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domingo, 13 de septiembre de 2015

¡Es la deuda, imbécil!

Aunque son muchos y muy complejos los elementos detrás de ambas crisis y aislar el origen en uno de dichos elementos no es más que una infantil nimiedad, uno de los principales factores es la deuda



Foto: Portesta antiausteridad en Grecia. (EFE)
Portesta antiausteridad en Grecia. (EFE)

Siendo Napoleón primer cónsul de Francia, un ministro se adentró en su despacho a altas horas de la noche. Entre la oscuridad que sumía el despacho el ministro intentó sorprender al corso: “¿Cuál es el sentido de la vida?” Napoleón respondió: “la política, imbécil, la política”.
Esta frase ha sido adaptada muchas veces, en especial refiriéndose a la economía en la política de los EEUU.
Hoy, ocho años después del inicio de la crisis, contemplo cómo poco a poco Occidente empieza a dejarla definitivamente atrás. Otras muy preocupantes y emergentes crisis se ciernen y están estallando con toda su potencia. Con todo, y aunque discurramos en el futuro sobre ambos efectos (la salida de Occidente de la crisis y el impacto de la crisis emergente) ahora corresponde echar la vista atrás, entender alguno de los factores que unen a ambas crisis (la occidental y la emergente) y tratar de plantear ideas de mejora para el futuro.
Aunque son muchos y muy complejos los elementos detrás de ambas crisis, y de ahí se deduce que el aislar el origen en uno de dichos elementos o en uno de los decisores como “culpables” no es más que una infantil nimiedad, hoy me gustaría aislar uno de los principales factores: la deuda.
El exceso de deuda es, sin duda, una de las variables que ha provocado ambas crisis. Ya no importa si la deuda es privada o pública, porque la crisis nos ha mostrado cómo rápidamente una deviene en la otra. Sabemos que un exceso de endeudamiento acaba explicando burbujas de precios de activos, crisis bancarias y recesiones económicas que, asociadas a las crisis financieras, provocan crisis mucho más duraderas que aquellas en las que no confluyen ambos elementos (contracción económica y crisis financiera).
Ya no importa si la deuda es privada o pública, porque la crisis nos ha mostrado cómo rápidamente una deviene en la otra
El motivo es que en los años malos se puede originar crédito de calidad a precios atractivos y, sin embargo, se realiza lo contrario; y en los años “buenos”, aunque se debería ser muy selectivo originando crédito a precios bajos, debido al exceso de confianza, se acaba prestando a todo el mundo a precios malos. Y ahí se gestan las crisis financieras. Ésta es la formulación de la hipótesis de inestabilidad financiera de Minsky. Si ante una pequeña crisis económica se prestara más se minoraría su efecto, y viceversa. Sin embargo, ocurre lo contrario, lo que amplifica enormemente los efectos de las crisis, dejando enormes secuelas de deuda y desempleo.
Además, conocemos que aquellos países que incurren en deudas soberanas que superan el 100% del PIB acaban pagándolo con menor crecimiento que cuando los países acumulan endeudamientos totales (deuda privada y pública) entre el 250% y el 300% el riesgo de recesión es substancial, y que cuando los países inyectan excesivo crédito en poco años acaba provocando burbujas de activos que devienen en crisis financieras y económicas confluyentes, germen de una gran recesión.

Perverso incentivo de la deuda

De aquí se deduce que los incentivos al endeudamiento deberían ser limitados; el Estado no debe propiciar una alocada carrera hacia la deuda, ya que aunque en el corto plazo se genera un falso efecto de bonanza, a la larga las consecuencias son devastadoras. Sin embargo, desde hace muchos años el Estado incentiva a empresas a endeudarse a través de un infernal mecanismo: la deducibilidad de los intereses de la deuda. Así, si una empresa financia una fábrica con fondos propios (actuación más prudente) su coste asociado (dividendos y beneficios retenidos) no generan ningún blindaje fiscal (minoración de los impuestos) en tanto que si se financia con deuda sí se consigue (los intereses de la deuda reducen los impuestos a pagar). 
Esto provoca que el mundo empresarial acabe abusando de la deuda como instrumento de financiación, como se ha visto repetidamente en muchos países. El resultado no puede ser más desolador… ante contracciones del ciclo económico quiebran más empresas de las que deberían, se generan más crisis bancarias, y el Estado acaba indirectamente asumiendo la parte relevante de la deuda privada que acaba siendo insolvente. El resultado es más desempleo y una enorme factura que habrán de pagar las siguientes generaciones.
Una primera solución para prevenir esto a futuro radica en acabar con la asimetría de la deuda frente a los fondos propios, esto es, acabar con la deducibilidad fiscal de los intereses, de forma que las empresas decidan más racionalmente una prudente mezcla entre fondos propios y fondos ajenos. Esto evitaría el perverso incentivo hacia la deuda que al final todos acabamos pagando. Esta idea viene siendo ampliamente debatida desde hace unos años, se aplica ya en algún país que ha sufrido los efectos de las crisis de deuda, se ha introducido muy parcialmente en España, y figura en el programa de algún cívico partido político.
Ya escribí hace tiempo cómo el padre de la Historia, Heródoto, nos dejó en el siglo V antes de Cristo un formidable legado sobre cómo la nobleza persa educaba a sus hijos. Dos máximas, primera, nunca mentir. Segunda, nunca incurrir en deudas, porque el que incurre en deudas, acaba mintiendo.
Si muchos de nosotros hubiéramos leído a tiempo a Heródoto hubiéramos evitado muchas tragedias griegas, pero hoy al menos tenemos herramientas para prevenir excesos de deuda y sus mentiras asociadas: acabar con la deducibilidad fiscal de los intereses de la deuda.

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