Lorenzo Bernaldo de Quiróses presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.
Salvo en determinadas corrientes filosóficas y religiosas, la pobreza nunca fue concebida como una virtud y, en ningún caso, como un título habilitante y privilegiado para ejercer la res publica. El aurea mediocritas de Horacio era una invitación al retiro individual de los fastos y vanidades del mundo. La renuncia a los placeres de los estoicos era algo parecido y el adagio evangélico "los últimos serán los primeros" era ya un importante desincentivo para intentar mejorar las condiciones materiales de la gente. En España, numerosos políticos de todos los partidos comienzan a invocar como timbre de honor el no poseer casa propia o ser ésta muy pequeña, el carecer de riqueza y de ahorros y el tener parejas que, a pesar de estar en una edad provecta y tener una alta cualificación profesional son mileuristas. Eso sí, nadie sabe si esa última característica es una elección individual, el resultado del infortunio o, sencillamente, de la incompetencia, de la incapacidad de elevar sus ingresos porque la gente no valora los bienes y servicios que ofrecen en el mercado.
Si un ejecutivo se postulase para dirigir una compañía sobre la base de su pobreza relativa y de su falta de capacidad o de voluntad para aumentar su renta es dudoso que los propietarios de ella pusiesen en sus manos la gestión de sus intereses. Esto es equiparable a cualquiera que venda sus habilidades profesionales en el mercado. Sin embargo, en España, empieza a parecer un demérito aspirar a gobernar el país si uno no tiene una adecuada patente de remuneraciones bajas. Es más, esa situación se pretende vender como una virtud, como un título de legitimidad. Alguien dirá que ese es un expediente para defenderse del enriquecimiento ilícito de muchos cargos públicos, una muestra de limpieza de sangre frente a los corruptos. Pero esa excusatio non petita, accusatio manifesta refleja un notable grado de perversión política, intelectual, psicológica y moral y, peor, una tarjeta de presentación de la mediocridad como un plus para acceder a la cosa pública.
Una de las causas de la degeneración del concepto de representatividad en la democracia española no es sólo que las listas sean cerradas y bloqueadas, la partitocracia tenga un poder excesivo, etcétera, sino la incapacidad de que individuos que han triunfado en la sociedad civil tengan incentivos y posibilidades de dedicar un tiempo de su vida a los asuntos públicos. Cualquier profesional de éxito no sólo ha de enfrentarse al sin fin de obstáculos levantados por la nomenclatura partidista para entrar en la carrera política, sino que se ve auscultado de manera exhaustiva para poder hacerlo porque se presume que, si ha ganado dinero y/o ha tenido éxito, ello se debe a oscuras razones, a turbias maniobras. De este modo se produce un efecto expulsión en virtud del cual el proceso de selección de la dirigencia política produce un sesgo a favor de quienes han vivido, viven o sólo pueden vivir de la política que no siempre son los mejores o los menos malos.
Ese esquema, unido a los bajos sueldos, en términos relativos, de esa actividad y a la existencia de una regulación de incompatibilidades surrealista alimenta una dinámica de selección adversa a través de la cual sólo tienen estímulos para dedicarse a la política los ricos por herencia, los funcionarios o quienes no tienen otra alternativa. Desde luego hay hombres públicos vocacionales que constituyen excepciones encomiables a esa regla, pero éstos tienden a ser la minoría en un sistema de incentivos perverso como el español. El resultado es la apertura de una brecha creciente entre representantes y representados y la consolidación de una clase política cuyas diferencias ideológicas pierden intensidad con relación a la preservación de un statu quo de intereses compartidos. A esta realidad, las fuerzas emergentes que enarbolan la bandera de la regeneración de España sólo escapan por un sólo hecho: todavía no mandan.
Con cerca de cuarenta años, Pablo Iglesias presume de vivir en casa de su mamá en un piso de sesenta metros cuadrados y Albert Rivera de habitar en una morada de alquiler de cincuenta y cinco. La candidata del PP a la Presidencia de la comunidad madrileña saca pecho por carecer de un piso en propiedad y por tener un marido arquitecto en la cincuentena y mileurista. En una de las economías más ricas de la OCDE, a pesar de la crisis, esos argumentos no parecen los más indicados para generar un proyecto vital ilusionante. ¿Es esa la ambición del español medio? Cuando la mediocridad se intenta convertir en un valor colectivo, las cosas no pueden ir bien.
Los padres de las generaciones de la postguerra y de la Transición trabajaron con denuedo, ahorraron e hicieron enormes sacrificios para dar un futuro mejor que el suyo a sus hijos. No lo hicieron para que éstos se instalasen en un aurea mediocritas financiada por los Presupuestos, sino para proporcionarles un nivel de vida superior al que ellos disfrutaron. Nunca sublimaron el fracaso, sino que intentaron ofrecer todas las oportunidades a su alcance para que sus retoños triunfasen en la actividad que éstos eligiesen. La cultureta de las expectativas limitadas que se abre paso en España no tiene otro sentido que conceder a los políticos el gobierno sobre la vida de los individuos y librarles de la responsabilidad sobre sus actos; incapaces de prosperar por sí mismos y animados a no hacerlo, el Estado les mantendrá en un más o menos bien remunerado aggiornamento.
Es evidente que el planteamiento ofrecido en estas líneas es desagradable, políticamente incorrecto y, por supuesto, rompe cualquier enfoque victimista. Al final, la suerte de la gente, con independencia de su punto de partida, depende de su esfuerzo, de su capacidad de hacer frente a los desafíos de la vida. No existen fuerzas oscuras que impidan progresar a las personas si el Estado no hace imposible o difícil ese objetivo mediante la creación de un marco institucional contrario a él. Ceteris paribus, cualquier español prefiere ser rico a pobre, feliz a infeliz, tener una casa a no tenerla, desear que sus hijos vivan mejor que él; los ejemplos podrían extenderse casi hasta el infinito... En consecuencia, la invocación a la mediocridad y a la resignación quizá sea una noble aspiración filosófica o religiosa para algunos pero sobre ese principio es imposible construir una sociedad próspera, capaz de crear riqueza para todos. Por eso, el viejo lema burgués de "enriqueceos", formulado por Guizot hace siglo y medio, es una apelación a la virtud, no un pecado.
Este artículo fue publicado originalmente en El Mundo (España) el 24 de mayo de 2015.
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