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lunes, 18 de abril de 2016

“El lgualitarismo como rebelión contra la naturaleza“



Artículo publicado por primera vez en Modern Age, otoño de 1973

Artículo recogido en “El igualitarismo como ebelión contra la naturaleza y otros ensayos”.
 
Durante más de un siglo, se ha aceptado generalmente que la izquierda tiene la moral, la justicia y el “idealismo” de su parte; la oposición de los conservadores a la izquierda se ha limitado a la “imposibilidad” de sus ideales. Un punto de vista habitual es, por ejemplo, el de que el socialismo es espléndido “en teoría”, pero que no puede “funcionar” en la práctica. Lo que los conservadores no consiguieron ver es que aunque ciertamente se pueden conseguir algunos beneficios a corto plazo apelando a las dificultades prácticas de desviarse del status quo, admitir la superioridad de la ética y el “ideal” de la izquierda los acabaría condenando a la derrota a largo plazo. Porque si a una de las partes se le concede la moralidad y el “ideal” desde el principio, entonces esa parte será capaz de efectuar cambios graduales pero seguros en su propia dirección; y a medida que estos cambios se acumulan, el estigma de la “inviabilidad” se vuelve cada vez menos relevante. La oposición conservadora, que lo ha apostado todo al aparentemente firme baluarte de la “práctica” (es decir, el status quo) está condenado a perder a medida que el status quo se mueve cada vez más en la dirección de la izquierda. El hecho de que en la Unión Soviética se considere de manera general que los “conservadores” son los estalinistas recalcitrantes es una oportuna broma lógica al conservadurismo; porque en Rusia los estatistas recalcitrantes son de hecho los que poseen al menos un “sentido práctico” superficial y los que se aferran al status quo existente.

El virus de la “practicidad” en ningún sitio ha sido más habitual que en los Estados Unidos, porque los estadounidenses se consideran un pueblo “práctico”, y por lo tanto, la oposición a la izquierda, aunque en un principio más fuerte que en otros lugares, ha sido tal vez la menos firme en sus fundamentos. Ahora son los defensores del libre mercado y la sociedad libre los que tienen que enfrentarse a la objeción común de “falta de sentido práctico.”

En ninguna esfera se le ha concedido a la Izquierda la justicia y la moralidad de una manera más extensiva y universal que en su adhesión a la igualdad masiva. Es raro encontrar en Estados Unidos a alguien, especialmente a algún intelectual, que desafíe la belleza y la bondad del ideal igualitario. Tan comprometido está todo el mundo con este ideal que la “inviabilidad” – es decir, el debilitamiento de los incentivos económicos – ha sido prácticamente la única crítica en contra incluso de los programas igualitarios más estrafalarios. El avance inexorable del igualitarismo es indicio suficiente de la imposibilidad de eludir los compromisos éticos; los ferozmente “prácticos” estadounidenses, al tratar de evitar las doctrinas éticas, no pueden evitar esgrimir tales doctrinas, pero ahora sólo pueden hacerlo de manera inconsciente, ad hoc, y de forma no sistemática. La famosa intuición de Keynes de que “los hombres prácticos, que creen ser libres de toda influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto” – es aún más cierta para los juicios éticos y la teoría éticai.

El status ético incuestionable de la “igualdad” puede observarse en las prácticas habituales de los economistas. Los economistas, en su deseo de hacer declaraciones políticas, a menudo quedan atrapados en un dilema de juicios de valor. ¿Cómo pueden hacerlo sin dejar de ser “científicos” y libres de juicios de valor? En el área del igualitarismo han sido capaces de hacer juicios de valor categóricos a favor de la igualdad con notable impunidad. A veces, estos juicios han sido francamente personales; en otras ocasiones, el economista ha pretendido ser el sustituto de la “sociedad” al realizar sus juicios de valor. El resultado, sin embargo, es el mismo. Consideremos, por ejemplo, al Henry C. Simons tardío. Tras criticar adecuadamente diversos argumentos “científicos” a favor de la tributación progresiva, se declaró abiertamente a favor la progresividad de la siguiente manera:

El argumento a favor de la progresividad drástica en la tributación debe descansar sobre el argumento en contra de la desigualdad – en el juicio ético o estético de que la distribución actual de la riqueza y los ingresos delata un grado (o clase) de desigualdad que es claramente perverso o desagradableii.

Podemos encontrar otra táctica típica en cualquier texto estándar sobre finanzas públicas. Según el profesor John F. Due, “[e] l argumento más fuerte para la progresividad es el hecho de que el consenso de opinión en la sociedad actual ve la progresividad como necesaria para la equidad. Esto está basado, a su vez, en el principio de que el patrón de distribución de la renta antes de impuestos implica una desigualdad excesiva”. Esto último “puede ser condenado sobre la base de la injusticia inherente según los estándares aceptados por la sociedadiii“.

Tanto si el economista expone audazmente sus propios juicios de valor como si se atreve a reflejar los valores de la “sociedad”, su inmunidad a la crítica ha sido, con todo, notable. Aunque la franqueza al proclamar los propios valores puede ser admirable, ciertamente no es suficiente; en la búsqueda de la verdad difícilmente puede bastar con que proclamemos nuestros valores como si se debieran aceptar como píldoras recetadas desde arriba que no pueden ser a su vez objeto de crítica y de evaluación intelectual. ¿No es acaso necesario que estos juicios de valor sean en cierto sentido válidos, significativos, convincentes, ciertos? Pero plantear estas consideraciones significa, por supuesto, burlarse de los cánones modernos de Wertfreiheit [independencia respecto a juicios de valor] puro en las ciencias sociales, de Max Weber en adelante, así como de la tradición filosófica aún más antigua de la separación estricta de “hechos y valores,” pero tal vez ya sea hora de plantear estas preguntas fundamentales. Supongamos, por ejemplo, que el juicio ético o estético del profesor Simons no fuera en nombre de la igualdad, sino de un ideal social muy diferente. Supongamos, por ejemplo, que hubiera estado a favor de la muerte de todas las personas de baja estatura, de todos los adultos de menos de 1,67 metros de altura. Y supongamos que hubiera escrito: “El argumento a favor de la liquidación de todas las personas de baja estatura debe descansar sobre el argumento en contra de la existencia de personas de baja estatura – en el juicio ético o estético de que el número actual de adultos bajitos es claramente malo o desagradable.” Uno se pregunta si la recepción que los economistas o sociólogos hubieran otorgado a las observaciones del profesor Simons habría sido la misma.

 O bien, podemos preguntarnos si el profesor Due hubiera escrito de manera similar a favor de la “opinión de la sociedad actual” en la Alemania de la década de 1930 en relación con el tratamiento social de los Judíos. La idea es que en todos estos casos el status lógico de las observaciones de Simons o de Due habría sido exactamente el mismo, a pesar de que su recepción por la comunidad intelectual estadounidense habría sido notablemente diferente.
Mi argumento hasta el momento ha sido doble: (1) que no es suficiente con que un científico intelectual o social proclame sus juicios de valor – que estos juicios deben ser racionalmente justificables y deben ser demostrables para ser válidos, convincentes y correctos: en una palabra, que ya no deben ser tratados como si estuvieran por encima de la crítica intelectual; y (2) que el objetivo de la igualdad ha sido aceptado durante demasiado tiempo de manera acrítica y como un ideal ético axiomático. Por lo tanto, los economistas a favor de programas igualitaristas típicamente han contrapesado su “ideal” libre de crítica contra posibles efectos desincentivadores en la productividad económica; pero rara vez se ha cuestionado el ideal en síiv.

Procedamos, pues, a una crítica del propio ideal igualitario: ¿debemos asumir el status actual de la igualdad como un ideal ético incuestionable? En primer lugar, debemos desafiar la idea misma de una separación radical entre algo que es “cierto en teoría”, pero “inválido en la práctica.” Si una teoría es correcta, entonces funcionará en la práctica; pero si no funciona en la práctica, entonces es una mala teoría. La habitual separación entre la teoría y la práctica es artificial y falaz. Y esto es tan cierto en la ética, como en todo lo demás. Si un ideal ético es inherentemente “poco práctico”, es decir, si no puede funcionar en la práctica, entonces es un ideal pobre y debe desecharse inmediatamente. Para ser más precisos, si un objetivo ético viola la naturaleza del hombre y/o el universo y, por tanto, no puede funcionar en la práctica, entonces es un ideal malo y debe ser desestimado como objetivo. Si el objetivo en sí viola la naturaleza del hombre, entonces también es una mala idea intentar alcanzar ese objetivo.

Supongamos, por ejemplo, que ha llegado a ser adoptado como objetivo ético universal que todos los hombres sean capaces de volar agitando los brazos. Supongamos que se ha reconocido universalmente la belleza y la bondad del objetivo de los “pro-aleteo”, pero se les ha criticado por ser “poco prácticos”. Pero el resultado es un sufrimiento social sin fin al intentar la sociedad avanzar continuamente hacia el vuelo con los brazos, y los predicadores del aleteo de los brazos hacen la vida de todos desgraciada por ser, bien laxa o bien pecaminosa al no estar a la altura del ideal común. La crítica adecuada en este caso consiste en desafiar el objetivo “ideal” en sí mismo; en señalar que el objetivo en sí es imposible teniendo en cuenta la naturaleza física del hombre y del universo; y, de esta manera, liberar a la humanidad de su esclavitud a un objetivo intrínsecamente imposible y, por lo tanto, perverso. Pero esta liberación nunca podría ocurrir si los anti-aleteo siguen atacando exclusivamente desde el ámbito de lo “práctico” y conceden la moral y el “idealismo” a los sumos sacerdotes del vuelo de brazos. El desafío debe dirigirse al núcleo – a la presunta superioridad ética de un objetivo sin sentido. Yo sostengo que sucede lo mismo con el ideal igualitario, salvo por que sus consecuencias sociales son mucho más perniciosas que una búsqueda sin fin por que el hombre pueda volar sin ayuda. Porque un estado de igualdad causaría mucho más daño a la humanidad.

¿Qué es, en realidad, la “igualdad”? El término se ha invocado mucho pero se ha analizado poco. A y B son “iguales” si son idénticos entre sí con respecto a un atributo dado. Por lo tanto, si Smith y Jones miden ambos exactamente 1,80 metros de altura, entonces puede decirse que son “iguales” en altura. Si dos palos son idénticos en longitud, entonces sus longitudes son “iguales”, etc. Por tanto hay una manera y sólo una, de que dos personas puedan ser realmente “iguales” en el sentido más amplio: deben ser idénticas en todos sus atributos. Esto significa, por supuesto, que la igualdad de todos los hombres – el ideal igualitario – sólo se puede lograr si todos los hombres fueran precisamente uniformes, exactamente idénticos con respecto a la totalidad de sus atributos. El mundo igualitario sería necesariamente un mundo de ficción terrorífico – un mundo de criaturas sin rostro e idénticas entre sí, desprovistas de toda individualidad, variedad, o creatividad especial.

De hecho, es precisamente en la ficción de terror donde las implicaciones lógicas de un mundo igualitario se han trazado en su totalidad. El profesor Schoeck ha resucitado para nosotros la representación de semejante mundo en la anti-utópica novela británica “Justicia facial”, de LP Hartley, en la que la envidia está institucionalizada al asegurarse el Estado de que las caras de todas las chicas son igual de bonitas, y esto lo consigue realizando operaciones médicas en chicas guapas y feas para acercar sus caras al denominador común general, hacia arriba o hacia abajov

Un cuento de Kurt Vonnegut ofrece una descripción aún más exhaustiva de una sociedad plenamente igualitaria. Así es como Vonnegut comienza su historia “Harrison Bergeron”:
Era el año 2081, y todos consiguieron ser finalmente iguales. No eran sólo iguales ante Dios y la ley. Eran iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que nadie. Nadie era más guapo que nadie. Nadie era más fuerte o más rápido que nadie. Toda esta igualdad se debió a las Enmiendas 211ª, 212ª y 213ª a la Constitución y a la vigilancia constante de los agentes del Discapacitador General de los Estados Unidos.

La “discapacitación” funcionaba en parte de la siguiente manera: Hazel tenía una inteligencia perfectamente normal, lo que significaba que sólo podía pensar durante periodos breves. Y George, dado que su inteligencia era muy superior a la normal, tenía una pequeña radio de discapacitación mental en su oído. Él estaba obligado por ley a llevarla en todo momento. La radio estaba sintonizada con una emisora gubernamental. Cada veinte segundos más o menos, el transmisor enviaba unos pequeños ruidos agudos para evitar que gente como George se aprovechase injustamente de su cerebrovi

El horror que sentimos instintivamente ante estas historias es el reconocimiento intuitivo de que los hombres no son uniformes, que la especie, la humanidad, se caracteriza unívocamente por un alto grado de variedad, de diversidad, de diferenciación; en definitiva, de desigualdad. Una sociedad igualitaria sólo puede aspirar a lograr sus objetivos por medio de métodos totalitarios de coacción; e, incluso así, todos creemos y deseamos que el espíritu humano del hombre individual se alzará y frustrará cualquier intento de lograr un mundo-hormiguero. En pocas palabras, la representación de una sociedad igualitaria es una ficción de terror porque, cuando se explica completamente las consecuencias de semejante mundo, reconocemos que los intentos de lograr un mundo así son profundamente antihumanos; al ser meta igualitaria antihumana en su sentido más profundo, esta meta es, por tanto, mala, y cualquier intento de alcanzar ese objetivo se debe considerar malo también.

El gran hecho de las diferencias individuales y la variabilidad (es decir, la desigualdad) es evidente en el largo historial de la experiencia humana; de ahí viene el reconocimiento general de la naturaleza antihumana de un mundo de uniformidad forzosa. Esta variabilidad se manifiesta social y económicamente en la división universal del trabajo, y en la “ley de hierro de la oligarquía” – la idea de que, en cada organización o actividad, unos pocos (generalmente los más capaces y/o los más interesados) acabarán siendo líderes, mientras que la mayor parte de los miembros [de la organización] llenarán las filas de los seguidores. Se trata, en ambos casos, del mismo fenómeno – el éxito o el liderazgo en cualquier actividad lo alcanzará, en palabras de Jefferson, una “aristocracia natural” – los que estén mejor dotados para esa actividad.

El viejo historial de la desigualdad parece indicar que esta variabilidad y diversidad tiene sus raíces en la naturaleza biológica del hombre. Pero es precisamente esa conclusión sobre la biología y la naturaleza humana lo que resulta más irritante para nuestros igualitarios. Incluso los igualitaristas difícilmente podrían negar la documentación histórica, pero su respuesta es que “la cultura” ha tenido la culpa de todo; y puesto que, obviamente, sostienen que la cultura es un puro acto de la voluntad, entonces es posible alcanzar el objetivo de cambiar la cultura y de inculcar la igualdad en la sociedad. En esta área, los igualitarios se desprenden de cualquier pretensión de precaución científica; y difícilmente reconocen que la biología y la cultura son influencias que interactúan mutuamente. La biología se debe descartar rápida y totalmente.

Reflexionemos sobre un ejemplo que es deliberadamente semi-frívolo. Supongamos que observamos nuestra cultura y encontramos un dicho común que dice: “los pelirrojos son excitables” La conclusión de que los pelirrojos, como grupo, tienden a diferir del resto de la población es un juicio de desigualdad. Supongamos, entonces, que los sociólogos igualitarios investigan el problema, y se encuentran con que los pelirrojos, de hecho, tienden a ser más excitables que los no pelirrojos en un número estadísticamente significativo. En vez de admitir la posibilidad de que exista algún tipo de diferencia biológica, el igualitario dirá rápidamente que la “cultura” es responsable del fenómeno: el “estereotipo” generalmente aceptado de que los pelirrojos son excitables ha sido inculcado en cada niño pelirrojo desde una edad temprana, y la simple internalización de estos juicios ha hecho que él o ella actúe de la manera que la sociedad esperaba que actuase. La cultura predominantemente no pelirroja ha “lavado el cerebro” a los pelirrojos.

Sin negar la posibilidad de que puedan ocurrir procesos de este tipo, esta queja habitual parece decididamente poco probable tras un análisis racional. Porque el espantajo cultural igualitario supone implícitamente que la “cultura” llega y se acumula al azar, sin ninguna relación con los hechos sociales. Si la idea de que “los pelirrojos son excitables” no surgió de la nada o como un mandamiento divino ¿cómo apareció esta idea y se aceptó generalmente? Una de las estratagemas igualitarias preferidas consiste en señalar que todas las declaraciones similares sobre grupos humanos se pueden atribuir a impulsos psicológicos oscuros. El público tenía una necesidad psicológica de acusar a algún grupo social de excitabilidad, y encontraron un chivo expiatorio en los pelirrojos. Pero ¿por qué se señaló a los pelirrojos? ¿Por qué no a los rubios o a los morenos? Se comienza a vislumbrar la horrible sospecha de que quizás se señaló a los pelirrojos porque eran y de hecho son más excitable y que, por tanto, el “estereotipo” social es simplemente una visión generalizadora de hechos reales. Sin duda esta explicación tiene en cuenta más datos y el funcionamiento de más procesos, y además es una explicación mucho más sencilla. Considerada objetivamente, parece ser una explicación mucho más plausible que la idea de la cultura como arbitraria y como un coco ad hoc. Si es así, entonces podríamos concluir que los pelirrojos son biológicamente más excitables y que la propaganda que los igualitaristas destinan a instar a los pelirrojos a ser menos excitables es un intento de inducir a los pelirrojos a violar su propia naturaleza; por lo tanto, es esta última clase de propaganda la que podemos llamar con mayor exactitud “lavado de cerebro”.

Esto no quiere decir, por supuesto, que la sociedad no pueda cometer un error y que sus sentencias sobre la identidad de un grupo siempre estén fundamentadas en hechos. Pero me parece que la responsabilidad de demostrar sus argumentos es mucho mayor para los igualitarios que para sus opositores supuestamente “ignorantes”.

Puesto que los igualitaristas comienzan con el axioma a priori de que todas las personas, y por lo tanto todos los grupos de gentes, son uniformes e iguales, deducen que todas y cada una de las diferencias entre grupos en cuanto a status, prestigio o autoridad social deben ser el resultado una “opresión” injusta y de “discriminación”. Entonces se podría proceder a demostrar estadísticamente esta “opresión” de los pelirrojos de una manera muy conocida en la vida política americana; podría demostrarse, por ejemplo, que los ingresos medios de los pelirrojos son menores que los ingresos de los no pelirrojos, y, además, que la proporción de hombres de negocios pelirrojos, profesores universitarios, o congresistas está por debajo de su representación proporcional en la población. La manifestación más reciente y notable de este tipo de pensamiento cuotal la podemos encontrar en el movimiento McGovern de la Convención Demócrata de 1972. Si el número de delegados de las convenciones anteriores perteneciente a determinados grupos sociales cae por debajo de su proporción cuotal respecto a la población en su conjunto, entonces se considera que esos grupos han sido “oprimidos”. En concreto, se indicó que las mujeres, los jóvenes, los negros, los chicanos (o el llamado Tercer Mundo) habían sido oprimidos; como resultado, el Partido Democráta, bajo la guía del pensamiento igualitario y de cupos, hizo caso omiso de las decisiones de los votantes con el fin de obligar a la debida representación cuotal de estos grupos particulares.
En algunos casos, la insignia de la “opresión” ha llegado a ser una construcción casi ridícula. La “representación insuficiente” de los jóvenes de 18 a 25 años de edad se podría haber puesto fácilmente en perspectiva mediante una reducción al absurdo, y seguro que algún apasionado reformador McGovernita se podría haber levantado para señalar la lamentablemente “escasa representación” de los niños de cinco años en la Convención e instar a que el bloque de los cinco años de edad reciba inmediatamente lo que se le debe. Sólo se necesita sentido común biológico y social para darse cuenta de que los jóvenes obtienen su lugar en la sociedad a través de un proceso de aprendizaje; los jóvenes saben menos y tienen menos experiencia que los adultos maduros, y así debe quedar claro por qué tienden a tener menos estatus y autoridad que sus mayores. Pero aceptar esto equivaldría a presentar alguna duda sustancial sobre el credo igualitario; además, sería como abofetear el culto a la juventud que ha sido durante tanto tiempo un problema grave de la cultura americana. Y dado que los jóvenes han sido debidamente designados como “clase oprimida”, la coacción de su cuota poblacional se concibe como tan sólo una justa reparación por su condición previa de explotadosvii

Las mujeres son otra “clase oprimida”, descubierta recientemente, y el hecho de que mucho más que el 50 por ciento de los delegados políticos han sido tradicionalmente hombres ahora se tiene para ser un signo evidente de la opresión [de las mujeres]. Los delegados de las convenciones políticas provienen de las filas de los activistas del partido, y puesto que las mujeres han sido menos activas políticamente que los hombres, su número ha sido comprensiblemente más bajo. Pero, frente a este argumento, las fuerzas crecientes de la “liberación de la mujer” en Estados Unidos regresan de nuevo al argumento talismán sobre el “lavado de cerebro” de nuestra “cultura”. Porque los liberacionistas femeninos casi no pueden negar el hecho de que los hombres han dominado en todas las culturas y civilizaciones de la historia, desde las más simples hasta las más complejas. (En su desesperación, los liberacionistas últimamente han contraatacado con fantasías sobre el poderoso imperio de las amazonas.) Su respuesta, una vez más, es que desde tiempos inmemoriales una cultura dominada por los hombres ha lavado el cerebro a las oprimidas mujeres para que se limiten a la crianza, la casa, y el hogar. La tarea de los liberacionistas es efectuar una revolución en la condición femenina por pura voluntad, por “concienciación.” Si la mayoría de las mujeres siguen aferrándose a las preocupaciones domésticas, esto sólo revela una “falsa conciencia” que debe ser extirpada.

Por supuesto, una respuesta descuidada es que si, de hecho, los hombres han logrado dominar todas las culturas, entonces esto es de por sí una demostración de la “superioridad” masculina; porque si todos los sexos son iguales, ¿cómo es que la dominación masculina surgió en todos los casos? Pero aparte de esta cuestión, la biología misma ha sido negada airadamente y echada a un lado. El clamor es que ya no hay, y no puede ni debe haber diferencias biológicas entre los sexos; todas las diferencias históricas o actuales se tienen que deber al lavado de cerebro cultural. En su brillante refutación de la liberacionista de las mujeres Kate Millett, Irving Howe esboza varias diferencias biológicas importantes entre los sexos, unas diferencias biológicas lo suficientemente importantes como para tener efectos sociales duraderos. Estas son: (1) “la distintiva experiencia femenina de la maternidad”, incluyendo lo que el antropólogo Malinowski llama una “conexión íntima e integral con el niño. . . asociada a efectos fisiológicos y emociones fuertes”; (2) “los componentes hormonales de nuestros cuerpos al variar estos no sólo entre sexos, sino en función de la edad dentro de un mismo sexo”; (3) “las diversas posibilidades de los trabajos creados por cantidades variables de musculatura y controles físicos”; y (4) “las consecuencias psicológicas de diferentes posturas y posibilidades sexuales,” en particular, la “distinción fundamental entre los roles sexuales activos y pasivos” determinados biológicamente en hombres y mujeres respectivamenteviii

Howe continúa citando el reconocimiento de la Dra. Eleanor Maccoby, en su estudio sobre la inteligencia femenina, de “que es muy posible que haya factores genéticos que diferencian a los dos sexos y e influyan en su rendimiento intelectual… Por ejemplo, hay buenas razones para creer que los niños son naturalmente más agresivos que las niñas – y me refiero agresivos en el sentido más amplio, no sólo respecto a la lucha, sino también en cuanto a dominio y a iniciativa, y si esta cualidad es la que subyace en el desarrollo posterior del pensamiento analítico, entonces los niños tienen una ventaja que para las niñas… será difícil superar“. La Dra. Maccoby añade que “si se intenta dividir la educación de los hijos entre varones y hembras, podríamos descubrir que las mujeres necesitan hacerlo y los hombres noix.”

El sociólogo Arnold W. Green señala la aparición repetitiva de lo que los igualitaristas denuncian como “roles sexuales estereotipados ” incluso en las comunidades originalmente dedicadas a la igualdad absoluta. Así, cita el registro de los kibutz israelíes:

El fenómeno es mundial: las mujeres se concentran en actividades que requieren, únicamente o en combinación, habilidades de ama de casa, paciencia y la rutina, destreza manual, atractivo sexual, contacto con niños. La generalización es válida para el kibutz israelí, con sus ideales de igualdad sexual establecidos. [En el kibutz] se produjo, en la división del trabajo, un “retorno” a una separación de “trabajo de mujeres” del “trabajo de hombres”, una situación paralela a la ocurrida en otros lugares. El kibutz está dominado por hombres y por actitudes masculinas tradicionales, equilibrado para la satisfacción de ambos sexosx.

Irving Howe percibe infaliblemente que en la raíz del movimiento de liberación de la mujer se encuentra el resentimiento contra la existencia misma de la mujer como una entidad distintiva:

Porque lo que parece molestar a la señorita Millett no es tanto las injusticias que han sufrido las mujeres o las discriminaciones de las que siguen siendo objeto. Lo que más le molesta de todo… es la mera existencia de la mujer. A la señorita Millett no le gusta el carácter distintivo psicobiológico de la mujer, y no irá más allá del reconocimiento – ¿qué otra opción le queda, por desgracia? – de las diferencias ineludibles de la anatomía. Odia la perversa negativa de la mayoría de las mujeres a reconocer la magnitud de su humillación, la dependencia vergonzosa que muestran respecto a los hombres (que no son muy independientes), los placeres enloquecedores que sienten incluso al cocinar cenas para el “grupo de los dominadores” y al limpiar las narices de sus mocosos críos. Pese a rebelarse contra la idea de que esta clase de roles y actitudes están determinadas biológicamente, ya que la sola idea de lo biológico le parece una forma de reducir para siempre a las mujeres a una condición subordinada, ella sin embargo atribuye a la “cultura” un abanico tan gigantesco de costumbres, ultrajes, y males que esta cultura llega a parecer una fuerza más inamovible y ominosa que la propia biologíaxi.

En una crítica perspicaz del movimiento de liberación de la mujer, Joan Didion percibe en su raíz una rebelión no sólo contra la biología, sino también en contra de la “organización misma de la naturaleza”:

Si la necesidad de la reproducción convencional de la especie parece injusta para las mujeres, entonces transcendamos, a través de la tecnología, “la organización misma de la naturaleza”, esa opresión que, según Shulamith Firestone “se remonta a través de la historia al propio reino animal. ” “Acepto el Universo”, admitió por fin Margaret Fuller: pero Shulamit Firestone no lo hizoxii.

Uno se siente tentado a parafrasear la amonestación de Carlyle: “Pardiez, señora, pues debería.”

Otra rebelión cada vez más común contra las normas sexuales biológicas, así como contra la diversidad natural, ha sido el recientemente creciente llamamiento a la bisexualidad por los intelectuales de izquierda. Evitar la heterosexualidad “rígida, estereotipada” y adoptar una la bisexualidad indiscriminada se supone que ayuda a expandir la conciencia, a eliminar las distinciones “artificiales” entre los sexos y a considerar a todas las personas sencilla y unisexualmente “humanas.” Una vez más, el lavado de cerebro de una cultura dominante (en este caso, la heterosexual) supuestamente ha oprimido a la minoría homosexual y ha bloqueado la uniformidad y la igualdad inherentes a la bisexualidad. Porque entonces cada individuo podrá alcanzar su “humanidad” más completa en la “perversidad polimorfa” tan querida para los corazones de destacados filósofos sociales de la Nueva Izquierda como Norman O. Brown y Herbert Marcuse.

En los últimos años se ha hecho cada vez más evidente que la biología se mantiene como una roca frente a las fantasías igualitarias. Las investigaciones del bioquímico Roger J. Williams han destacado reiteradamente la gran gama de diversidad individual a lo largo de todo el organismo de la humanidad. De este modo:

Los individuos difieren entre sí, incluso en los más mínimos detalles de anatomía y de la química y la física corporal; en las huellas dactilares de manos y pies; en la textura microscópica del pelo; el patrón de pelo corporal, los cantos y las “lunas” de las uñas de las manos y de los pies; en el espesor de la piel, su color, su tendencia a ampollarse; en la distribución de terminaciones nerviosas de la superficie del cuerpo; en el tamaño y la forma de las orejas, de los canales auditivos, o los canales semicirculares; en la longitud de los dedos; en el carácter de las ondas cerebrales (pequeños impulsos eléctricos emitidos por el cerebro); en el número exacto de los músculos del cuerpo; en el movimiento del corazón; en la fuerza de los vasos sanguíneos; los grupos sanguíneos; el grado de coagulación de la sangre – y así sucesivamente casi ad infinitum.

Ahora sabemos mucho acerca de cómo funciona la herencia y cómo no sólo es posible, sino seguro, que todo ser humano posee por herencia un mosaico extremadamente complejo, compuesto de miles de elementos, que lo hace distintivamente únicoxiii.

La base genética de la desigualdad de la inteligencia también se ha hecho cada vez más evidente, a pesar de la violencia emocional que otros científicos, así como el público en general, ha vertido sobre tales estudios. Los estudios de gemelos idénticos criados en ambientes opuestos han sido una de las formas en que se ha llegado a esta conclusión; y el profesor Richard Herrnstein ha estimado recientemente que el 80 por ciento de la variabilidad en la inteligencia humana es de origen genético. Herrnstein concluye que cualquier intento político de proporcionar una igualdad ambiental para todos los ciudadanos sólo intensificará las diferencias socioeconómicas provocadas por la variabilidad genéticaxiv.

La rebelión igualitaria contra la realidad biológica, pese a ser muy importante, es sólo el subconjunto de una rebelión más profunda: [la rebelión] contra la estructura ontológica de la realidad misma, en contra de la “misma organización de la naturaleza”; contra el universo como tal. En el corazón de la izquierda igualitaria está la creencia patológica de que no existe una estructura de la realidad; que el mundo entero es una tabula rasa que se puede cambiar en cualquier momento en cualquier dirección que se desee mediante el mero ejercicio de la voluntad humana – en resumen, que la realidad puede ser instantáneamente transformada por el mero deseo o capricho de los seres humanos. Sin duda, este tipo de pensamiento infantil está en el corazón del apasionado llamamiento de Herbert Marcuse a la negación completa de la estructura existente de la realidad y de su transformación en lo que él adivina que es su verdadero potencial.

En ninguna parte es el ataque de la izquierda a la realidad ontológica más evidente que en los sueños utópicos sobre cómo será la futura sociedad socialista. En el futuro socialista de Charles Fourier, según Ludwig von Mises:

todas las bestias dañinas habrán desaparecido, y en su lugar habrá animales que ayudarán al hombre en sus tareas – o incluso harán el trabajo por él. Un anticastor se encargará de la pesca; una antiballena moverá los veleros durante la calma; un antihipopótamo remolcará los barcos por el río. En lugar del león habrá un antileón, un corcel de maravillosa rapidez, sobre cuya espalda el piloto se sentará tan cómodamente como en un coche bien mullido. “Será un placer vivir en un mundo con tales sirvientes.”xv
Además, según Fourier, los mismos océanos contendrán limonada en lugar de agua saladaxvi.

Podemos encontrar fantasías absurdas similares en la raíz de la utopía marxista del comunismo. Liberado de los supuestos límites de la especialización y la división del trabajo (que es el corazón de la producción por encima del nivel más primitivo y por lo tanto de cualquier sociedad civilizada), cada persona en la utopía comunista desarrollaría plenamente todos sus poderes en todas direccionesxvii. Como escribió Engels en su anti-Dhring, el comunismo le daría “a cada individuo la oportunidad de desarrollar y ejercer todas sus facultades, físicas y mentales, en todas las direccionesxviii” y Lenin estaba deseando en 1920 la “abolición de la división del trabajo entre las personas… la educación, escolarización y formación de personas en un desarrollo completo y en una formación completa, gente capaz de hacerlo todo. El comunismo está avanzando y debe avanzar hacia esta meta, y llegará a ellaxix”.

En su crítica mordaz de la visión comunista, Alexander Grey ataca de la siguiente manera:
Que cada persona debería tener la oportunidad de desarrollar todas sus facultades, físicas y mentales, en todas las direcciones, es un sueño que alegrará la vista a los ingenuos únicamente, quienes ignoran las restricciones impuestas por los estrechos límites de la vida humana. Porque la vida es una serie de elecciones, y cada elección es al mismo tiempo una renuncia.

Incluso el habitante del futuro país de las hadas de Engels tendrá que decidir, tarde o temprano, si desea ser arzobispo de Canterbury o Primer Lord del Mar, si debía tratar de sobresalir como un violinista o como pugilista, si debería elegir saberlo todo sobre la literatura China o sobre las páginas ocultas de la vida de la caballaxx.

Por supuesto, una manera de tratar de resolver este dilema es fantasear con que el Hombre Nuevo comunista del futuro será un superhombre, sobrehumano en sus habilidades para trascender la naturaleza. William Godwin pensaba que, una vez que la propiedad privada fuera abolida, el hombre se convertiría en inmortal. El teórico marxista Karl Kautsky afirmó que en la futura sociedad comunista, “un nuevo tipo de hombre se levantará… un superhombre… un hombre exaltado.” Y Leon Trotsky profetizó que bajo el comunismo:

El hombre se hará incomparablemente más fuerte, más sabio, más refinado. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical… El humano medio se elevará al nivel de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Por encima de estas alturas se alzarán nuevos picosxxi.

Hemos empezado examinando la opinión común de que los igualitarios, a pesar de faltarles algo de sentido práctico, tienen la ética y el idealismo moral de su lado. Terminamos con la conclusión de que los igualitaristas, por muy inteligentes que sean como individuos, niegan la base misma de la inteligencia humana y de la razón humana: la identificación de la estructura ontológica de la realidad, de las leyes de la naturaleza humana, y del universo. Al hacerlo, los igualitarios están actuando como niños terriblemente malcriados, que niegan la estructura de la realidad en nombre de la rápida materialización de sus propias fantasías absurdas. No sólo están malcriados, sino que también son muy peligroso; porque el poder de las ideas es tal que los igualitarios tienen la posibilidad de destruir el mismo universo que desean negar y trascender, y de romperlo a nuestro alrededor. Puesto que su metodología y sus objetivos niegan la estructura misma de la humanidad y del universo, los igualitaristas son profundamente antihumanos; y, por lo tanto, su ideología y sus actividades se pueden considerar profundamente malas también. Los igualitarios no tienen la ética de su lado a menos que uno pueda sostener que la destrucción de la civilización, e incluso de la propia raza humana, puede ser coronada con la guirnalda de laurel de la moral elevada y loable.

Referencias
i John Maynard Keynes, Teoría general del empleo, el interés y el dinero (Nueva York: Harcourt, Brace, 1936), p. 383
ii Henry C. Simons, Impuesto sobre la Renta de Personas Físicas (1938), pp 18-19, citado en J. Walter Blum y Harry Kalven, Jr., El argumento incómodo a favor de la progresividad impositiva. (Chicago: University of Chicago Press, 1953), p. 72.
iii John F. Due, Finanzas gubernamentales (Homewood, Ill .: Richard D. Irwin, 1954), pp. 128-29.
iv De este modo: Una tercera línea de objeción a la progresividad impositiva, y, sin duda, la que ha recibido la mayor atención, es que disminuye la productividad económica de la sociedad. Prácticamente todos los que han abogado por la progresividad del impuesto sobre la renta han reconocido que esta es una consideración de peso. (Blum y Kalven, El argumento incómodo a favor de la progresividad impositiva, p. 21) ¡El “ideal” frente a la “práctica” una vez más!
v Helmut Schoeck, Envidia (Nueva York: Harcourt, Brace y World, 1970), pp 149-55.
vi Kurt Vonnegut, Jr., “Harrison Bergeron,” Bienvenido a la casa de los monos (Nueva York: Dell, 1970), p. 7.
vii Los igualitarios han estado muy ocupados, entre sus otras actividades, intentando “corregir” el idioma Inglés. El uso de la palabra “chica” (girl), por ejemplo, se considera en la actualidad humilla y degradar gravemente a la juventud femenina y da a entender su sumisión natural a los adultos. Como resultado, los igualitaristas de izquierda ahora se refieren a las niñas de prácticamente cualquier edad como “mujeres” (women), y podemos confiadamente esperar leer sobre las actividades de “una mujer de cinco años de edad.
viii Irving Howe, “La mente de clase media de Kate Millett,” Harper (diciembre de 1970): 125-26.
ix Ibid., P. 126.
x Arnold W. Green, Sociología (6a ed, Nueva York:. McGraw-Hill, 1972), p. 305. Green cita el estudio de I.A. Rabin: “Los sexos: Ideología y realidad en el kibutz israelí”, GH Seward y R.G. . Williamson, eds, Roles sexuales en una sociedad cambiante (Nueva York: Random House, 1970), pp 285-307.
xi Howe, “La mente de clase media de Kate Millett,” p. 124.
xii Joan Didion, “El movimiento de la mujer,” New York Times Review of Books (30 de julio de 1972), p. 1
xiii Roger J. Williams, Gratuito y desigual (Austin: University of Texas Press, 1953), pp 17, 23. Véase también la Individualidad Bioquímica de Williams. (Nueva York: John Wiley, 1963) y Tú eres extraordinario (Nueva York: Random House, 1967).
xiv Richard Herrnstein, “IQ” Atlantic Monthly (septiembre de 1971).
xv Ludwig von Mises, Socialismo: Un análisis económico y sociológico (New Haven, Conn .: Yale University Press, 1951), pp 163-64.
xvi Ludwig von Mises, La acción humana (New Haven, Conn .: Yale University Press, 1949), p. 71. Mises cita el primer y el cuarto volumen de Oeuvres Completes de Fourier.
xvii Para más información sobre la utopía comunista y la división del trabajo, ver Murray N. Rothbard, Libertad, desigualdad, primitivismo y la división del trabajo (cap. 16, este volumen).
xviii Citado en Alexander Gray, La tradición socialista (Londres: Longmans, Green, 1947), p. 328.
xix Las cursivas son de Lenin. V.I. Lenin, El comunismo de izquierdas, una enfermedad infantil (Nueva York: International Publishers, 1940), p. 34.
xx Gray, La tradición socialista, p. 328.
xxi Citado en El socialismo: un análisis sociológico y económico, p. 164, Mises.
 
Traducido por Verónica Santamaría


VER: igualitarismo como rebelión contra la naturaleza“

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