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martes, 12 de mayo de 2015

Eficiencia privada: no es eso, Carmena

Si Carmena cree que las empresas públicas pueden ser mejores que las privadas, que lo demuestre exponiéndolas a la libre competencia del mercado.

 

Sentencia la candidata ahorapodemita Manuela Carmena que "eso de que la empresa privada es más eficaz es un mito". Uno desconoce los fundamentos de hecho que llevaron a la exmagistrada a proferir semejante auto de fe, pero conviene aclarar dos extremos que acaso la hayan conducido a caer en un mayúsculo error de juicio.
 
En primer lugar, de la empresa privada no suele predicarse la superior eficacia, sino la superior eficiencia. Eficacia se refiere tan sólo a cumplir con el objetivo marcado, mientras que eficiencia implica cumplirlo al menor coste posible. En un mundo donde los recursos son escasos, el mérito no es tanto ser eficaz como ser eficiente: uno puede ser eficaz con gigantescos despilfarros de los recursos escasos; es decir, puede ser eficaz en un objetivo a costa de impedir que se satisfagan otros (dados los masivos despilfarros).
 
Ahora bien, lo importante ni siquiera es que una empresa sea eficiente (a saber: ¿cómo puedo lograr el objetivo X al menor coste posible?), sino que los objetivos que pretenda lograr se hallen permeados por consideraciones de eficiencia (¿debo lograr el objetivo X si el mínimo coste para conseguirlo es Y? Por ejemplo, un sistema educativo será eficiente a la hora de cumplir con el objetivo de que todos los alumnos aprendan sánscrito siempre que lo haga al menor coste posible; pero la cuestión verdaderamente relevante no es ésa, sino la de si el valor añadido de que todos los niños aprendan sánscrito supera esos costes mínimos y si, en caso de que no lo sea, existen razones para pensar que tan ruinosa actividad no será emprendida.
 
En el caso de la empresa sometida a los principios de un mercado libre, sí existen razones para pensarlo: si el coste que el cliente debe abonar por un servicio (aun cuando sea el menor coste posible) resulta superior a la utilidad que obtiene de ese servicio, la empresa fracasará. Por el contrario, en el caso de una empresa privilegiada por el Estado no existe razón alguna para prever que eso vaya a ser así: dado que la financiación de la empresa le es impuesta al cliente –vía impuestos–, nada garantiza que, aun cuando el cliente esté pagando un precio superior a la satisfacción que deriva del producto, ese producto deje de ser ofertado por la compañía ruinosa.
 
Nos topamos así con el segundo problema básico de la aseveración de Carmena: lo verdaderamente eficiente no es tanto que la empresa sea pública o privada, sino el sistema económico-institucional dentro del que se incardine. Sería descabellado sugerir que los gestores que administran una empresa privada son intrínsecamente más inteligentes o bondadosos que quienes gestionan una empresa pública, cuando en ocasiones pueden ser los mismos en distintos momentos del tiempo. No, lo verdaderamente eficiente no es el tipo de empresa, sino el marco institucional: a saber, si las decisiones empresariales se toman dentro de un marco de libre competencia o en uno de planificación burocráticamente centralizada.
 
En un marco de libre competencia es el cliente quien escoge en cada momento cuál de todas las distintas propuestas empresariales se alinea de un mejor modo con sus preferencias. Dado que nadie está coaccionado a seguir pagando los precios de aquellas compañías que no satisfacen sus necesidades, solo sobreviven las que persistentemente se ajustan a sus demandas. Es más, en un entorno de libre competencia, si alguna persona desarrolla una idea empresarial superior a todas las demás existentes, podrá entrar en el mercado, ganarse el favor de los usuarios y, en consecuencia, barrer a sus rivales. El hecho de que unas empresas quiebren y otras medren pone de manifiesto que no todas fueron eficientes en origen: la prueba y el error va ligado a un sistema orientado a descubrir cómo colmar de manera eficiente las preferencias de las personas.
 
En un marco de planificación burocráticamente centralizada, es el político –y los grupos de presión que lo rodean– quien escoge en cada momento cuál de todas las distintas propuestas empresariales ha de ser costeada por el ciudadano en calidad de contribuyente. Dado que todos estamos condenados a seguir financiando aquellas compañías que seleccionen los políticos, aun cuando no satisfagan nuestras necesidades, las empresas más ruinosas pueden mantenerse a flote parasitando a los consumidores que querrían dejar de serlo. Todavía peor: en algunos casos, la empresa alimentada por nuestros impuestos puede ser doblemente favorecida por el Estado al prohibir que cualquier otro empresario compita con ella (como quiere hacer el socialista Gabilondo con las universidades). De este modo, no sólo el cliente debe financiarla aun cuando no quiera usarla, sino que se ve privado de recurrir a otros proveedores incluso estando dispuesto a pagar dos veces por el mismo servicio. El hecho de que, en el marco estatal, las empresas puedan no quebrar jamás pone de manifiesto que el error, lejos de ser rectificado en cuanto se detecta, o bien no se detecta o bien no se rectifica: es decir, que los errores pueden acumularse expansivamente en los modos de gestión burocráticamente centralizadores.
 
Como es obvio, un marco institucional que permite que cada persona rechace a aquellos proveedores que no se adaptan a sus necesidades y que, a su vez, habilita a que cualquier individuo que crea poseer una mejor idea sobre cómo satisfacer las necesidades de las personas la implemente en competencia con el resto de proveedores establecidos constituye un sistema preferible a otro donde el consumidor insatisfecho no puede disociarse de su pésimo proveedor y donde, para más inri, nadie más puede plantear alternativas al monopolio constituido.
 
Nótese que la superior eficiencia dinámica se predica del marco institucional, no de la naturaleza jurídica de la empresa. Una compañía privada hipersubvencionada y protegida por el Estado de la competencia será una empresa peor que otra compañía pública que no reciba fondos del presupuesto estatal y que esté sometida a la competencia del mercado (sería el caso, por ejemplo, de la mayoría de compañías estatales de Singapur). Lo relevante, pues, es el marco económico-institucional: cuáles son los incentivos y los mecanismos de realimentación a los que está sometida cada unidad empresarial.
 
Así, si Carmena cree que las empresas públicas pueden ser mejores que las privadas, que lo demuestre: que las exponga a la competencia de un mercado libre sin privilegios o tratos de favor; esto es, sin transferencias de capital sufragadas forzosamente por los contribuyentes y sin restricciones a la entrada de nuevos operadores. Si no acepta el envite, si considera que inexorablemente toda empresa pública ha de ir ligada a las prebendas anteriores, entonces es que tal vez sus servicios estatales no satisfagan las necesidades de los ciudadanos tan eficientemente como sus potenciales rivales privados. Demuestre su auto de fe devolviéndole a cada madrileño la libertad de elegir.
 

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