El mundo entero continúa pendiente de saber a qué ritmo crecerá el gigante asiático a partir de ahora y cómo repercutirá su ralentización económica a nivel global
L a historia de cómo China intenta cambiar su modelo económico, hasta ahora basado en las exportaciones, a uno basado en el consumo interno, se escribe desde hace años y aún está por suceder el que será, sin duda, el capítulo más importante. Después de tres décadas de crecimiento continuo a ritmos del 8-9 por ciento, gracias a su enorme capacidad productiva y a su habilidad para dar salida a todo lo que produce, la segunda mayor economía del mundo se enfrenta desde hace cuatro años a un problema. El de evitar un aterrizaje forzoso ante su incapacidad de consumir todo lo que fabrica -aún dedica un 44 por ciento de su PIB a bienes de equipo-. El mundo entero permanece a la espera de ver si China consigue enderezar el rumbo para aterrizar de forma suave, después de que el miedo empezase a coger cuerpo en junio, cuando la posibilidad de un frenazo de su economía tomó cuerpo. Ya entonces, los problemas que afectan al gigante asiático provocaron una crisis de materias primas, que hizo tambalearse a los emergentes y que está por ver si afecta a la salud de los, desarrollados.
Al calor de la relajación de la política monetaria y de la apertura del mercado a los inversores extranjeros a través de la plataforma del Shanghái-Hong Kong Stock Connect, la bolsa de Shanghái acumulaba un ascenso del 150 por ciento en doce meses. En él, mucho tuvieron que ver los pequeños inversores que, animados por el hecho de que las autoridades del país sostuvieran de alguna forma el mercado de valores, se vieron animados a confiar su ahorro a la renta variable impulsados por sus altas rentabilidades. En definitiva era casi imposible no ganar. Al menos, lo era hasta el 15 de junio. Ese día, coincidiendo con el cumpleaños del presidente de la República Popular de China, Xi Jinping, no hubo propina en bolsa para celebrarlo, sino una caída del 2 por ciento. Era la primera de las muchas que se avecinaban.
La subida acumulada por la renta variable del país asiático no estaba apoyada en los fundamentales, sino en las inyecciones de liquidez por parte del banco central que ayudaron a crear un clima de confianza que se desvanecía al calor de unos datos macroeconómicos débiles. La referencia de la actividad de China comenzó el año de forma anémica y culminó siendo decepcionante en marzo. El mundo entero empezó a mirar con recelo la evolución de la economía china y los datos oficiales proporcionados por el Gobierno del país.
Lo que en principio había sido una ventaja -la entrada de inversores extranjeros- se convirtió en un arma de doble filo. Las ventas empezaron a ser continuas en la bolsa de Shanghái, hasta el punto de provocar su desplome y representar un riesgo real para las medidas orientadas a equilibrar y refinanciar la economía, así como para cumplir el objetivo de crecimiento del 7 por ciento para este año. La reacción de las autoridades para intentar frenar el desplome no se hizo esperar: a principios de julio el regulador chino lanzó un paquete de medidas que consistió en la suspensión temporal de las cotizaciones a la que se acogieron más de 1.400 empresas según Bloomberg, lo que dejó más de un billón de dólares en acciones congelado; la prohibición de vender títulos a accionistas con más de un 5 por ciento de la empresa o la suspensión de nuevas salidas a bolsa.
Después llegaron las inyecciones de liquidez, con el único objetivo de garantizar la estabilidad del sistema financiero. Sin embargo, para finales de mes, en julio, el contagio al resto de bolsas mundiales estaba servido. El 27 de julio la bolsa asiática sufrió su mayor caída desde 2007, del 8,5 por ciento, que arrastró a los parqués del Viejo Continente después de que el Fondo Monetario Internacional (FMI) filtrase que ha instado a China a relajar de momento sus medidas de apoyo.
En busca de la competitividad perdida
Con la sombra de la desaceleración económica persiguiendo a China, las autoridades del país decidieron volver a mover ficha el 11 de agosto. Y lo hicieron devaluando su divisa un 1,9 por ciento por primera vez desde 1994, rompiendo así una racha de apreciaciones que empezó en 2005. El objetivo, además de impulsar a su economía con exportaciones más baratas, también fue el de disminuir la vinculación que existe entre el yuan y el dólar. La medida, insuficiente para devolver la confianza y frenar las ventas sobre la renta variable, lo que hizo fue incrementar el temor a que se produjera una nueva guerra de divisas, al estilo de la de 2004, en la que los países emergentes luchen por devaluar sus monedas para ganar competitividad.
En las 48 horas posteriores hubo dos devaluaciones más: del 1,6 por ciento el 12 de agosto y del 1,1 por ciento el 13 de agosto. La última, según Pekín. Entonces llegó el miedo a que las tres intervenciones inundasen el mundo de deflación. En definitiva, si China ganaba competitividad exportando más barato, eso podría obligar al resto de economías a recortar el precio de sus productos para ser más competitivos.
Lejos de que el pánico se calmase, la volatilidad fue incrementándose hasta el punto de que, a finales de ese mes, las bolsas europeas vivieron lo que ha sido tildado de crash por muchos expertos. Hasta el punto de que la mayoría de índices del Viejo Continente llegaron a borrar las ganancias cosechadas en el año. En el caso del Ibex 35, por ejemplo, que aún no se ha repuesto del golpe con pérdidas del 4 por ciento en el ejercicio, llegó a retroceder un 16 por ciento con la crisis china. "La devaluación no sirve para acabar con el problema de China, su incapacidad para consumir todo lo que fabrica. La única vía para solucionarlo es tirar los tipos de interés en torno al 1 por ciento, que es la medida que se usa siempre cuando se quiere animar el consumo y evitar un problema deflacionista", asegura Víctor Alvargonzález, director de Inversiones de Tressis. Sin embargo, el precio oficial del dinero en China aún está lejos de ese umbral a pesar de que el Banco Popular ha recortado los tipos en cinco ocasiones desde noviembre. La última sucedió el 25 de agosto. Ese día, con el propósito de amortiguar el crash de su mercado, las autoridades del gigante asiático los dejaron en el 4,6 por ciento.
Insuficiente para calmar al mercado. Para ello tuvo que volver a comparecer Mario Draghi, que coincidiendo con su 68 cumpleaños se convirtió en el primer banquero central en salir a escena tras la devaluación del yuan. Lo hizo la reunión mensual del 3 de septiembre, donde reconoció estar preocupado por los problemas que encuentra la inflación para crecer en la eurozona y en la que además rebajó la expectativa de crecimiento económico en dos décimas. Eso sí, SuperMario dejó claro que cuenta con los mecanismos necesarios para enfrentarse al nuevo contexto y que, llegado el momento, no dudará en usarlos. Mientras tanto, lejos de permanecer calmada, China sigue buscando fórmulas que ayuden a estabilizar a su economía (ver gráfico), aunque por ahora el mercado continúa castigando a su bolsa con pérdidas que alcanzan ya casi el 40 por ciento desde junio.
No es el último capítulo en la transición económica de China. Desde UBS esperan "un aterrizaje suave". "Beijing tiene una serie de herramientas para impulsar el crecimiento: como las reservas de divisas, que suponen el 34 por ciento del PIB; la deuda del sector público es manejable -55 por ciento del PIB-, lo que permite cierta relajación fiscal y además la inflación es baja, lo que significa que la política monetaria también se puede aliviar. Beijing tiene un fuerte incentivo para apoyar la actividad de modo que pueda continuar con la reforma de las empresas estatales y estabilizar el mercado de la vivienda. China debe continuar, en nuestra opinión, haciendo nuevas reformas para convertirse en una economía más saludable basada en los servicios, con un crecimiento menos volátil y una menor dependencia de la actividad mundial" explica Karine Jesiolowski, especialista senior de inversiones de UBP.
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