[Publicado originalmente en Inquiry, el 12 de noviembre de 1979]
Hace medio siglo, Estados Unidos (y luego el mundo) se vio sacudido por un poderoso crash bursátil que pronto se convirtió en la depresión más profunda y larga de todos los tiempos.
No fue solo la agudeza y profundidad de la depresión lo que sorprendió al mundo y cambió la faz de la historia moderna: fue la longitud, la ciénaga económica crónica persistente a lo largo de la década de 1930, lo que causó que los intelectuales y el público en general desesperara ante la economía de mercado y el sistema capitalista.
Las depresiones anteriores, por muy agudas que fueran, generalmente no duraban más de un año o dos. Pero en este caso, durante más de una década, pobreza, desempleo y desesperanza llevaron a millones a buscar algún nuevo sistema económico que curara la depresión y evitara que se repitiera.
Las soluciones políticas y panaceas difirieron. Para algunos era el socialismo marxista, para otro, una u otra forma de fascismo. En Estados Unidos, la solución aceptada fue una economía mixta keynesiana o un estado de bienestar y guerra. Harvard fue el foco de la economía keynesiana en Estados Unidos y Seymour Harris, un ilustre keynesiano que enseñaba allí, tituló uno de sus muchos libros Saving American Capitalism. Ese título resumía el espíritu de los reformistas del New Deal de las décadas de 1930 y 1940. Mediante el uso masivo de poder estatal y gasto público, el capitalismo iba a ser salvado de los desafíos del comunismo y el fascismo.
Una suposición común sirvió de guía característica para los keynesianos, socialistas y fascistas en la década de 1930: que el laissez faire, el capitalismo de libre mercado había sido la piedra de toque de la economía de EEUU durante la década de 1920 y que esta forma pasada de moda de capitalismo nos había fracasado manifiestamente al generar, o al menos permitir, la depresión más catastrófica de la historia en la historia que golpeara a Estados Unidos y todo el mundo occidental.
Bueno, ¿no fue la década de 1920, con su floreciente optimismo, su especulación, su consagración de las grandes empresas en la política, su dominio republicano, su individualismo, su decadencia cultural hedonista, no fueron realmente estos años el apogeo del laissez faire? Indudablemente la década parecía así para la mayoría de los observadores y por tanto era natural que el mercado libre debiera asumir la culpa de las consecuencias de un capitalismo desbocado en 1929 y después.
Por desgracia para el curso de la historia, la interpretación común estaba completamente equivocada: había muy poco capitalismo de laissez faire en la década de 1920. De hecho la verdad era la contraria: partes importantes de la economía estaban llenas de estatismo proto-New Deal, un estatismo que nos lanzó de cabeza a la Gran Depresión y prolongó estas miasmas durante más de una década.
En primer lugar, todos olvidan que los republicanos nunca han sido el partido del laissez faire. Por el contrario, fueron los demó9cratas los que siempre habían defendido los mercados libres y el gobierno mínimo, mientras que los republicanos habían abogado por un arancel proteccionista que protegería la industria nacional frente a la competencia eficiente, por enormes concesiones de tierras y otras subvenciones a los ferrocarriles y por la inflación y el crédito barato para estimular el poder adquisitivo y una prosperidad aparente.
Fueron los republicanos los que abogaron por un gran gobierno paternalista y la asociación de empresas y gobierno, mientras que los demócratas buscaban el comercio libre y la libre competencia, denunciaban el arancel como la “madre de los trust” y argumentaban a favor del patrón oro y la separación de gobierno y banca como la única forma de defenderse contra la inflación y la destrucción de los ahorros de la gente. Al menos esa fue la política de los demócratas antes de Bryan y Wilson al inicio del siglo XX, cuando el partido se trasladó a una posición no muy lejana de sus antiguos rivales republicanos.
Los republicanos no cambiaron nunca y su reinado en la década de 1920 llevó al gobierno federal a su mayor intensidad en gasto en tiempo de paz y aumentó el arancel a nuevos niveles estratosféricos. Una minoría de demócratas “Cleveland” pasados de moda, continuó dando la paliza con el despilfarro y el gran gobierno durante las épocas de Coolidge y Hoover. Esta incluía al gobernador de Maryland, Albert Ritchie, el senador de Missouri, James Reed, y el exprocurador general, James M. Beck, que escribió dos libros típicos de esta época: The Vanishing Rights of the States y Our Wonderland of Bureaucracy.
Pero lo más importante en términos de la depresión fue el nuevo estatismo que los republicanos, siguiendo a la administración Wilson, llevaron al campo vital pero arcano del dinero y la banca. ¿Cuántos estadounidenses saben o les preocupa algo acerca de la banca? Aun así, fue en esta área olvidada pero crucial donde se sembraron las semillas de 1929 y fueron cultivadas por el gobierno estadounidense.
Estados Unidos fue el último gran país en disfrutar, o sufrir, un banco central. Todos los grandes países europeos habían adoptado bancos centrales durante los siglos XVIII y XIX, lo que permitía a los gobiernos controlar y dominar los bancos comerciales, rescatar empresas bancarias cada vez que tenían problemas e inflar el dinero y el crédito de maneras controlados y reguladas por el gobierno. Solo Estados Unidos, como consecuencia de la agitación demócrata durante la época de Jackson, había tenido el valor de extender la doctrina del liberalismo clásico al sistema bancario, separando así al gobierno del dinero y la banca.
Tras deponer el banco central en la década de 1830, Estados Unidos disfrutó de un sistema bancario en libre competencia (y por tanto de una moneda relativamente “fuerte” y no inflada) hasta la Guerra de Secesión. Durante esa catástrofe, los republicanos usaron su dominio de partido único para imponer su programa económico intervencionista. Incluía un arancel proteccionista y concesiones de tierras a ferrocarriles, así como un papel moneda inflacionista y un “sistema bancario nacional” que en la práctica perjudicaba a los bancos ce concesión estatal y abría el camino al posterior banco central.
Estados Unidos adoptó su banco central, el Sistema de la Reserva Federal, en 1913, respaldado por un consenso entre demócratas y republicanos. La virtual nacionalización del sistema bancario no tuvo oposición de lo grandes bancos: de hecho, Wall Street y los demás grandes bancos había buscado activamente ese sistema centralizado durante muchos años. El resultado fue la cartelización de la banca bajo control federal, con el gobierno listo para rescatar bancos en problemas y también dispuesto a inflar el dinero y el crédito en el grado que los bancos consideraran que fuera necesario.
Sin un Sistema de la Reserva Federal en funcionamiento y disponible para inflar la oferta monetaria, Estados Unidos no podría haber financiado su participación en la Primera Guerra Mundial: esa guerra se vio alimentada por grandes déficits públicos y por la creación de nuevo dinero para pagar gastos federales desmedidos.
Hay algo indiscutible: el dirigente autocrático del Sistema de la reserva Federal, desde su comienzo en 1914 a su muerte en 1928, fue Benjamin Strong, un banquero de Nueva York que fue nombrado gobernador del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Strong, constante y repetidamente utilizó su poder para obligar a un aumento inflacionista en el dinero y el crédito bancario en la economía estadounidense, impulsando así los precios más alto de lo que habrían estado y estimulando auges desastrosos en los mercados bursátil e inmobiliario. En 1927, dijo alegremente a un banquero central francés que iba a dar “un pequeño trago de whisky al mercado bursátil”. ¿De qué se trataba? ¿Por qué siguió Strong una política que ahora puede parecer negligente, peligroso y temerariamente despilfarradora?
Una vez el gobierno ha asumido el control absoluto de la maquinaria de creación de dinero en la sociedad, se beneficia (como cualquier otro grupo) usando ese poder. Cualquiera se beneficiaría, al menos a corto plazo, imprimiendo y creando nuevo dinero para su propio uso o para el uso de sus aliados económicos o políticos.
Strong tenía varios motivos para apoyar un auge inflacionista en la década de 1920. Uno era estimular los préstamos extranjeros y las exportaciones. El Partido Republicano estaba comprometido con una política de asociación de gobierno e industria y de subvencionar empresas nacionales y exportadoras. Un arancel proteccionista ayudaba a los productores nacionales ineficientes manteniendo a raya la competencia exterior. Pero si lo extranjeros veían cerrado nuestro mercado, ¿cómo iban a comprar nuestras exportaciones? La administración republicana pensaba que había resuelto este problema estimulando los préstamos estadounidenses a extranjeros para que pudieran comprar nuestros productos.
Un buena solución a corto plazo, pero ¿cómo iban a mantenerse estos préstamos y, más importante, como iban a pagarse? La comunidad bancaria también afrontó la curiosa y en último término contraproducente política de impedir que los extranjeros nos vendieran sus productos y luego prestarles el dinero para que siguieran comprando los nuestros. La política inflacionista de Benjamin Strong significaba dosis repetidas de crédito barato para estimular este préstamo exterior. Debería también advertirse que esta política subvencionaba a los bancos de inversión a la hora de realizar préstamos en el exterior.
Entre las exportaciones estimuladas por el crédito barato y los préstamos extranjeros estaban los productos agrícolas. La agricultura estadounidense, sobreestimulada por las crecidas demandas de las naciones europeas que batallaban durante la Primera Guerra Mundial, fue un sector crónicamente enfermo durante la década de 1920. Se había levantado después de recuperar la paz para encontrar que los precios agrícolas habían caído y que la demanda europea había bajado. Sin embargo, en lugar de ajustarse a la realidad de la posguerra, los granjeros estadounidenses prefirieron organizarse y manifestarse para obligar a contribuyentes y consumidores a mantenerlos al estilo al que se habían acostumbrado durante los prósperos años de “paridad” de la guerra. Una forma del gobierno federal de soportar esa presión política fue estimular los préstamos n el extranjero y así animar las compras extranjeras de productos agrícolas estadounidenses.
El “bloque granjero”, debería señalarse, incluía no solo a granjeros, también había intereses más indirectos y considerablemente menos rurales. El bloque granjero de posguerra consiguió un fuerte apoyo de George N. Peek y el general Hugh S. Johnson; ambos, siendo el último importante en el New Deal, eran jefes de la Moline Plow Company, un gran fabricante de maquinaria agrícola que iba a beneficiarse bien de las subvenciones públicas a los granjeros. Cuando Herbert Hoover, en una de sus primeras acciones como presidente (considerablemente antes del crash) creó el Consejo Agrícola Federal para aumentar los precios agrícolas, nombró jefe de este a Alexander Legge, presidente de International Harvester, el mayor productor nacional de maquinaria agrícola. Esa era la devoción republicana por el “laissez faire”.
Pero un motivo más indirecto y definitivamente más importante para las políticas de crédito inflacionistas de Benjamin Strong en la década de 1920 fue su opinión de que era vital “ayudar a Inglaterra”, incluso a costa de los Estados Unidos. Así, en la primavera de 1928, su ayudante señalaba la incomodidad de Strong por el clamor público estadounidense contra los “excesos especulativos” de la bolsa.
La gente no se daba cuenta, pensaba Strong, de que “estamos pagando ahora a multa por la decisión a la que se llegó ya en 1924 de ayudar al resto del mundo a volver a una base financiera y monetaria sólida”. Una declaración impecable, dado que aclara algunos eufemismos. Pues la “decisión” la tomó Strong en privado, sin el conocimiento o participación del pueblo estadounidense: la decisión fue inflar la moneda y el crédito y se hizo no para ayudar al “resto del mundo”, sino para ayudar a sostener los políticas británicas insensatas e inflacionistas.
Antes de la Guerra Mundial, todas las grandes naciones seguían el patrón oro, lo que significaba que las diversas divisas (el dólar, la libra, el marco, el franco, etc.) eran redimibles en pesos fijos de oro. Este requisito del oro aseguraba que los gobiernos estaban limitados en la cantidad de pagarés que podían imprimir y poner en circulación, ya sea gastando para financiar déficits públicos o prestando a grupos económicos o políticos favorecidos. Consecuentemente, la inflación se había mantenido bajo control a lo largo del siglo XIX cuando estuvo en vigor este sistema.
Pero la guerra mundial interrumpió todo eso, igual que destruyó tantos otros aspectos de la política liberal clásica. Las grandes potencias bélicas gastaron enormemente en la guerra, creando nuevo dinero a paletadas para pagar los gastos. La inflación fue consiguientemente rampante durante y después de la Primera Guerra Mundial u, como había muchas más libras, marcos y francos en circulación de los que podían redimirse en oro, los países en guerra se vieron obligados a abandonar el patrón oro y volver a divisas en papel; todos, claro, menos Estados Unidos, que se vio envuelto en la guerra durante un plazo relativamente corto y pudo por tanto permitirse permanecer en el patrón oro.
Después de la guerra, las naciones afrontaban una falta mundial de divisa, como una inflación desbocada y tipos de cambio cayendo caóticamente. ¿Qué se podía hacer? Había un consenso general sobre la necesidad de volver al oro y así eliminar la inflación y los tipos de cambio en frenética fluctuación. ¿Pero cómo volver? Es decir, ¿cuáles deberían ser las relaciones entre el oro y las diversas divisas?
En concreto, Gran Bretaña había sido el centro financiero mundial durante un siglo antes de la guerra y la libra británica y el dólar estaban todos fijados entonces en términos de oro, de forma que la libra siempre valiera 4,86$. Pero durante y después de la guerra, la libra se infló relativamente mucho más que el dólar y por tanto había caído a aproximadamente 3,50$ en el mercado de moneda extranjera. Pero Gran Bretaña fue inflexible en volver a la libra, no al nivel realista de 3,50$, sino en su lugar a la antigua paridad anterior a la guerra de 4,86$.
¿Por qué la terca insistencia en volver al oro a la obsoleta paridad anterior a la guerra? Parte de las razones fueron una concentración terca e insensata en salvar la cara y el honor británico, en demostrar que el viejo león era igual de fuerte y duro como antes de la contienda. En parte fue una astuta comprensión por parte de los banqueros británicos de que si la libra se devaluara respecto de los niveles prebélicos Inglaterra perdería su preeminencia financiera, quizá a favor de Estados Unidos, que había sido capaz de mantener su estatus en el oro.
Así que, bajo el embrujo de sus banqueros, Inglaterra tomo la nefasta decisión de volver al oro a 4,86$. Pero esto significaba que las exportaciones de Gran Bretaña se hacían ahora artificialmente caras y sus importaciones más baratas y, como Inglaterra vivía de vender carbón, textiles y otros productos, al tiempo que importaba alimentos, la depresión crónica resultante en sus sectores exportadores tendría graves consecuencias para la economía británica. El desempleo permaneció alto en Gran Bretaña, especialmente en sus sectores exportadores, a lo largo del auge de la década de 1920.
Para hacer viable esto salto atrás a 4,86$, Gran Bretaña tenía que deflacionar su economía para producir precios y salarios más bajos y hacer sus exportaciones de nuevo baratas en el extranjero. Pero no estaba dispuesta a devaluar, ya que eso habría significado una fuerte confrontación con los entonces poderosos sindicatos británicos. Desde la imposición de un extenso sistema de seguro de desempleo, los salarios en Gran Bretaña ya no eran flexibles a la baja, como lo habían sido antes de la guerra. De hecho, el lugar de disminuir, el gobierno británico quería tener la libertad de mantener la inflación, para que aumentaran los precios, eludir los niveles salariales sindicales y asegurar crédito barato a las empresas.
La autoridades británicas se habían cavado su propia fosa: Insistían en demasiado axiomas. Uno era volver al oro a la vieja paridad anterior a la guerra de 4,86$. Esto habría hecho necesaria la deflación, pero un segundo axioma era que los británicos continuarían buscando tener crédito barato y una política inflacionista en lugar de deflación. ¿Cómo cuadrar el círculo? Los que intentaron los británicos fue presionar políticamente y retorcer brazos a otros países, tratar de inducirles u obligarles a inflar también. Si otros países inflaran también, la libra permanecería estable en relación con otras divisas, Gran Bretaña no seguiría perdiendo oro ante otras naciones, que ponían en peligro su propia estructura monetaria chapucera.
La presión de Gran Bretaña tuvo notable éxito sobre los países derrotados y los nuevos y pequeños. Utilizando su dominio en la Sociedad de naciones y especialmente en su comité financiero, los británicos forzaron a un país tras otro no solo a volver al oro, sino a hacerlo a tasas sobrevaloradas, poniendo así en peligro la exportaciones de esas naciones y estimulando las importaciones desde Gran Bretaña. Y los británicos también despistaron a estos países para que adoptaran una nueva forma de patrón oro “cambio”, en la que mantenían sus reservas no en oro como antes, sino en cuentas en libras esterlinas en Londres.
De esta forma los británicos podían continuar inflando y la libras, en lugar de ser cambiadas por oro, eran usadas por otros países como reservas sobre las que acumular su propia inflación en papel. La única resistencia obstinada al nuevo orden provenía de Francia, que tenía una política de moneda fuerte a finales de la década de 1920. Fue la resistencia francesa al nuevo orden monetario británico la que fue definitivamente fatal para el castillo de naipes que los británicos trataban de construir en la década de 1920.
Estados Unidos estaba en una situación completamente distinta. Gran Bretaña no podía obligarles a inflar para salvar su descabellada libra, pero podía convencer y persuadir. En particular, tuvo un fiel aliado en Benjamin Strong, en quien siempre podía confiarse como servidor dispuesto de los intereses británicos. Aceptando repetidamente inflar el dólar a petición británica, Benjamin Strong se ganó los aplausos de la prensa financiera británica como el mejor amigo de la gran Bretaña desde el embajador Walter Hines Page, que había desempeñado un papel clave en inducir a Estados Unidos a entrar en la guerra en el bando británico.
¿Por qué lo hacía Strong? Sabemos que forjó una íntima amistad con el autócrata financiero Montagu Norman, durante mucho tiempo jefe del Banco de Inglaterra. Norman haría visitas secretas a Estados Unidos, alojándose en un centro turístico de Saratoga Springs bajo nombre ficticio y Strong se reuniría con él el fin de semana, también de incógnito, para acordar algún otro golpe inflacionista de whisky al mercado.
Indudablemente esta relación Strong–Norman fue crucial, pero ¿cuál era su naturaleza básica? Algunos escritores han especulado improbablemente sobre una relación homosexual para explicar el por otra parte misterioso servilismo de Strong a los deseos de Norman. Pero había otra relación, más concreta y demostrable, que unía estos dos autócratas financieros.
La relación afectaba a los intereses bancarios de los Morgan. Benjamin Strong había vivido siempre en el ámbito de los Morgan. Antes de ser nombrado jefe de la reserva Federal, Strong había sido ascendido a jefe de la Bankers Trust Company, una criatura del banco Morgan. Cuando se le ofreció ser jefe de la Fed, fue convencido para aceptar el trabajo por dos de sus mejores amigos, Henry P. Davison y Dwight Morrow, ambos socios de J.P. Morgan & Co.
El Sistema de la Reserva Federal llegó justo a tiempo para los Morgan. Se necesitaba financiar la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Una participación apoyada firmemente por los Morgan, que desempeñaron un papel importante en llevar a la guerra a la administración Wilson. Los Morgan, con fuertes inversiones en ferrocarriles, habían llegado tarde al auge en los valores industriales que se produjo al principio del siglo. Consecuentemente, mucha de su posición en la banca de inversión estaba siendo erosionada por Kuhn, Loeb & Co., que habían sido más rápidos en la inversión en valores industriales.
La Primera Guerra Mundial significaba un auge o un colapso económico para los Morgan. La Casa Morgan era el agente fiscal para el Banco de Inglaterra: tuvo la concesión de la suscripción de seguro para todas las ventas de bonos británicos y franceses en Estados Unidos durante la guerra y ayudó a financiar ventas de armas y municiones de EEUU a Gran Bretaña y Francia. La Casa Morgan tenía grandes inversiones en una victoria anglo-francesa y una derrota austro-germana. Kuhn, Loeb, por el contrario, eran proalemanes y por tanto estaban más ligados al destino de las Potencias Centrales.
El pegamento entre Strong y Norman era la conexión Morgan. No solo estaba la Casa Morgan íntimamente envuelta en las finanzas británicas, sino que el propio Norman (así como su abuelo) en tiempos anteriores había trabajado en Nueva york para la poderosa empresa bancaria de inversión Brown Brothers, y por tanto había desarrollado lazos personales íntimos con la comunidad bancaria neoyorquina. Para Benjamin Strong, ayudar a Gran Bretaña suponía ayudar a la Casa Morgan a apuntalar la estructura monetaria internamente contradictoria que había construido para el mundo de posguerra.
El resultado fue crédito inflacionista, un auge especulativo que no podía durar y el Gran Crash cuyo 50 aniversario recordamos este año. Después de la muerte de Strong a finales de 1928, las nuevas autoridades de la Reserva Federal, aunque confundidas en muchos asuntos, ya no fueron servidores fieles de Gran Bretaña y los Morgan. La política deliberada y constante de inflación llegó a su fin y pronto llegó una depresión correctiva.
Hay dos misterios acerca de la Gran Depresión, misterios que tienen os soluciones distintas y claras. Uno es ¿por qué el crash? ¿Por qué el crash repentino y la depresión en medio de un auge y una prosperidad aparentemente permanente? Hemos visto la respuesta: expansión del crédito inflacionista impulsada por el Sistema de la Reserva Federal al servicio de diversos motivos, incluyendo ayudar a Gran Bretaña y a la Casa Morgan.
Pero hay otro problema vital y muy distinto. Tras el crash, ¿por qué la recuperación duró tanto? Normalmente, cuando se produce un crash o un pánico financiero, la depresión económica y financiera, ya sea suave o severa, desaparece en unos pocos meses o un año o dos como mucho. Después de eso, habrá llegado la recuperación económica. La diferencia crucial entre depresiones anteriores y la de 1929 fue que el crash de 1929 se convirtió en crónico y aparentaba ser permanente.
Lo que pocas veces se tiene en cuenta es que las depresiones, a pesar de su evidente dureza para muchos, realizan una función correctiva importante. Sirven para eliminar las distorsiones introducidas en la economía por un auge inflacionista. Cuando termina el auge quedan claras las muchas distorsiones que han entrado en el sistema: precios y salarios se han puesto demasiado altos y han tenido lugar muchas inversiones insensatas, particularmente en los sectores de bienes de capital.
La recesión o depresión sirve para rebajar los precios hinchados y liquidar las inversiones insensatas e ineconómicas, dirige los recursos hacia aquellas áreas y sectores que atienden más eficazmente las demandas de los consumidores (y a las que no se les permitía hacerlo durante el auge artificial). Los trabajadores previamente dirigidos erróneamente hacia producción ineconómica, inestable en el mejor de los casos, al irse corrigiendo la economía, acabarán en empleos más seguros y productivos.
Se debe permitir que la recesión haga su trabajo de liquidación y restauración tan rápido como sea posible, de forma que se pueda permitir a la economía recuperarse del auge y la depresión y vuelva a una base sana. Antes de 1929, esta política permisiva fue precisamente la que siguieron todos los gobiernos de EEUU y por tanto las depresiones, aunque agudas, desaparecían después de un año aproximadamente.
Pero cuando se produjo el Gran Crash, Estados Unidos acababa de elegir a un nuevo tipo de presidente. Hasta la pasada década, los historiadores han considerado a Herbert Clark Hoover como el último de los presidentes del laissez faire. Por el contrario fue el primer new dealer.
Hoover tenía un aura bipartidista y fue fiel a la cartelización corporativa bajo la tutela del gran gobierno; de hecho, creó el programa de apoyo a los precios agrícolas del New Deal. Su New Deal se centraba concretamente en su programa para luchar contra las depresiones. Antes de asumir el cargo, Hoover decidió que si se producía una depresión durante su mandato, usaría los poderes masivos del gobierno federal para combatirla. Nunca más el gobierno, como en el pasado, seguiría una política permisiva.
Como recordaba el propio Hoover el crash y sus consecuencias:
La cuestión principal que se planteó de inmediato respecto fue si el presidente y el gobierno federal deberían asumir investigar y remediar los males. (…) Ningún presidente antes había creído que hubiera una responsabilidad del gobierno en esos casos. (…) Los presidentes habían mantenido incondicionalmente que el gobierno federal estaba aparte de esas erupciones (…) por tanto, teníamos que ser pioneros en un nuevo campo.
En su discurso de aceptación de la renominación presidencial en 1932, Herbert Hoover lo resumía:
Podríamos no haber hecho nada. (…) Por el contrario, afrontamos la situación con propuestas para empresas privadas y para el Congreso del programa más gigantesco de defensa y contraataque económico nunca desarrollado en la historia de la República. Lo pusimos en marcha. (…) Ningún gobierno en Washington ha considerado hasta ahora que tuviera una responsabilidad tan amplia de liderazgo en esos momentos.
El programa masivo de Hoover era en realidad característico del New Deal: acción vigorosa para mantener altos tipos y precios, para expandir obras públicas y déficits públicos, para prestar dinero negocios a punto de quebrar y mantenerlos a flote y para inflar la oferta de dinero y crédito para tratar de estimular el poder adquisitivo y la recuperación. Herbert Hoover durante la década de 1920 había sido pionero de la idea protokeynesiana de que eran necesarios salarios altos para garantizar suficiente poder adquisitivo y una economía sana. La idea le llevó a aumentar artificialmente los salarios (y consecuentemente a agravar el problema del desempleo) durante la depresión.
Tan pronto como se desplomó la bolsa, Hoover convocó a los principales industriales del país para una serie de conferencias en la Casa Blanca en las que los forzó con éxito, bajo la amenaza de acciones coactivas del gobierno, a aumentar los salarios (y por tanto causando un desempleo masivo) mientras que los precios caían abruptamente. Después del mandato de Hoover, Franklin D. Roosevelt simplemente continuó y expandió las políticas de Hoover en todos los ámbitos, añadiendo considerablemente más coacción en el camino. Entre ellos, los dos presidentes del New Deal lograron la hazaña sin precedentes de hacer que la depresión durara una década, hasta que salimos de ella con nuestra entrada en la Segunda Guerra Mundial.
Si Benjamin Strong nos llevó a una depresión y Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt nos mantuvieron en ella, ¿cuál fue el papel en todo esto de los economistas de la nación, guardianes de nuestra salud económica? De forma poco sorprendente, la mayoría de los economistas, durante la depresión y desde entonces, han sido mucho más parte del problema que de la solución. Durante la década de 1920, los economistas establecidos, liderados por el profesor Irving Fisher de Yale, alababan la década de 1920 como el inicio de la “nueva era”, en la que el Sistema de la Reserva Federal aseguraría permanentemente precios estables, evitando auges o declives.
Por desgracia, los seguidores de Fisher, en su búsqueda de la estabilidad, no se dieron cuenta de que la tendencia de los mercados libres y no intervenidos es siempre hacia precios más bajos al aumentar la productividad y desarrollarse mercados masivos para productos concretos. Mantener estable el nivel de precios en una época de aumento en la productividad, como en la década de 1920, requiere una expansión artificial masiva del dinero y el crédito. Centrándose solo en los precios al por mayor, Strong y los economistas de la década de 1920 estaban dispuestos a engendrar auges artificiales en inmuebles y acciones, así como malas inversiones en bienes de capital, siempre que el nivel de precios al por mayor permaneciera constante.
Como consecuencia, Irving Fisher y los principales economistas de la década de 1920 no advirtieron que estaba teniendo lugar un peligroso auge inflacionista. Cuando llegó el crash, Fisher y sus discípulos de la Escuela de Chicago volvieron a atribuirlo al culpable equivocado. En lugar de darse cuenta de que el proceso de depresión debía dejarse en paz para que se resolviera por sí mismo los más rápidamente posible, Fisher y sus colegas echaron la culpa a la deflación después del crash y reclamaron una reinflación (o “reflación”) volviendo a los niveles de 1929.
De esta manera, incluso antes de Keynes, los principales economistas del momento no vieron el problema de la inflación y el crédito barato y reclamaron políticas que solo prolongaron la depresión y la empeoraron. Después de todo el keynesianismo no brotó con todo su esplendor con la Teoría general de Keynes en 1936.
Seguimos siguiendo las políticas de la década de 1920 que acabó en desastre. La Reserva Federal sigue inflando la oferta monetaria y la infla aún más con la más mínima pista de que se inicie una recesión. La Fed sigue tratando de alimentar un auge perpetuo mientras evita una corrección por un lado o una buena dosis de inflación por el otro.
En un sentido las cosas han empeorado. Pues mientras que los economistas de la moneda de fuerte de las décadas de 1920 y 1930 deseaban mantener y reforzar el patrón oro, los monetaristas de la “moneda fuerte” de hoy desdeñan el oro, están contentos de basarse en el papel moneda y creen que han sido muy valerosos por proponer no acabar completamente con la inflación monetaria, sino limitar esa expansión a una cantidad supuestamente fija.
Los que ignoran las lecciones de la historia están condenados a repetirla, excepto que ahora, con el oro abandonado y cada nación siendo capaz de imprimir moneda a voluntad, es probable que acabemos, no con una repetición de 1929, sino con algo mucho peor: el holocausto de la inflación desatada que asoló Alemania en 1923 y muchos otros países durante la Segunda Guerra Mundial. Para evitar esa catástrofe debemos tener la resolución y la voluntad de cesar la expansión inflacionista del crédito y obligar al Sistema de la Reserva Federal a dejar de comprar activos y por tanto dejar su generación continua de inflación crónica y acelerada.
Publicado originalmente el 25 de agosto de 2015. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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