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miércoles, 17 de febrero de 2016

Los predecesores de la Fed en la historia estadounidense




Antes de que existiera la Reserva Federal existió el segundo Banco de Estados Unidos (1817-1836). Desde finales del siglo XIX, historiadores y economistas han alabado esta institución por su saludable control de la divisa, su regulación de los bancos estatales, su prudente administración de los fondos públicos y su ejemplo de una sociedad privada/pública en el campo de la banca centralizada.

Escribiendo en 1957, Bray Hammond, en su ahora estándar Banks and Politics in America: from the Revolution to the Civil War, describía el Segundo Banco como un noble predecesor de la Reserva Federal. Los críticos contemporáneos de la moneda fuerte veían al banco con una luz diferente. Su crítica revela una institución que era tan inflacionista como los bancos estatales, que abusaba frecuentemente de su poder, no impidió el destructivo ciclo económico e impidió la aparición de un sistema de banca privada no inflacionista. Fue una institución que se comportó en buena medida como lo hace hoy la Reserva Federal.

El primer Banco de Estados Unidos se fundó en 1791. Los federalistas argumentaban que era necesario un banco nacional para impulsar el crédito y ayudar a las operaciones fiscales del gobierno federal. Tres cuartos de su capital estaban compuestos por bonos públicos. El sistema bancario de papel moneda seguía entonces en su infancia y poco se dijo respecto de la necesidad de regular la divisa. En 1811, los republicanos jeffersonianos, ahora en mayoría, no renovaron la concesión. Un voto empatado fue roto por el vicepresidente, el heroico George Clinton, de Nueva York. Clinton era un antiguo antifederalista y un partidario de la moneda fuerte. El primer experimento de Estados Unidos con un banco central naciente se había terminado. Sin embargo, la administración  Madison pronto propondría un segundo más poderoso.

El trasfondo de la concesión del Segundo Banco

El Congreso declaró la guerra a Gran Bretaña en junio de 1812 nominalmente para reivindicar el “libre comercio y los derechos de navegación”, pero en realidad para apropiarse de Canadá- La administración Madison decidió financiar la guerra tomando prestado papel moneda de bancos y personas e imprimiendo billetes de tesoro con interés. Esa financiación estimuló una enorme inflación de dinero y crédito, expulsó metales preciosos del país y ayudó a crear un auge clásico al estilo austriaco. No fue así en Nueva Inglaterra, cuya gente se opuso a la guerra, rechazó prestar dinero (o milicias estatales) al gobierno federal y mantuvo un vigoroso comercio con el enemigo (comerciaban a través de la frontera con los británicos en Canadá y en ultramar, ya que la armada inglesa les eximió de su bloqueo estadounidense).

Si la gente en otros estados quería comprar bienes británicos, y lo quería, tenía que pasar por Nueva Inglaterra. Como consecuencia, sus bancos y mercaderes acumularon metales preciosos, mientras que los bancos al oeste del Hudson se tambaleaban al borde de la insolvencia: su divisa era convertible (“fuerte”), mientras que la de los estados sureños y centrales estaba compuesta por papel bancario que se depreciaba. Era solo cuestión de tiempo que estos bancos tuvieran que suspender los pagos en metálico, y cuando los británicos invadieron Chesapeake, en agosto de 1814, así lo hicieron. Eliminado el único control de la inflación, los bancos expandieron sus emisiones y los escritores empezaron a alabar la flexibilidad, la expansibilidad y el poder de generar riqueza de una divisa de papel irredimible. El dicho popular era que el papel moneda era “tan bueno como el oro”, no, incluso mejor, porque era más barato.

Aunque esta época fue para los deudores “una época dorada”, el gobierno federal se encontró con un agudo problema financiero. Los ingresos se habían realizado en papel moneda o billetes del tesoro depreciados y los bonos solo podían venderse ofreciendo primas enormes. Además, los mercaderes se quejaban de las enormes “desigualdades en los intercambios”, lo que significaba que tenían que soportar diferentes tipos de cambio entre cada ciudad y estado de la Unión. Por ejemplo, los billetes de banco de Nueva Orleáns no eran de curso legal en la ciudad de Nueva York, ni tampoco los billetes de los bancos “rurales” de Pennsylvania eran de curso legal en Philadelphia. Esto complicaba el comercio nacional. La administración Madison propuso un segundo banco nacional como remedio a estas dificultades. Los portavoces nombraron dos objetivos esenciales. Un banco nacional estimularía el crédito del gobierno y proporcionaría una “divisa nacional uniforme”. Por supuesto, la uniformidad podría haberse conseguido volviendo al patrón plata y a los pagos bona fide en metálico y reduciendo la divisa, pero pocos mencionaron esta opción.

Aunque el final de la guerra en enero de 1815 acabó con la agitación a favor de un nuevo banco nacional, la administración Madison pronto reanudó su cabildeo en el Congreso. Repitieron sus primeros argumentos de que sin un banco nacional, el gobierno tendría grandes dificultades en recaudar dinero durante una guerra o una emergencia nacional y que solo el gobierno podía proporcionar un “medio de circulación” nacional sólido. Añadieron dos argumentos. Un banco público podía presionar a los bancos estatales a reanudar los pagos en metálico y recortar sus emisiones excesivas de billetes. ¡En el mismo año, la administración emitió 20 millones de dólares en billetes del tesoro y animó a los bancos estatales para usarlos como reserva sobre la que acumular créditos y billetes bancarios adicionales!

Los hombres de la moneda fuerte se callaron y luego se lanzaron con furia salvaje sobre la propuesta. El congresista Ward, de Massachusetts, señalaba lo evidente. Si el gobierno quisiera obligar a los bancos a volver a pagar en moneda fuerte, todo lo que tenía que hacer es rechazar aceptar billetes de bancos que no pagaran en metálico las tasas de importación, la compra de terrenos públicos y la compra de bonos del gobierno. John Randolph, de Virginia, advertía proféticamente que en lugar de resolver los males de los que se quejaba, el nuevo banco solo los agravaría. Quizá la objeción más memorable vino del senador William Wells, un federalista de moneda fuerte de Delaware:
Esta propuesta vino de la manos de la administración supuestamente para el fin de recortar la sobreemisión de papel moneda: y aún así vino preparada para infligirnos el mismo mal, no siendo ella misma nada más que una simple máquina de fabricar papel y constituyendo, a este respecto, un plan de política tan sabio, en punto a precaución, como el ardid de uno de los héroes de Rabelais, que se escondía en el agua por miedo a la lluvia. La enfermedad, se dice, es la fiebre bancaria de los estados y esta se va a curar dándoles la fiebre bancaria de los Estados Unidos.
A pesar de estas mordaces objeciones de los federalistas y viejos republicanos de la moneda fuerte, la concesión del segundo Banco de Estados Unidos (BEU) se aprobó en ambas cámaras del Congreso y se promulgó como ley por el presidente Madison en abril de 1816. El banco se capitalizó con 35 millones de dólares, estando compuesto por 7 millones en metálico y 28 millones en bonos públicos. (Claramente un impulso tácito pero poderoso tras el banco era conseguir dinero caído del cielo para tenedores de bonos bien relacionados políticamente y aumentar su precio en el mercado).
Sin embargo, cuando el bancó abrió sus puertas a principios de 1817, su pago real en capital solo incluyó 2 millones de dólares en metálico y 21 millones en bonos. Los accionistas pagaron el resto en notas de inventario (es decir, pagarés garantizados con existencias), lo que  era ya la forma habitual de formar capital bancario. Se autorizó al banco a financiar sucursales en toda la Unión y al final del año ya había 19.

“Más papel bancario del mismo tipo”: La historia del Segundo Banco

Como para confirmar los temores de sus opositores, el banco federal llegó a un acuerdo conspirativo con los bancos privados de las ciudades atlánticas. Estos últimos aceptarían reanudar el pago en metálico el 20 de febrero de 1817, bajo la doble condición de que no se requeriría a las sucursales el pago de balances en moneda fuerte y emitirían divisa y harían descuentos para compensar las modestas restricciones realizadas por los bancos de las ciudades. Ambos grupos parecían pensar que una reanudación nominal unida a la sustitución parcial de los billetes nacionales de banco por estatales restauraría la confianza pública  en la divisa y curaría el mal de la depreciación. En palabras de Condy Raget, entonces un senador de moneda fuerte del estado de Pennsylvania, “los directores del nuevo banco pensaban que si podían convencer a los bancos de las ciudades para llamar a eso una divisa sólida a lo que en realidad no lo era, se curaría el mal de la depreciación”. En otras palabras, pensaban que el estado de la divisa era una cuestión de psicología no de ley económica.

Los directores adoptaron una política aún peor hacia los bancos del sur y el oeste. Les animaron a inflar. Las sucursales pagaban sus propios billetes y letras al descuento, pero aceptaban billetes del banco local como pago. Los mercaderes usaban billetes y letras de la sucursal, que eran de curso legal en todas partes, para comprar manufacturas del este, mientras que los billetes estatales sustituían a la divisa local. La consecuencia fue enormes balanzas contra los bancos estatales acumulada en sucursales del banco federal.

Sin embargo, en lugar de volver a las redundantes notas de pago, las sucursales los retenían como fondo sobre el que ganaban intereses. El banco federal no hizo nada para obligar a los bancos estatales a reducir sus emisiones o créditos o presionarles para reanudar los pagos reales en metálico. Muchos observadores señalaron que la reanudación de febrero de 1817 fue solo nominal; como prueba, apuntaron que la mayoría del papel bancario estatal continuó circulando por debajo del par. Aún peor, el BEU añadió a la ya excesiva cantidad de dinero sus propias emisiones. Un crítico estimaba que en su primer año de operación, el banco federal hizo 43 millones de dólares en descuentos sobre una base en metálico de solo 2 millones.

Condy Raguet  resumía brillantemente la política del banco federal durante su primer año y medio de operación (1817-1818). Casi de inmediato “empezaron a aumentar la masa [de papel moneda y créditos] ya redundante, mediante emisiones de sus propios billetes; y en el curso de unos pocos meses aumentó la masa de préstamos bancarios en una cantidad más allá de las reducciones que se habían hecho. Por estos medios, la divisa, aunque nominalmente convertible, se depreció por debajo su nivel ya bajo y fue hacia atrás en lugar de avanzar por la vía de la restauración”. En lugar de ayudar a reducir el excesivo endeudamiento, el banco lo empeoró. “Este insensato proceder de volver a meter a la gente en las deudas de las que se le había librado parcialmente y de implicar a otros que habían escapado hasta ahora, continuó durante un tiempo, pero acabó llegando el temible día del castigo divino”.

Siendo uno de los pocos bancos que pagaban realmente en metálico  en el país, y encontrando sus reservas prácticamente agotadas a mediados de 1818, los directores se dieron cuenta de que tenían que dejar de prestar y contraer sus billetes para evitar suspender pagos y perder así la concesión federal. Por consiguiente, reclamaron préstamos y que las balanzas que les debían por parte de los bancos estatales se pagaran en moneda fuerte o billetes del banco nacional. Esta política de contención precipitó el Pánico de 1818-1819. En palabras de William M. Gouge,  un editor y economista político de moneda fuerte de Philadelphia, “El Banco se salvó, pero el pueblo se arruinó”.

La década de 1820: ¿Un periodo de moneda fuerte bajo la regulación del banco federal? No

Los historiadores citan la década de relativamente baja inflación de los años 1820 como un ejemplo de maduración con éxito de las políticas regulatorias del banco federal. Dicen que los bancos estatales se vieron restringidos para inflar en exceso por el requisito habitual de que pagamos sus saldos a las oficinas de la sucursal federal en moneda fuerte. Los críticos contemporáneos tenían una opinión diferente. Veían una institución cuyo objetivo era una inflación controlada (es decir, una inflación constante y consistente, pero no inapropiadamente excesiva de dinero y crédito) y cuya política era proteger al los bancos estatales en lugar de restringirlos.

La crítica más completa y detallada del BEU durante esta década se encuentra en la enormemente influyente Short History of Paper Money and Banking in the United States, de William M. Gouge (1833). Gouge empezaba apuntando que la inflación bancaria durante la década fue lo bastante grande como para producir un ciclo regularmente recurrente de enfebrecidas expansiones empresariales, seguidas por dolorosas depresiones empresariales. Los años 1821, 1824, 1827 y 1830/31 fueron tiempos de auge. Los años 1822, 1825, 1828 y 1832 fueron tiempos de contracción y crisis. Argumentaba que dada la naturaleza de la banca de reserva fraccionaria, estos ciclos eran inevitables independientemente de la existencia de legislación preventiva o de los poderes regulatorios de un banco nacional. “Los males producidos por el sistema de papel moneda y grandes empresas adineradas son de tal naturaleza que no pueden remediarse con actos de legislación. Cuando llegan, deben soportarse. Si vamos a tener el sistema, debemos asumir las consecuencias”. Igualmente, las suspensiones periódicas de los pagos en metálico son “incidentes necesarios” de un sistema de divisa mixta de papel y metales preciosos.

Gouge demostraba cómo el banco federal continuaba actuando con indulgencia hacia los bancos estatales, sin presionarlos para resolver los saldos bancarios. Por esta liberalidad, los bancos de Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia continuaron evitando el pago en metálico a lo largo de la década, como hicieron muchos otros bancos en otras partes del país.
Después de 1822, el BEU reanudó la práctica de prestar sus propios billetes o créditos aceptando el pago el papel bancario estatal. Así, el banco federal aumentaba su propia circulación mientras imponía su poder a los bancos estatales. En los dos años anteriores al pánico de 1825, el BEU aumento sus billetes en circulación en un 105%, mientras que los bancos estatales solo lo hicieron en un 57%. De nuevo, durante 1830-1831, aumentó su circulación en un 64%, mientras que los bancos de Nueva York aumentaron sus billetes en solo un 29% y los de Pennsylvania en un 21%. Así que, durante ambos periodos, el mismo banco investido con la tarea de regular y restringir a los otros bancos estaba inflando al doble de su ritmo.

Es más, las mayores emisiones del banco federal estaban proporcionando a los bancos estatales una nueva forma de reservas en papel sobre las cuales podían descontar y aumentar su circulación. Igual que los bancos “rurales” consideraban a los billetes de los bancos mercantiles del este como equivalentes a metálico, lo mismo hacían los bancos estatales con respecto a billetes y cheques del Banco de Estados Unidos. No solo podían intercambiarlos por metálico en las sucursales, podían usarlos para pagar saldos (cuando se reclamaban) contra el banco federal. Así, en palabras de Gouge, “Cada extensión del negocio del Banco de Estados Unidos en intercambios, aumentaba su circulación de cheques bancarios y cada aumento en los cheques bancarios, después de que se estableció generalizadamente el nuevo modo de operación, permitía a los bancos estatales aumentar sus emisiones, al proporcionarles medios para atender dichas demandas contra ellos que podría hacer el Banco de Estados Unidos”. En otras palabras cuanto más inflaba el banco federal, más seguros podían estar también los bancos estatales.

Otro método por el que el BEU trataba de proteger el sistema general de inflación bancaria fue comprando y vendiendo letras de cambio nacionales y extranjeras. Condy Raguet apunta a los acuerdos de cambio del banco federal en un ensayo en su brillante revista The Free Trade Advocate and Journal of Political Economy. Empezaba argumentando que un mercado de cambio libre y sin intromisiones era “el mejor regulador de las divisas” nacionales y que la tendencia del dinero en metálico a fluir al extranjero durante los periodos de inflación el único control efectivo de las emisiones bancarias excesivas. Como consecuencia, todo lo que perturbara el “tipo natural” o “de mercado” de cambio era pernicioso.

En el número anterior había impreso un ensayo anónimo de un distinguido caballero que afirmaba tener un conocimiento íntimo de las políticas regulatorias del banco federal. (Reveló posteriormente que el autor era nada menos que el presidente del BEU, Nicholas Biddle). El autor admitía que cuando el precio de los billetes extranjeros estaba aumentando en el mercado, el banco vendería algunos que hubiera adquirido previamente para “mantener tranquilo el mercado de cambio y evitar el precio excesivo de los billetes”.

Pero, como ha apuntado Raguet, era precisamente en creciente precio de los billetes extranjeros (indicando que las demandas de importaciones estaban superando la oferta de bienes intercambiables) la que hacía que el envío de metálico fuera el envío más rentable hacia Europa y causaba que los mercaderes importadores sacaran el metálico de los bancos. Así, el banco federal estaba actuando para deprimir el único mecanismo seguro (la exportación de metálico) para detener una expansión empresarial inducida por las inflación y reducirlas excesivas emisiones de papel y extensiones de crédito. Biddle también había lamentado que su banco hubiera actuado para proteger las existencias de metálico de la nación reteniendo, o amenazando con retener, descuentos y conciliaciones de mercaderes que se sabía que estaban enviando metálico.

“No podemos sino concluir”, escribía Raguet, “que la gestión de las letras de cambio por el banco, según los principio profesados, elimina el gran control sobre el exceso de comercio y el exceso de emisiones de papel, creado por la libre competencia en el mercado de cambios”. El brillante análisis de Raguet demostraba que las operaciones de cambio y descuento del banco federal estaban pensadas, no para impedir que los bancos estatales emitieran en exceso, sino para protegerlos mientras inflaban al inhibir la exportación de metálico.

Un incidente ocurrido en 1825, citado por Gouge, revelaba cómo Nicholas Biddle trataba de impedir suspensiones de pagos en metálico por parte de los bancos. Pista: no era presionándoles para mantener grandes reservas o evitar dar préstamos arriesgados. En el verano de ese año, después de dos años de inflación, los bancos estaban al borde de suspender pagos y el país estaba experimentando una crisis financiera. Para evitar al inminente catástrofe, Biddle acudió presurosamente a Nueva York para disuadir a “un caballero” de reclamar metálico a los bancos de Philadelphia para establecer un banco en Nueva Orleáns. Las reservas bancarias eran tan bajas que no podían soportar la reclamación. Biddle le convenció para que aceptara cheques federales en Nueva Orleáns en vez de metálico. Así salvó de la catástrofe a los bancos estatales, así como a su propio banco central.

Maquinaciones políticas del banco federal

En julio de 1832, cuando el presidente Andrew Jackson vetó la propuesta para extender la concesión del Banco de Estados Unidos otros 20 años, Biddle trató de contraer la economía para que no consiguiera la reelección en el otoño. Cuando fracasó y Jackson fue reelegido, Biddle continuó restringiendo el crédito durante otros dos años para destruir la popularidad de Jackson y obligarle a devolverle la concesión.

El presidente Jackson había retirado los depósitos del gobierno del banco federal en 1833 y su concesión federal expiró en 1836. Sin embargo, el banco consiguió una carta estatal de Pennsylvania y siguió siendo una institución financiera inmensamente poderosa. Además, el presidente trató de hacer a su banco tan indispensable y popular que tuviera que volverse a dar la concesión por parte de un futuro Congreso whig. Si la deflación había fracasado como arma política, podía probar con la inflación. Durante la enorme inflación de 1835-36, el banco de Biddle lideró la ofensiva, y cuando comenzó la inevitable reacción en la primavera de 1837, este trató de reactivar la economía especulando con el algodón y tomando prestado con fuerza en Europa. Cuando los bancos de Nueva York reclamaron una convención bancaria en el otoño de 1837 para establecer una pronta fecha para la recuperación de los pagos en metálico, Biddle rechazó acudir y ejerció toda la influencia de su banco para retrasar todo lo posible dicha recuperación. Los intentos de conseguir una nueva concesión fracasaron, pero las políticas inflacionistas de Biddle pronto hicieron zozobrar a su banco, que cerró sus puertas para bien de todos en 1841.

Conclusión

¿Podía el banco haber llevado a cabo fielmente su papel regulatorio bajo un presidente distinto, que fuera un conservador monetario en lugar de un inflacionista? Goge lo negaba. “El defecto está en el sistema”, escribía. “Dadle su dirección a mejor y más sabio de los hombres en el país y seguirá produciendo males”. Como institución de reserva fraccionaria con ánimo de lucro, su tendencia natural e inevitable era inflar. Como banco casi-público, su tendencia natural era a conservar para el gobierno la opción de tomar prestado papel moneda para financiar sus guerras. Todos los gobiernos preferirían tomar prestado a gravar con impuestos. Samuel Tilden, un senador federal de moneda fuerte de Nueva York, lo dijo bien: “¿Cómo podría esperarse que un gran banco, constituido esencialmente sobre los mismos principios, regulara beneficiosamente a los bancos menores? ¿Resulta que el mayor poder está menos expuesto al abuso que el poder limitado? ¿Ha estado menos expuesto al abuso el poder concentrado que el poder distribuido?” Dejemos que el historial de la Reserva Federal desde 1914  preste testimonio.

Publicado el 17 de diciembre de 2003. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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