre y desregulado, la competencia sería mucho más vigorosa y los márgenes de precios de los genéricos muchísimo más estrechos. Uno podrá defender la necesidad de la FDA y de sus procedimientos presuntamente garantistas, pero lo que no puede es atribuir los efectos perversos de las mismas al mercado libre: la FDA —justificada o injustificadamente, es otro debate— se carga el mercado libre en los medicamentos y, por tanto, las consecuencias de la supresión de ese mercado libre por parte de la FDA será atribuible a la FDA no al mercado libre capitalista.
Martin Shkreli y su avaricioso maltrato a los usuarios del Daraprim es un producto del estatismo, no del capitalismo liberal.
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