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miércoles, 17 de febrero de 2016

La inflación y la Revolución Francesa: La historia de una catástrofe monetaria







Como en muchas otras cosas, el régimen revolucionario francés (1789-1794) fue el precursor de los despotismos centralizados, totalitarios, directivos y pseudo-democráticos que ahora reinan en Occidente. También recuerda que la democracia de masas y la inflación van juntas, igual que el trueno y el relámpago. Revisemos la Revolución desde una perspectiva de libre mercado y moneda fuerte.

Después de dos siglos, sigue sin haber un mejor análisis de los primeros dos años de la Revolución Francesa que las Reflexiones sobre la Revolución Francesa de Edmund Burke (1790). Astuto, penetrante, clarividente, Burke, un miembro anglo-irlandés del Parlamento y whig liberal, fue un tipo raro: al tiempo estadista práctico y filósofo político. Si el ministro inglés y sus compañeros parlamentarios hubieran seguido su consejo en la década de 1770, nunca hubieran empujado a los americanos a la revuelta y por tanto perdido sus colonias más valiosas en el mundo. Si lo hubieran hecho los franceses, habrían evitado el Terror, la guerra total y Napoleón. Burke continúa siendo acusado por académicos desorientados y expertos ignorantes o bien de incoherencia o bien de desviacionismo por sus distintas reacciones ante las revoluciones americana y francesa.

Burke fue al tiempo un liberal y un hombre de la derecha. Creía en la tolerancia religiosa pero apoyaba una iglesia establecida, la Comunión Anglicana. Amigo y admirador de Adam Smith, defendía la libertad comercial, pero también creía que la civilización dependía de la perpetuación de una aristocracia terrateniente que su propia representación política independiente. Aunque negaba que un rey pudiera fijar impuestos a sus súbditos sin su consentimiento, era un feroz opositor a la democracia y el sufragio universal. Burke negaba que pudiera alcanzarse la libertad por la revolución y el trabajo intelectual. Para él, era el producto de la tradición y la historia y sus victorias tenían que encarnarse en instituciones.

Burke pensaba que la Revolución Francesa, en lugar de ser una necesidad ante la innecesariamente sangrienta colina en el camino del progreso y la libertad, era una catástrofe para Francia, para la civilización occidental y la una libertad ordenada y jerárquica. Antes de la Revolución, el absolutismo real francés y el opresivo mercantilismo que le servía estaban en decadencia. Ya sus rigores y severidades se suavizaron considerablemente desde el reinado del Rey Sol, Luis XIV y su tataranieto tenía un espíritu reformista que estaba liberalizando la economía y resucitando las instituciones representativas de la libertad medieval: las asambleas provinciales y los Estados Generales. Burke calificaba a la monarquía francesa moderna “un despotismo más aparente que real”, en el que, si se daba algo, era “más bien demasiado espacio al espíritu de innovación”, en lugar de demasiado poco.


El poder del rey francés estaba controlado por la opinión pública, por unos clérigos independientes y por los parlements de la nobleza judicial. La propia nobleza estaba llena de admiración por la constitución mixta de Inglaterra con el monarca limitado, su Parlamente, su declaración de derechos, su tolerancia de la disidencia religiosa, su economía más libre y querían encontrar una aproximación francesa y estaban en camino de lograrla.

Como apuntaba Burke, los cahiers e instrucciones de los nobles para sus delegados en los Estados Generales “respiran con el espíritu de la libertad tan cálidamente y recomiendan la reforma tan fuertemente como cualquier otra orden”. Tal vez más. El espíritu del laissez faire, el constitucionalismo mixto y el libertarismo político era más fuerte entre la nobleza que entre la burguesía y sin duda más fuerte que entre los artesanos urbanos y el campesinado.

La discusión política en los Estados Generales en mayo-junio de 1789 que llevó al estallido de la Revolución trataba del voto. La cuestión era si los tres estados debían votar por órdenes (la práctica tradicional) o por cabezas. La monarquía se puso claramente del lado de los dos primeros estados sobre el asunto, pero el Tercer Estado acabó cansándose de la controversia y se declaró como Asamblea Nacional, mandando al infierno a los otros dos órdenes. Solo estaban siguiendo la lógica de su postura hasta su conclusión lógica, pero también estaban cumpliendo la expectativa visionaria e ingenua de las masas francesas de que los órdenes sociales antiguos tenían que desaparecer para llevar vidas de mayor abundancia y libertad. Muchos historiadores “conservadores” y “liberales” han aplaudido la apropiación del poder del Tercer Estado y argumentado que la Revolución fue mal después con el ascenso de Robespierre y la Montaña. Burke sabía más.

Con esta arrogante usurpación, el Tercer Estado expresaba su imprudente “preferencia por una democracia despótica a un gobierno de control recíproco”. Gran error, pensaba Burke. “No puedo dejar de coincidir” con la opinión de Aristóteles y otros críticos antiguos de la democracia, “en que una democracia absoluta, igual que una monarquía absoluta [no] puede contarse entre las formas legítimas de gobierno. Piensan en ella más bien como la corrupción y degeneración que como la constitución sólida de una república”.

Aristóteles apuntaba que “una democracia tiene muchos sorprendentes puntos de parecido con una tiranía”. Burke traduce: “Su carácter ético es el mismo; ambas ejercitan despotismo sobre la mejor clase de ciudadanos; (…) el demagogo, también, y el favorito de corte no son infrecuentemente los mismos hombres idénticos y siempre muestran una similitud cercana y estos tienen el poder principal, cada uno en su respectiva forma de gobierno, los favoritos con el monarca absoluto y los demagogos con un pueblo como el que he descrito”.

Burke no era tan ingenuo como para creer que Francia con sus 26 millones de habitantes, su amplia extensión de territorio, sus diversos intereses, pudiera ser nunca una verdadera democracia. Esperaba que el poder efectivo lo ostentara “una innoble oligarquía”, en alianza con “los intereses monetarios” de París, engordando con bonos públicos y aprovechando especulaciones febriles en los propiedades confiscadas del clero y la nobleza. Respecto de la turba rebuznante, “la multitud canalla”, resultarían un instrumento muy eficaz en manos de la élite, especialmente para acabar a gritos con la reforma económica del libre mercado. Burke preveía un gobierno que combinaría los vicios de la democracia con los de la oligarquía y que sustituiría un gobierno de leyes y órdenes sociales por un despotismo de abogados y sicofantes. Qué razón tenía.

Un exasperado Burke se preguntaba por qué los franceses parecían saltar de un extremo del gobierno a otro, como si no hubiera una tercera opción. “¿Nunca han oído hablar de una monarquía dirigida por leyes, controlada y equilibrada por la gran dignidad saludable hereditaria de una nación y al mismo tiempo controlada por un examen juicioso de la razón y por un sentimiento de pueblo en general actuando mediante un órgano apropiado y permanente?” No, en lugar de mantener los Estados General como “una asamblea permanente en las que los comunes tuvieran su porción de poder”, conceden el poder total las masas imprudentes y políticamente sin experiencia. De la noche a la mañana, toda la estructura del antiguo orden constitucional de Francia se ha “echado abajo y el área se ha aclarado para la erección de un edificio teórico y experimental en su lugar”.

¿Era sensato? ¿Qué control permanecía en poder de la Asamblea, el poder de París? Burke pensaba que no quedaba ninguno. La Asamblea Nacional, afirmando ser la nación encarnada, había borrado las antiguas provincias de Francia (sustituyéndolas por los artificiales departamentos), abolido el Parlement de París y sus equivalentes provinciales, destruido el primer estado confiscando su propiedad y privándole de sus funciones, dejado a la nobleza políticamente sin poder y concentrado todo el poder político en una asamblea revolucionaria. Comparaba a París bajo el nuevo régimen con la antigua Roma. “Mientras París sea igual en relación con la antigua Roma, será apoyado por las provincias sometidas. Es un mal que acompaña inevitablemente al dominio de las repúblicas democráticas soberanas. Como ocurrió en Roma, puede sobrevivir esa dominación republicana que dio lugar a ella. En ese caso, el propio despotismo debe someterse a los vicios de la popularidad. Roma, bajo sus emperadores, aunó los males de ambos sistemas”. Igual que París, igual que Washington. Una vez se destruyen todas las autoridades sociales independientes, las instituciones legales y los controles institucionales sobre el pueblo soberano y divino, está lista la vía para le levee in masse, para les assignats y les papiers-monnaies, para el Maximum, para le Comite de Salut Public, oara  la Terreur, para la guerre totale… para Napoleón.

La inflación del assignat

La Asamblea Nacional que tomó de hecho el control del poder político en Francia en el verano de 1789 se encontró afrontando una crisis fiscal peor que la que afrontó la ahora difunta monarquía hacía solo unos meses. La asamblea estaba gastando enormes sumas en proyectos de obras públicas en París y en subsidios para pan. Recién librados de los grilletes de la autoridad real, el pueblo no estaba dispuesto a volver a pagar impuestos y muchos menos más impuestos. Muchos, sin duda, interpretaron que la Revolución significaba la eliminación de los impuestos y la desaparición de aparato recaudador operativo y coactivo. En búsqueda desesperada de ingresos, la Asamblea se resistió a abolir la odiosa gabelle (el impuesto sobre la sal), pero de todas formas nadie la pagaba.

Entretanto, los intereses y el principal recaían sobre la deuda nacional. ¿Qué hacer? Lo lógico y justo era repudiar la enorme deuda en la que incurrió la monarquía. Después de todo, el pueblo de Francia, sin voz ni representación durante siglos, nunca la aprobó ni sancionó y si la monarquía había sido tan opresiva e inicua como afirmaban los revolucionarios, ¿no deberían sin duda las masas no soportar las cargas de la responsabilidad de pagar sus extravagantes deudas?

Bueno, la justicia es una cosa cuando uno está fuera del poder y otra cuando uno lo posee. La Asamblea rechazó el repudio porque temía enfrentarse a los prestamistas de París, Ámsterdam, Hamburgo y Ginebra. Ya se había creado la enemistad de las casas reales de Europa, ¿por qué añadir la de los banqueros? Además, el nuevo gobierno también tendría que conseguir fondos. Haría falta un formidable ejército republicano para defender a la revolución de sus enemigos, internos y externos. Así que decidió pagar las deudas de la monarquía, ¿pero cómo?

La Asamblea sabía que era políticamente inconcebible fijar nuevos impuestos y esperar que se pagaran sin enviar un ejército al campo para sacudir a los campesinos, pero ¿cómo pagar al ejército? Cualquier solicitud adicional de préstamo estaba fuera de lugar hasta que pudieran fijarse nuevos impuestos. Eso solo dejaba un recurso: saquear a los órdenes privilegiados. En noviembre de 1789, la Asamblea expropiaba los vastos terrenos y propiedades de la iglesia francesa y los declaraba “propiedad nacional”. A partir de entonces, estarían “a disposición de la Nación” (se referían al estado). Burke observaba sarcásticamente que el gobierno, aún en su infancia, se había agarrado a “uno de los más pobres recursos del viejo despotismo”.

Burke rechazaba con enfado la idea de los derechos de propiedad aplicados solo a individuos. También se aplicaban a personas jurídicas, como la Iglesia Gala, cuyos títulos de propiedad tenían más de 1.000 años de vigencia. No era así, según los líderes de la Revolución. Para ellos, la iglesia “no tenía ningún derecho a las propiedades que tenían según la ley, la costumbre, las sentencias de los tribunales y la prescripción acumulada de mil años”.

Burke negaba que la iglesia fuera un parásito en la nación francesa. No estaba exenta de todos los impuestos y proporcionaba servicios sociales esenciales, como escuelas primarias gratuitas, academias clásicas, hospitales y orfanatos. Aunque podamos preferir una provisión puramente privada, ¿podemos dudar que Francia estaba mejor con sus instituciones caritativas y educativas bajo el control del establshment cristiano que era independiente del gobierno y bajo la necesidad de practicar economías? Burke consideraba la expropiación de sus tierras como un acto de tiranía, que compraba con la incautación de las tierras de la iglesia por el “tirano” Enrique VIII de Inglaterra 250 años antes.

Barker calificaba a la confiscación de tierras de la iglesia, junto con un “papel moneda obligatorio”, con el que estaba relacionado, como la primera capa de “cemento” con la que el gobierno revolucionario gobernaría sobre una Francia unificada y servil, a la que estaba tratando como un país conquistado. La segunda capa sería “el poder supremo de la ciudad de París” y la tercera “el ejército general del Estado”, aunando así poder económico con poder político y militar en una trinidad impía de opresión y expropiación.

Creía que la confiscación servía al nuevo gobierno de tres maneras. Primero, no hacía sino destruir a una autoridad social rival que podía controlar su poder moral y político. Segundo, aplacaba al poderoso “interés monetario” de París y el extranjero, al proporcionar medios para financiar la inmensa deuda de la monarquía. Era injusto que se saqueara a la iglesia, una institución que ni era responsable de contraer la deuda ni se había beneficiado de los gastos en déficit. “Es a la propiedad del ciudadano y no a las demandas del acreedor del estado, a la que ha dado la palabra la fe primera y original de la sociedad civil”, escribía Burke. Tercero, creaba una nueva clase de propietarios de tierras cuya lealtad sería al estado revolucionario, de quien dependía su autoridad y la supervivencia de sus títulos de propiedad.

La Asamblea no tardó mucho en darse cuenta de que la venta de tierras de la iglesia no sería por sí sola la bonanza fiscal que había entrevisto. Para empezar, poner todas esas propiedades en el mercado disminuiría su precio de venta. Segundo, sencillamente no había suficiente capital flotante (es decir, metales preciosos) en Francia para hacer compras a gran escala. ¿Qué hacer? Era el momento del “último remedio” para la insolvencia fiscal: papel moneda fiduciario del gobierno. Aquí, la Guerra de Independencia Americana creó un pernicioso precedente. En marzo de 1790, la Asamblea autorizó la impresión de 400 millones de libras de assignats en papel con importes de 200, 300 y 1.000 libras, dando un 3% de interés y aceptados para el pago de impuestos y la compra de propiedades nacionales. En su apariencia, eran como los bonos del tesoro ingleses o las letras estadounidenses. Sus defensores argumentaban que los assignats proveerían los pagos a los acreedores del estado, proporcionarían un medio para que la gente comprara tierras y propiedades, sacarían de su escondite a los metales preciosos y estimularían el comercio y la industria.

Muchos delegados, incluyendo a Cazales, Bergasse, Maury, Necker y Nemours, se opusieron por principios económicos. Argumentaban que la nueva divisa se depreciaría, que se vería seguida por emisiones adicionales, una mayor depreciación y que las calamidades de la burbuja del Mississippi de John Law (1717-20) se repetirían en la Francia republicana.  Sus objeciones y advertencias fueron desoídas. Los entusiastas argumentaban esencialmente que las leyes económicas no se aplicaban a Francia, que esta había aprendido del experimento fallido de John Law a no crear nunca un exceso de papel moneda, que un gobierno republicano podía inflar con más seguridad que uno monárquico (precisamente lo contrario a la verdad) y que la enorme riqueza de las tierras de Francia proporcionaba una sólida seguridad. Aunque la emisión fue relativamente moderada, los assignats pronto se depreciaron un 5% y posteriormente un 7% frente al oro.

Debería advertirse que la Asamblea no fue un completo fracaso en lo que respecta a la libertad económica. Abolió el diezmo, el corvee, los gremios y todas las barreras arancelarias internas. Sin embargo, no iría más allá y pronto regresaría a una especie de hipermercantilismo. Burke habla de su abierto y desdeñoso “desafío a los principios económicos”. Jean-Baptiste Say recordaba con disgusto que “en el momento que había cualquier asunto de comercio o finanzas en la Asamblea Nacional, se podían oír violentas invectivas contra los economistas”. Esa es siempre la recepción correspondiente de los hombres a los que se les dicen verdades molestas o incómodas.

Al final del verano, el gobierno estaba de nuevo corto de fondos, así que recurrió naturalmente a una segunda emisión de assignats. Sin embargo esta vez doblaron la dosis a 800 millones, bajaron el pago de intereses e hicieron de ellos moneda de curso legal para todas las compras y deudas en toda Francia. Cuando los economistas volvieron a protestar de nuevo, los defensores del papel replicaron que el respaldo del  estado impediría la depreciación, que los assignats pagados al tesoro se destruirían y que esta sería la última emisión.

(Siempre que un gobierno promete no utilizar un poder que quiere ejercitar o acaba de adquirir, aplacando los miedos de quienes prevén el abuso, es seguro que romperá la promesa cuando sea conveniente o crea que puede salirse con la suya. Solo los tontos o ignorantes creen la palabra de cargos del gobierno o políticos).


Burke terminaba sus Reflexiones poco después de esta segunda emisión. Como muchos de los defensores del papel francés habían citado los billetes del Banco de Inglaterra como una fuente de prosperidad inglesa y prueba de que el papel moneda era seguro, Burke ofrecí un ingrato contraste entre la divisa bancaria redimible de su país y los assignats franceses. Frente a estos últimos, los billetes de banco ingleses tienen su “origen en efectivo realmente depositado”, son “convertibles a placer, en un instante y sin la más mínima pérdida, de nuevo en efectivo” y “ningún chelín se recibe si no se desea”. Los inflacionistas franceses suponen erróneamente que “nuestro estado floreciente en Inglaterra se debe a este papel moneda y no el papel moneda al florecimiento de nuestro comercio, la solidez de nuestro crédito y la total exclusión de toda idea de poder de cualquier parte de la transacción”. Qué diferente era la divisa pública de Francia: coactiva, inconvertible y sin límite, su cantidad sujeta a las necesidades o caprichos de la asamblea revolucionaria. Burke denunciaba su cualidad de curso legal y las duras medidas adoptadas para aplicarla como un “ultraje al crédito, la propiedad y la libertad”. Refiriéndose a su robo de la propiedad de la iglesia francesa y utilizándolo para respaldar su divisa ficticia pero coactiva, escribía: “Solo roban para poder engañar”. Habiendo erigido un mortal “aparato de fuerza y engaño”, ordenan al una vez libre pueblo de Francia, a punta de bayoneta, “tragarse píldoras de papel por treinta y cuatro esterlinas por dosis”. Liberté, égalité, fraternité, ¡seguro!

Las consecuencias de la segunda emisión fueron las que habían anticipado los impopulares economistas: depreciación en su valor, precios al alza, especulación febril, quejas sobre una escasez de dinero, reclamaciones de más assignats, postración del comercio y la industria, consumo desordenado y disminución del ahorro. El cálculo económico se hizo imposible, pero la especulación bastante rentable (o ruinosa). Debe reconocerse a Burke una predicción notablemente adecuada y precisa. Creía que el aumento de precios, consecuencia de la inflación de assignats, haría que no fuera rentable a los agricultores llevar sus cosechas al mercado. Se quedarían en casa y producirían solo para sí mismos o para realizar trueques con sus vecinos. El gobierno enviaría entonces tropas al campo para confiscar grano y otros alimentos. Ocurrió exactamente como predijo.

El gobierno revolucionario decidió primero remediar los males generados por la inflación con más inflación. En lugar de destruir los assignats recibidos por las propiedades nacionales, los volvió a emitir en forma de billetes más pequeños. En junio de 1791, emitió otros 600 millones de assignats (la anterior promesa de no emitir más se habría olvidado conveniente y predeciblemente) y en diciembre 300 millones adicionales. Al final del año, su valor de mercado había caído al 66% de su valor facial. En 1792, emitió 600 millones más. En abril del mismo año, confiscaron las propiedades de los émigrés (los que abandonaron Francia para evitar ser arrestados o asesinados) y los añadieron a las propiedades nacionales. Luego llegó 1793: el Año Uno, el año de la Terreur. Habiendo intentado la inflación y la coacción legal, tratarían de aterrorizar a la población para que aceptara el depreciado assignat a la par y produciendo y vendiendo a pérdida patriótica.

En marzo, la Convención Nacional creó el Comité de Salvación Pública, de nombre orwelliano, (otros desafortunado precedente estadounidense) que fue une especie de comité del terror, dedicado a expropiar y asesinar a los considerados “traidores” a Francia o enemigos de la Revolution. En mayo aprobaron le Maximum, imponiendo precios máximos en el grano. Esto empeoró la escasez de grano. En junio, aprobaron el Préstamo Forzoso, un impuesto progresivo de la renta, cuya progresividad era rebajada progresivamente para llegara a cada vez más ciudadanos. También aprobaban leyes cada vez más draconianas y mortíferas, pensadas para obligar a la gente a aceptar los assignats a la par y prohibirle intercambiarlos por menos que su valor facial. En julio, la Convención repudió la primera emisión de assignats que generaba intereses.

En agosto se prohibió comerciar (es decir, comprar o vender) con metales preciosos. En septiembre, la Convención aprobó el Maximum general, extendiendo los precios máximos a toda la comida, así como a la leña, el carbón y otros productos esenciales. Durante 1793, la Convención emitió 1.200 millones de assignats; en 1794, 3.000 millones. Luego vino el diluvio. En 1795, se imprimieron 33.000 millones y en octubre, cuando un nuevo gobierno (el Directorio) asumió el poder, el poder adquisitivo de los assignats había caído a prácticamente nada. En el mercado negro, 600 francos de assignats se cambiaban por un franco de oro.

El Directorio acabó con el assignat, pero no con la inflación. En febrero de 1796, emitió una nueva divisa en papel, el mandat, y lo hizo intercambiable por assignats con una relación de 30 a 1. En agosto, después de haber emitido 2.500 millones, el mandat había caído al 3% de su valor facial. En 1796, el Directorio había tenido bastante, por fin, y eliminó el carácter de curso legal tanto para el assignat como para el mandat. Inmediatamente su mínimo valor restante de intercambio desapareció completamente.

Hizo falta que llegara Napoleón para restaurar la moneda fuerte en Francia. Como Primer Cónsul (1801), introdujo la pieza de oro de 20 francos e insistió en que a partir de entonces a soldados, contratistas y mercaderes se les pagara en oro o su equivalente. Había acabado la tormenta de papel. Al haber suspendido el Banco de Inglaterra los pagos en metálico en 1797, el gobierno inglés cayó en la consternación. Napoleón llegaría a conquistar la mayoría del continente con el patrón oro. Su éxito dio la base para la excusa de generaciones de investigadores y académicos de que a pesar de todos sus defectos, el assignat “salvó” a la revolución. Por el contrario, ayudó a traer el Terror y retrasar una generación el progreso francés. ¿Hará alguna vez el dólar fiduciario lo mismo por Estados Unidos?

Publicado el 28 de abril de 2004. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

1 comentario:

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