Incluso los críticos más hostiles del sistema ricardiano han concedido que David Ricardo al menos hizo una contribución vital al pensamiento económico y la defensa de la libertad de comercio: la ley de la ventaja comparativa. Al destacar la gran importancia de la interacción voluntaria de la división internacional del trabajo, los librecambistas del siglo XVIII, incluyendo a Adam Smith, basaron sus doctrinas en la ley de la “ventaja absoluta”. Es decir, que los países deberían especializarse en lo que sean más eficientes y luego intercambiar esos productos, pues en ese casos e beneficiarán las personas en ambos países. Es un caso relativamente fácil de argumentar. Hace falta poca persuasión para darse cuenta de que Estados Unidos no debería dedicarse a cultivar plátanos (o, por decirlo en términos simples de microeconomía, las personas y empresas de Estados Unidos no deberían preocuparse por hacerlo), sino más bien producir otra cosa (por ejemplo, trigo, bienes manufacturados) e intercambiarla por plátanos cultivados en Honduras. A pesar de todo, hay unos pocos cultivadores de plátanos en EEUU que reclaman un arancel protector. ¿Pero qué pasa si el caso no es clarísimo y las empresas de acero y semiconductores reclaman esa protección?
La ley de la ventaja comparativa se ocupa de esos casos difíciles y es por tanto indispensable para la defensa del libre comercio. Demuestra que incluso si, por ejemplo, el País A es más eficiente que el País B produciendo ambos productos X e Y, merecerá la pena al País A especializarse en producir X, en lo que el mejor produciendo, y comprar todo el producto Y a B, aunque es mejor produciéndolo pero no tiene tan gran ventaja comparativa como fabricando el producto X. En otras palabras, cada país debería producir no solo aquello en lo que tenga una ventaja absoluta en producir, sino en lo que es mejor, o al menos en lo que no es peor, es decir, en lo que tenga una ventaja comparativa en producir.
Así que si el gobierno del País A impone un arancel proteccionista a la importaciones del producto Y y mantiene por la fuerza un sector que fabrique dicho producto, este privilegio especial dañaría a los consumidores en el País A además de dañar evidentemente a la gente en el País B. Pues el País A, así como para el resto del mundo, pierde la ventaja de especializarse en la producción de aquello en lo que es mejor, ya que muchos de sus recursos escasos se ligan obligatoria e ineficientemente a la producción del producto Y. La ley de la ventaja comparativa destaca el importante hecho de que un arancel proteccionista en el País A produce daños a los sectores eficientes y a los consumidores en ese país, así como en el País B y el resto del mundo.
Otra implicación de la ley de la ventaja comparativa es que ningún país o región de la tierra quedaría fuera de la división internacional del trabajo bajo el libre comercio. Pues la ley significa que incluso si un país está en tan mal estado que no tiene ninguna ventaja absoluta en producir nada, sigue mereciendo la pena a sus socios comerciales, los pueblos de otros países, permitirle producir aquello en lo que sea menos malo.
De esta manera, los ciudadanos de todos los países se benefician del comercio internacional. Ningún país es tan pobre o ineficiente como para quedar fuera del comercio internacional y todos se benefician de que los países se especialicen en lo que son mejores o menos malos: en otras palabras, en aquello en lo que tengan una ventaja comparativa.
Hasta hace poco, se creía universalmente por parte de los historiadores del pensamiento económico que David Ricardo expuso la ley de la ventaja comparativa en sus Principios de economía política en 1817. Investigaciones recientes del Profesor Thweatt han demostrado, no solo que Ricardo no originó esta ley, sino que no la entendió y le interesó poco y que no desempeñó ningún papel en su sistema. Ricardo dedicó solo unos pocos párrafos a la ley en sus Principios, la explicación era mínima y no estaba relacionada con el resto de la obra ni el resto de su explicación del comercio internacional.
El descubrimiento de la ley de la ventaja comparativa se produjo muchísimo antes. El problema del comercio internacional entró en la conciencia pública en Gran Bretaña cuando Napoleón impuso sus decretos de Berlín en 1806, ordenando el bloqueo de todo el comercio con el continente europeo a su enemigo Inglaterra. Inmediatamente, el joven William Spence (1783–1860), un fisiócrata e infraconsumista inglés que detestaba la industria, publicó su Britain Independent of Commerce en 1807, aconsejando a los ingleses que no se preocuparan por el bloqueo, ya que solo la agricultura era económicamente importante y si los terratenientes ingleses solo gastaran sus ingresos en consumo todo iría bien.
El tratado de Spence desató una tormenta de controversias, estimulados obras tempranas de dos notables economistas británicos. Uno fue James Mill, que reseñó críticamente la obra de Spence en la Eclectic Review de diciembre de 1807 y luego extendió el artículo a su libro Commerce Defended, del año siguiente. En una refutación a Spence, Mill atacaba las falacias del infraconsumismo trayendo a Inglaterra la ley de Say. La otra obra era el primer libro del joven Robert Torrens (1780–1864), un oficial anglo-irlandés de la infantería de marina en su The Economists Refuted (1808).
Desde hace mucho se sostiene que Torrens enunció por primera vez la ley de la ventaja comparativa y que luego, como dijo Schumpeter, mientras que Torrens “bautizó el teorema”, Ricardo “lo desarrolló y luchó victoriosamente por él”.
Sin embargo, resulta que este punto de vista estándar es erróneo tanto en sus partes cruciales, es decir, Torrens no bautizó la ley y Ricardo apenas la elaboró y luchó por ella. Pues, primero, James Mill tenía una presentación mucho mejor de la ley (aunque estaba lejos de estar completa) en su Commerce Defended de la que hizo Torrens más tarde ese mismo año. Además, en su tratamiento, Torrrens, y no Mill, cometió varios errores importantes. Primero, afirmaba que el comercio rinde mayores beneficios a una nación que importa bienes duraderos y necesarios, frente a los perecederos o lujosos. Segundo, afirmaba asimismo que los beneficios del comercio interior son más permanentes que los del comercio exterior y también que todos los beneficios del comercio interior quedan en casa, mientras que parte de los beneficios del comercio exterior se extraen en beneficio de los extranjeros. Y finalmente, siguiendo a Smith y anticipándose a Marx y Lenin, Torrens aseguraba que el comercio exterior, al extender la división del trabajo, crea una plusvalía sobre los requisitos interiores que debe luego “ventilarse” en exportaciones extranjeras.
Seis años después, James Mill volvió a adelantarse a Robert Torrens al presentar los rudimentos de la ley de la ventaja comparativa. En el número de julio de 1814 de la Eclectic Review, Mill defendía el libre comercio frente al apoyo de Malthus a las Leyes del Grano en sus Observaciones. Mill apuntaba que el trabajo nacional, al dedicarse al comercio exterior, producirá más comprando productos importados que produciendo por sí mismo todos los bienes. La explicación de Mill se repetía en buena parte por Torrens en su Essay on the External Corn Trade, publicado en febrero del siguiente año. Además, en esta obra Torrens alababa explícitamente el ensayo de Mill.
Entretanto, en el mismo preciso momento en que este fermento de los costes comparativos estaba teniendo lugar entre sus amigos y colegas, David Ricardo no mostraba interés alguno por esta importante línea de pensamiento. Es verdad que Ricardo secundó el ataque de su mentor Mill al apoyo de Malthus de las Leyes del Grano, en su Essay on… Profits, publicado en febrero de 1815. Pero la línea argumental de Ricardo era exclusivamente “ricardiana”, es decir, su basaba solamente en el distintivo sistema ricardiano. De hecho, Ricardo no mostró ningún interés por el libre comercio en general o en los argumentos de su defensa: su razonamiento solo se dedicaba a la importancia de rebajar o abolir los aranceles al grano.
Esta conclusión, como hemos señalado, se deduce del distintivo sistema ricardiano, que iba a establecerse completamente dos años después en sus Principios. Para Ricardo, la clave del ahogamiento del crecimiento económico en cualquier país, y especialmente en la desarrollada Gran Bertaña, era la “escasez de tierra”, la idea de que se estaban usando en Gran Bretaña tierras cada vez más pobres. Por consiguiente, el coste de subsistencia se iba incrementando y por tanto el salario prevaleciente en dinero (que debe ser la subsistencia) debe de incrementarse asimismo. Pero este inevitable aumento secular de los salarios debe rebajar los beneficios en la agricultura, lo que a su vez rebaja todos los beneficios. De esta forma, la acumulación de capital se baja dificultando cada vez más, para acabar desapareciendo. Rebajar o abolir los aranceles del grano (u otro alimento) era, para Ricardo, una forma ideal de posponer la condena inevitable. Al importar grano del extranjero, se retrasaba la decreciente fertilidad del terreno agrícola. El coste del grano, y por tanto de la subsistencia, caerían abruptamente y por tanto los salarios monetarios caerían pari passu, aumentando así los beneficios y estimulando la inversión de capital y el crecimiento económico. No hay ningún indicio de esta explicación de la doctrina del coste comparativo o algo similar.
¿Pero qué hay del Ricardo maduro, el Ricardo de los Principios? Repito que, excepto los tres párrafos sobre ventaja comparativa, Ricardo no muestra interés por ella y en su lugar repite el argumento del sistema ricardiano para rechazar las Leyes del Grano. En realidad, su explicación en el resto del capítulo sobre comercio internacional se expresa en los términos de la teoría smithiana de la ventaja absoluta en lugar de la ventaja comparativa que se encuentra en Torrens y especialmente en Mill.
Además, los tres párrafos sobre ventaja comparativa no solo están escritos descuidadamente y son confusos: son el único testimonio, aunque sea breve, de que Ricardo escribió alguna vez acerca de la ventaja comparativa. De hecho, fue su única mención de esta doctrina. Incluso la repentina referencia de Ricardo a Portugal y su absurda hipótesis de que los portugueses tenían una ventaja absoluta sobre Gran Bretaña en la producción de telas parece indicar su falta de interés serio por la teoría del coste comparativo.
Además, las opiniones de Ricardo sobre el comercio exterior en los Principios no recibieron casi ningún comentario en su momento: los escritores se concentraron en su teoría del valor trabajo y su opinión de que los salarios y beneficios siempre se mueven inversamente, siendo los primeros los que determinan los segundos.
Si Ricardo no tenía ningún interés en la teoría de la ventaja comparativa y nunca escribió sobre ella excepto en este único pasaje en los Principios, ¿qué hacía entonces en los Principios? La convincente hipótesis del Profesor Thweatt es que la ley fue incluida en los Principios por el mentor de Ricardo, James Mill, de quien sabemos que escribió el borrador original, así como otras revisiones, de muyas partes de la obra maestra de Ricardo. También sabemos que Mill impulsó a Ricardo a incluir una explicación de los ratios de los costes comparativos. Como hemos visto, Mill originó la doctrina del coste comparativo y se anticipó en su desarrollo ocho años después. No solo eso: mientras que Ricardo abandonó la teoría tan pronto como la enunció en los Principios, Mill desarrolló completamente el análisis de la ventaja comparativa aún más, primero en su artículo sobre “Colonias” para la Enciclopedia Británica (1818) y luego en su libro de texto, The Elements of Political Economy (1821). De nuevo Robert Torrens siguió a Mill, repitiendo su explicación sin ninguna idea adicional en 1827, en la cuarta edición de su Essay on the External Corn Trade, de 1815.
Entretanto, George Grote, un devoto discípulo de Mill, escribió en 1819 un importante ensayo inédito estableciendo la visión de Mill sobre la ventaja comparativa.
Y así, de nuevo, James Mill, por la fuerza de su mente, así como su carisma personal,. Fue capaz de incluir un análisis original propio en el “sistema ricardiano”.
Es verdad que Mill era en cuerpo y alma tan fan del sistema ricardiano como el propio Ricardo, pero Mill era un hombre con mucha mayor amplitud de miras y erudición que su amigo y estaba interesado en muchos más aspectos de las disciplinas de la acción humana. Parece posible que Mill, el inveterado discípulo y número 2, fuera el número 1 mucho más a menudo de lo que nadie haya sospechado.
[An Austrian Perspective on the History of Economic Thought (1995)]
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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