La idea de las externalidades es altamente intuitiva: tiene sentido que las acciones de uno afecten a la felicidad de otros. Una externalidad positiva se produce cuando las acciones de uno benefician a personas que están implicadas directamente en el intercambio. Pensemos en el beneficio que obtiene un hombre cuando pasa una mujer bonita por la acera.
Por otro lado, una externalidad negativa impone un coste a terceros. Una fábrica que contamina tu suministro de aire o agua es un ejemplo típico. Muchos economistas utilizan la idea de las externalidades como base para recomendaciones de políticas públicas: un impuesto o subsidio para “maquillar” los costes externos. De hecho, la mayoría de las funciones en un momento u otro han sido justificadas basándose en las externalidades. ¿Pero tienen realmente las externalidades un papel significativo en economía?
Un tratamiento tradicional austriaco de las externalidades es defender la aplicación de los derechos de propiedad. En la solución de los derechos de propiedad para corregir externalidades, uno solo ha de pagar el daño físico realizado en la propiedad de otro. Por supuesto, esto solo se aplica a externalidades cuando los derechos de propiedad de uno hayan sido infringidos. Mises explica cómo el sistema de derechos de propiedad eliminó las externalidades por el uso de los bienes comunes (anteriores). Además argumenta que las externalidades consiguientes “podrían eliminarse mediante una reforma de las leyes respecto de la responsabilidad por los daños infligidos y eliminando las barreras institucionales impidiendo la completa operación de la propiedad privada”.
Sin embargo, para que las demandas de responsabilidad corrijan las externalidades, debe estar claro que el coste de restitución dictado es igual a la cantidad de la externalidad. Pero incluso si conociéramos el precio correcto a pagar por la propiedad llamada, ¿qué hay del valor del daño psíquico? Aquí Mises comete un error similar al de Coase cuando afirmaba que la decisión de responsabilidad de un tribunal no afectará a la asignación de recursos (con unos costes de transacción cero). Si, por ejemplo, la contaminación de destruye un objeto de alto valor sentimental pero bajo valor de mercado, el propietario podría no tener los medios para obligar al propietario de la fábrica a dejar de contaminar. En este caso, el Teorema de Coase, no se sostiene. Igualmente, si una decisión de responsabilidad solo toma en cuenta el valor de mercado de la propiedad destruida, la externalidad no será “corregida” para objetos con algún valor sentimental.
Una aproximación austriaca más moderna a las externalidades es demostrar que son imposibles de calcular en una escala con sentido. Rothbard demostraba que la economía tradicional de bienestar era defectuosa porque es imposible realizar una comparación interpersonal de la utilidad. En otras palabras, la felicidad no puede medirse en una escala cuantitativa igual que el voltaje. Esto significa que es imposible calcular racionalmente la utilidad ganada o perdida a través de la intervención pública.
Como el impuesto o subvención propuestos para corregir una externalidad debe conseguirse mediante algún tipo de coacción del gobierno, está claro que no todos esperarán beneficiarse de la política. ¿Cómo vamos entonces a decidir si los resultados de la política suman a la utilidad social o no? No puede calcularse ninguna cifra, ni siquiera en teoría, para proporcionar el beneficio neto de una intervención, o al menos para decir si el beneficio neto es positivo o negativo. Uno solo puede esperar un aumento en el beneficio neto a través de las acciones voluntarias de la gente: un acto indica una preferencia por esa acción elegida por delante de todas las demás opciones disponibles. El resultado es que la declaración de una externalidad es puramente arbitraria.
El análisis anterior sobre la naturaleza de la utilidad es satisfactorio para desacreditar la idea de utilizar las externalidades como una base racional para la toma de decisiones políticas. Sin embargo, uno no necesita siquiera ir tan lejos, ya que la idea de las externalidades puede descartarse desde bases puramente metodológicas.
Las externalidades se definen de forma que la persona que soporta el coste o beneficio no ha actuado. En el caso de daño a la propiedad, los recursos del propietario se han utilizado sin consentimiento. En otras externalidades, la persona que recibe el coste o beneficio es un transeúnte inocente. Como estos individuos no actúan en estas situaciones, los economistas hacen una categoría distinta para describir los efectos en su utilidad. Si una persona actúa, demuestra una preferencia y espera la maximización de la utilidad marginal: una externalidad es el efecto de una acción en la utilidad de otro.
Pero es precisamente porque las externalidades no pueden revelarse a través de la acción humana por lo que son irrelevantes para el estudio de la economía. Como tal, la idea de las externalidades no puede generar ningún conocimiento adicional acerca de la economía.
Podría objetarse que el caso de que una persona dañe la propiedad de otra demuestra una externalidad negativa. Sin embargo, podría ser que el propietario apruebe la nueva situación y solo no la apruebe porque prefiera actuar de otra manera. O puede que si se le hubiera dado la alternativa, habría aprobado la forma en que su propiedad fue utilizada por otro. ¿Cuánta gente se sentiría perjudicada si alguien lanzara un lingote de oro rompiéndole la ventana?
¿Y aún así las externalidades no generan los actores que sobornan y negocian que sugiere Coase que asignarían recursos? La respuesta es que no importa desde el punto de vista de un economista (por muy interesante que sea desde el punto de vista de la psicología). La economía se basa en el axioma fundamental de que los humanos actúan; la razón por la que un hombre elige una acción particular frente a otra no importa. Como hemos dicho antes, la única verdad económica que podemos atisbar de una acción es que demostraba una preferencia. La razón para la preferencia nos es desconocida.
Como el economista no estudia las razones de una preferencia, es irrelevante si una acción individual viene motivada por una externalidad o por otra cosa. Por ejemplo, si veo que alguien hace una oferta para comprar los adornos de su jardín, la economía solo ayudaría a establecer si prefiere los adornos o el dinero que está ofreciendo. Tal vez quiera dejar de ver los adornos por su ventana o tal vez quiera ponerlos en su propio jardín para verlos más de cerca. El economista es incapaz de diferenciar un acto motivado por ambas causas, así que debe tratarlo como igual en ambos casos.
Otra defensa de las externalidades podría ser que ilustran cómo la propiedad común es más probable que se use sin pensar en el futuro que en el caso de la propiedad privada. En igualdad de condiciones, uno tiene un incentivo para utilizar tanta propiedad común como le sea posible mientras esté bajo su control. Pero este fenómeno puede explicarse bien sin apelar a las externalidades. Un individuo no afronta ningún coste de depreciación de capital al utilizar el terreno común, mientras que tendría un coste si fuera privado. En igualdad de condiciones, los costes inferiores de utilizar el terreno común proporcionarán un incentivo para que use más éste que un terreno privado. Es todo lo que tenemos que indicar como economistas.
La teoría de las externalidades tiene tanta relevancia para la economía como la teoría de cómo la alineación de los planetas afecta al estado de ánimo de la gente. Ambas, por definición intentan explicar las razones por las que un individuo formula preferencias de la forma en que lo hace. Para el economista, no importa si una persona compra una hamburguesa con queso porque le elimina una incomodidad causada por las acciones de otros, porque tiene hambre o porque ha leído que previene la vejez. Lo único que importa es que prefiere la hamburguesa con queso a los noventa centavos que tiene en su mano.
(Publicado el 27 de octubre de 2003). Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí.
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