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miércoles, 17 de febrero de 2016

¿Qué produjo la Revolución Francesa?








No importa lo mucho que crezca la economía estadounidense durante la próxima década, el gobierno tendrá serios problemas para financiar los crecientes pasivos, el mayor gasto educativo y las guerra en marcha en Oriente Medio, mientras mantiene su presencia su papel de policía militar global en todas partes. No importa cómo se ajusten las cifras, es inminente una crisis y los estadounidenses están condenados a ver caer su nivel de vida y colapsar su imperio global.


Ha ocurrido antes. Pensemos en el acontecimiento seminal y catastrófico que inició la época de la política de masas, el centralismo burocrático y el estado ideológico: la Revolución Francesa. Es un acontecimiento grande y complejo digno de un Gibbon, pero pudo no haberse producido nunca en absoluto si la monarquía francesa hubiera equilibrado su presupuesto.


Aunque las causas de la Revolución son muchas, la causa de la crisis que produjo la Revolución no lo es. Fue la crisis fiscal y crediticia que debilitó tanto la autoridad y confianza de la monarquía que pensó que tenía que convocar una asamblea política caduca antes de haber desarrollado de manera segura un programa exitoso de reforma constitucional liberal y libre mercado. Sería como si el gobierno federal estadounidense convocara una convención constitucional con una agenda abierta y esperase que todo fuera como la seda. Los Estados Generales duraron poco menos de un mes antes de que los líderes del Tercer Estado (burguesía, artesanos y campesinos) los transformaran en una Asamblea Nacional y tomaran el poder político de la monarquía. La Revolución estaba en marcha.
Los historiadores revisionistas han puesto en duda la interpretación habitual de la Francia pre-revolucionaria como un país con una economía estancada, un campesinado oprimido, una burguesía encadenada y una estructura política arcaica. En Citizens (1989), Simon Schama describe a Francia bajo Luis XVI como una nación modernizándose rápidamente con una nobleza de empresarios, una monarquía preocupada por la reforma, una incipiente industrialización, un creciente comercio, progreso científico e intendentes (administradores reales en las provincias) enérgicos.


Además, Montesquieu estaba de moda: la constitución mixta inglesa era el centro de atención de la reforma política y la filosofía política de la fisiocracia, con su creencia en la ley económica y la defensa del laissez faire, había desacreditado los dogmas del mercantilismo de estado.


En 1774, Luis XVI nombraba a Jacques Turgot, un fisiócrata, como Interventor General de Finanzas. Turgot creía que subsidios, regulaciones y aranceles estaban obstaculizando la productividad y la empresa en Francia. Acabad con ellos, aconsejaba al rey y las empresas florecerán y los ingresos del estado aumentarán. Propuso un ambicioso programa de reforma que inducía a echar abajo barreras fronterizas internas, levntar los controles de precios en el grano, abolir los gremios y la corvee (trabajo obligatorio) y entregar el poder político a asambleas provinciales de nueva creación (de las que estableció dos de ellas). Turgot buscaba una Francia federada, con una serie de cuerpos electos que se extendían de las villas a lo largos de las provincias hasta cierta forma de asamblea nacional.
No es sorprendente que hubiera oposición tanto aristocrática como popular a estas reformas, lo que realmente las condenó fue la oposición constante a la intervención francesa en la Guerra de Independencia de Estados Unidos. Muchos aún se dolían por la humillante y catastrófica derrota sufrida por Francia en la Guerra de los Siete Años (1756-1763). El país había perdido sus posesiones en Norteamérica (Quebec, Luisiana) y toda la India Francesa, excepto dos estaciones comerciales. El ministro de exteriores (Vergennes) calculaba que ayudando a los americanos a conseguir su independencia podía debilitar al Imperio Británico, conseguir una revancha y restaurar la posición previa de Francia como una de las dos superpotencias del mundo.





Turgot argumentaba sagazmente que otra guerra con Inglaterra haría descarrilar su programa de reformas, quebrar el estado e, incluso si tenía éxito, haría poco por debilitar el poder británico. “El primer disparo llevará al estado a la bancarrota”, advirtió al rey. No le valió de nada. La política de potencia internacional y las consideraciones de prestigio nacional se impusieron a la reforma interior y el rey le destituyó en mayo de 1776. Resultó tener razón en las tres cosas.


Los franceses empezaron a suministrar en secreto material de guerra a los colonos rebeldes en 1777 y en 1778 firmaron un tratado de alianza con los americanos. A lo largo de la guerra, proporcionaron préstamos en moneda fuerte y suscribieron otros para la compra de suministros en Europa. En 1780 desembarcaron un ejército de 5.000 hombres en Rhode Island. En 1781 la armada francesa sitió al ejército de Lord Cornwallis en Yorktown.


El sucesor de Turgot, Jacques Necker, un banquero suizo, financió estos gastos casi completamente a través de préstamos. Aunque tuvo éxito, la intervención de Francia costó 1.300 millones de livres y casi dobló su deuda nacional. Schama escribe: “Ningún estado con pretensiones imperiales, de hecho ha subordinado nunca lo que considera intereses militares irreductibles a las consideraciones de un presupuesto equilibrado. Y como los defensores de la fuerza militar en los Estados Unidos del siglo XX”, los imperialistas “en la Francia del siglo XVIII apuntaban a la vasta demografía y reservas económicas del país y a una economía floreciente para soportar la carga”. Más aún, afirmaban que las prosperidad estaba “supeditada a dichos gastos militares, tanto directamente en bases navales como Brest y Toulon, como indirectamente en la protección que daban al sector en más rápida expansión en la economía. Plus ca change, plus c’est la meme chose.


Necker no era ni un despilfarrador financiero ni un ultrarrealista. Estaba simplemente financiando una guerra que el gobierno consideraba que era de interés nacional. Durante el conflicto, rebajó los gastos reales en el interior, eliminó muchas sinecuras, publicó un presupuesto nacional en 1781 y propuso la formación de una tercera asamblea provincial. Sin embargo, cuando su solicitud de unirse al consejo real (como protestante, no podía formar parte de él) fue rechazada, dimitió. Su sucesor inmediato, Joly de Fleury, restauró muchos de los negociados que había eliminado.


Tras el retorno de la paz con la firma del Tratado de París (1783), la monarquía tuvo otra oportunidad para instituir reformas económicas, financieras y políticas, pero la desperdició. Igual que la primera administración Bush tras la Guerra fría, no habría ningún dividendo por la paz. El gobierno estaba decidido a explotar el vacío creado por la derrota británica para restaurar el poder imperial francés. Su estrategia global era mantener un ejército permanente de 150.000 hombres para defender las fronteras y conservar el equilibrio de poder en el continente, al tiempo que construía una armada transoceánica capaz de desafiar a los británicos en todos los océanos del mundo. Es más, el nuevo Interventor General, Calonne, no hizo ningún esfuerzo por restringir el gasto doméstico o cortesano. El resultado fue un desbocamiento del gasto en tiempo de paz, déficits presupuestarios crónicos y la suma de 700 millones de livres a la deuda nacional. En 1788, solo el pago de la deuda absorbería el 50% de los ingresos anuales. Eran cañones y mantequilla, al estilo francés. Hoy lo saboreamos al estilo de Texas.



En unos pocos años, Calonne afrontaba una inminente catástrofe fiscal. El déficit anual en 1786 se preveía que sería de 112 millones de livres y los préstamos de guerra americanos empezarían a vencer al año siguiente. La acción resultaba imperativa. Era tal el poder de las ideas liberales y federalistas en Francia que Calonne acudió al fisiócrata Dupont de Nemours, un antiguo socio de Turgot, para que le aconsejara. Entretanto, con su bendición, el ministro de exteriores, Vergennes, firmaba un acuerdo de libre comercio con Gran Bretaña (1786). Con la ayuda de Nemours, Calonne propuso las siguientes medidas para abrir la economía francesa: la desregulación del comercio nacional de grano, el desmantelamiento de las aduanas internas y la conversión de la corvee en un impuesto de obras públicas. Para recaudar ingresos regulares y equitativos, sugería una “subvención territorial” (es decir, un impuesto directo que gravara a todos los terratenientes, sin excepción, a calcular y recaudar por medio de asambleas provinciales representativas).


Calonne recordaba el error que había cometido Turgot diez años antes. Había confiado exclusivamente en la autoridad real para aplicar su programa y la hacerlo se había enfrentado a la nobleza, a la que no se gustó que se le presentara un fait accompli. Para evitar un destino similar, Calonne sugirió convocar una Asamblea de Notables a principios de 1787 para considerar, modificar y sancionar las reformas antes de que se enviaran al Parlamento de París para su registro (haciendo de ellas ley). El rey aprobó el programa completo de Calonne en diciembre de 1786. Era la última oportunidad para la monarquía de instituir un programa de reforma constitucional descentralizada y económica liberal que liberalizara la economía, resolviera la crisis fiscal, convirtiera el absolutismo en constitucionalismo y evitara un inminente cataclismo político.


Sin embargo, por excelentes y necesarias que fueran las reformas de Calonne, él no era el hombre apropiado para llevarlas a cabo. Era profundamente impopular por su pródigo gasto cortesano y por usar su cargo para realizar varias estafas de corrupción bursátil. La nobleza no confiaba en él y el pueblo le despreciaba. Entendiendo que era una rémora, el rey le destituyó y nombró a Lomenie de Brienne en su lugar. Brienne era un miembro de la alta nobleza, un notable y un reformista. La Asamblea era receptiva a todas las reformas, excepto a los impuestos. Se resistía a estos. Antes de dar su aprobación a los nuevos impuestos, querían que el rey publicara un presupuesto anual y aceptara una comisión permanente de auditores.







Su preocupación era evidente. ¿Por qué deberían aceptar cambios que aumentarían los ingresos reales si no tenían forma de monitorizar los gastos del rey para ver si esos fondos se gastaban de manera prudente? Ahora era el rey el que se resistía. Pensaba que las propuestas infringían sus prerrogativas sobre las finanzas y el presupuesto.  Las vetó. Fue un grave error, pero típico de la mente dubitativa del rey y de las cadenas de una tradición política absolutista.


El Parlamento de París aprobó debidamente los decretos que liberalizaban el comercio de grano, transformaban la corvee y creaban las asambleas provinciales, pero no registró el impuesto de timbre ni el impuesto a los terrenos. Afirmó que solo los Estados Generales, la asamblea representativa medieval de los tres estados del reino (clero, nobleza y comunes), que se había reunido por última vez en 1614, podían aprobar los impuestos. Los nobles apostaban a que Luis nunca se atrevería a convocar una asamblea de los Estados. Era una estratagema inteligente para derrotar las propuestas fiscales sin incurrir en el odio popular por hacerlo. La nobleza y el clero no renunciarían a sus exenciones fiscales, ni concederían a la monarquía una nueva fuente potencialmente inextinguible de ingresos sin recibir una porción del poder político. Una consecuencia no prevista fue crear unas expectativas en el pueblo al volver a reunir los Estados. Esta vez la nobleza se equivocaba.
Si la monarquía no hubiera estado tan acuciada por la necesidad de fondos para evitar la bancarrota, podría haber declarado los edictos registrados como una victoria de la reforma y esperado a otro momento para ocuparse de los impuestos. Al no poder darse ese lujo, Brienne y el rey entraron en pánico. Decidieron recurrir a las armas del absolutismo real para forzar las reformas fiscales. Emitieron lits de justice declarando que los nuevos impuestos eran ley por voluntad real. Segungo, mandaron al exilio a Troyes al Parlamento recalcitrante. Las protestas públicas y la resistencia institucional a estas medidas tiránicas fue tal que la monarquía tuvo que echarse atrás. El rey volvió a llamar al Parlamento y retiró las lits de justice.


Brienne solicitó entonces que el Parlamento registrara nuevos préstamos al rey para eludir la bancarrota. Lo hizo, pero reclamó de nuevo que se reunieran los Estados Generales. También intentó establecer su nueva posición como un parlamento de facto. Declaró que los decretos reales no eran leyes hasta que se registraban adecuadamente en los parlamentos y negaba la constitucionalidad tanto de las lits de justice como de las lettres de cachet (órdenes reales de arresto). El rey y Brienne creía que el futuro del absolutismo real estaba en juego, así que respondieron acudiendo a la fuerza. Rodearon al Parlamento con tropas. El rey le privó de sus poderes de protesta y registro y dio esos poderes a un Tribunal Plenario que nombró él mismo.





El golpe de mayo puso tanto a la nobleza como al clero contra la Corona, excitó las protestas y los disturbios civiles y creó una crisis política acorde con la gravedad de la crisis fiscal. De nuevo había fracasado un absurdo intento de conservar inalteradas las vetustas instituciones del absolutismo. En agosto de 1788 la monarquía estaba quebrada y sin crédito. No podía tomar prestados nuevos fondos ni en París ni en Ámsterdam. Brienne no tenía otra alternativa que renunciar. El rey volvió a llamar a Necker, que era el único hombre que tenía la confianza de los inversores, era fiable para la nobleza y era popular entre las masas. El rey también convocó a los Estados Generales para que se reunieran en mayo de 1789.


El pueblo se reuniría en asambleas locales y elegiría a sus delegados. El electorado comprendería más de seis millones de franceses. Schama lo llama “el experimento más numerosos de representación política nunca intentado en el mundo”. Por tradición, las asambleas podían redactar un memorial de agravios y solicitudes que sus representantes llevarían a Versalles. Llevarían 25.000 memoriales. A los estudiantes se les dice que la nobleza y el clero estaban decididos a conservar el viejo orden, el ancien regime, con todos sus privilegios intactos, y a admitir solo mínimos cambios, mientras que el Tercer Estado reclamaba una Francia transformada en la que las palabras clave serían libertad, progreso y modernidad.


La verdad casi exactamente la opuesta. La mayoría de la nobleza buscaba una Francia que fuera racional, liberal y constitucional. Estaban dispuestos a renunciar a sus exenciones fiscales y derechos de señorío. Reclamaban la abolición de las lettres de cachet y todas las formas de censura; querían una declaración de derechos al estilo anglosajón, con protección constitucional para las libertades civiles. Recomendaban reformas financiera, un presupuesto nacional público, la abolición de la venta de cargos públicos y acabar con los impuestos delegados. También reclamaban la abolición de los gremios comerciales y la supresión de las aduanas internas.


Aunque muchas de estas recomendaciones se encuentran en los cahiers del Tercer Estado, están eclipsadas por preocupaciones materiales: quejas comprensibles acerca del alto precio del pan, las leyes de caza, la gabelle (impuesto de la sal) y los abusos de los recaudadores de impuestos. Hay asimismo numerosas críticas a las reformas recientes, como el acuerdo de libre comercio con Inglaterra, el levantamiento de los controles de los precios del grano, los cercados agrícolas y la concesión de derechos civiles a los protestantes.


En resumen, la voz del Tercer Estado era en buena parte de reacción y aunque querían menos impuestos, querían más gobierno. Según Schama, “mucha de la rabia que enciende la violencia revolucionaria deriva de la hostilidad a la modernización, en lugar de la impaciencia con la velocidad de sus progreso”.


El Tercer Estado incluía a algunos mercaderes liberales e industriales innovadores, pero tenía a muchos más artesanos urbanos y campesinos. Estos últimos creían que les estaban engañando y que la nobleza y el clero, así como los miembros ricos de su propio estado, eran los culpables. Querían que se reimpusieran controles de precios en el grano, restricciones a su exportación, prohibición de manufacturas extranjeras y castigo a “especuladores” y “acaparadores”. Encontraron a sus líderes de entre intelectuales juristas de su propio estado y algunos miembros visionarios de los otros, que hablaban en un lenguaje cargado de agravios, polarización y combate. Conociendo poco y preocupándose menos acerca de la libertad económica o el constitucionalismo federal, hablaban de patriotas contra traidores, ciudadanos contra aristócratas, virtud contra vicio, la nación atacada por sus enemigos. Ofrecían a las masas panaceas para sus males, malvados a los que acusar y promesas de que la posesión del poder político derribaría los diques del privilegio y desataría las fuentes de la riqueza.





Schama deduce correctamente que fue la politización de las masas la que “convirtió una crisis política en una sangrienta revolución”. Una vez se dijo al Tercer Estado que ellos eran la nación y que una “verdadera asamblea nacional, en virtud de su mayor calidad moral (su patriotismo común), les daría satisfacción les daría una parte directa en arrasar el cambio institucional”. El panfleto del abbé Sieyes ¿Qué es el Tercer Estado? Apareció en enero de 1789 y sería para la Revolución Francesa los que había sido El sentido común (1776), de Thomas Paine para la Americana. Para cuando s reunieron los Estados Generales en mayo, las masas y principales intelectuales consideraban la existencia continuada de órdenes sociales separados con su propia representación institucional no solo un obstáculo para la reforma, sino como algo antipatriótico, incluso una traición. Cuando los Estados Generales hicieron metástasis en la Asamblea Nacional en junio de 1789, fue el inicio de una revolución radical. A la libertad no le iría bien con la guillotina.


A lo largo de 1788 y durante 1789 los dioses parecían estar conspirando para producir una revolución popular. A una sequía primaveral le siguió una devastadora tormenta de granizo en julio. Las cosechas se arruinaron. A esto le siguió uno de los inviernos más fríos en la historia de Francia. Los precios del grano se dispararon. Incluso en los mejores tiempos, un artesano o factor podía gastar un 40% de su renta en pan. Al acabar el año, no era raro el 80%. “Fue la unión de rabia con hambre lo que hizo posible la Revolución”, observaba Schama. También fue la envidia la que llevó a la Revolución a sus excesos violentos y reformas destructivas.


Consideremos los disturbios de Reveillon de abril de 1789. Reveillon era un fabricante exitoso parisino de papel pintado. No era un noble, sino un hombre hecho a sí mismo que había aprendido como aprendiz de papelero, pero ahora poseía una fábrica que empleaba a 400 operarios bien pagados. Exportaba sus productos acabados a Inglaterra (toda una hazaña). Las claves de su éxito eran la innovación técnica, la maquinaria, la concentración de trabajo y la integración de procesos industriales, pero por todo ello los artesanos de su distrito le veían como una amenaza para sus trabajos. Cuando habló a favor de la desregulación de la distribución de pan en un acto electoral, una muchedumbre enfurecida marchó sobre su fábrica, la destrozó y saqueó su casa.


A partir de entonces, la muchedumbre de París sería el poder detrás de la Revolución. A la ciencia económica no le fue bien. Según Jean Baptiste Say: “En el momento en que había cualquier pregunta en la Asamblea Nacional sobre comercio o finanzas, podían oírse violentas invectivas contra los economistas”. Es lo que pasa cuando el poder político se entrega a pseudo-intelectuales, abogados y la muchedumbre.


Los exponentes de la Ilustración racionalista habían defendido una monarquía constitucional, una economía y un orden legal liberales, progreso científico y una administración competente. Según Schama: “Eran herederos de los valores reformistas del reinado de Luis XVI y auténticos pronosticadores de la ‘nueva notabilidad’ que aparecería después de que hubiera terminado la Revolución. Lo que tenían en mente era una nación investida, a través de sus representantes, con el poder de eliminar los obstáculos a la modernidad. Tal estado (…) no haría la guerra contra la Francia de la década de 1780, sino que consumaría su promesa”.


Si las élites francesas hubieran podido acordar un proyecto de reforma siguiendo esas líneas, no habría habido Terror, ni Napoleón, ni revolución centralizadora y estatista. Y fue la acuciante crisis financiera, producida por el gasto en déficit para financiar un imperio global, lo que acabó frustrando el tipo de liberalización política y económica evolutiva que es la verdadera vía del progreso civilizado.



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