30 de octubre de 1929. Un ajetreado día de otoño en Manhattan. Las treinta y tres plantas del Hotel Savoy-Plaza arrojan una larga sombra sobre Central Park. Delante del hotel, yace un financiero recién caído, inmóvil, mientras que su último aliento, salido de sus pulmones por la fuerza del impacto, es ahora una lluvia roja de sangre en el aire.
Sirenas y uniformes. El lugar del suicidio se llena rápidamente de espectadores, que forman un arco de espaldas que dificultan la visión, incomodando a los que se abren paso a codazos en la periferia. Winston Churchill mira desde la ventana de su hotel hacía la masa. Sin que sorprenda a nadie, la policía encontrará una cartera vacía y cinco reclamaciones de reposición de capital en los bolsillos del muerto.[1]
Las cortinas de Churchill se cierran ondeando y nos quedamos preguntándonos si alguien (incluido Churchill) puede aún ver en todo esto su mano torpe que sostiene un puro, si alguien se da cuenta de que si Churchill como Canciller de la Hacienda hubiera sencillamente restaurado el patrón oro a un tipo de cambio inferior, como había recomendado Keynes, podría haberse evitado (o al menos amortiguado) el crash de Wall Street.
Lamentablemente, al ignorar a Keynes en 1925, Churchill disparó una calamidad tan grave que no solo empujó a un hombre a matarse bajo la misma ventana del estadista británico, sino, más insidiosamente, también dio ímpetu al rechazo de la profesión económica a los axiomas “clásicos”. Como escribe el biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky, este “no creía en el sistema de ideas en el que vivían los economistas, no daba culto en el templo”. Y aunque “en otros tiempos se habría visto obligado a retractarse, quizá a ser quemado en la hoguera, tal y como eran (…) las exiogencias de su tiempo le permitieron entrar a la fuerza en su iglesia”.
1925: La vuelta de Gran Bretaña al patrón oro
La relación de la libra esterlina con el oro se eliminó al principio de la Primera Guerra Mundial. Después de once años de inflación desbocada, el Canciller de la Hacienda, Winston Churchill, restauró la convertibilidad al nivel anterior a la guerra, de 4,25 libras por onza de oro.
Keynes, muy correctamente, hizo excepción de este detalle concreto: esperar que los clientes globales de Gran Bretaña continuaran pagando el mismo precio en oro por la libre debilitada no era realista. A este tipo de cambio, la libra estaría sobrevalorada y el único remedio sería un periodo sostenido de deflación, que “sin duda iba a implicar desempleo y disputas industriales”. De hecho, en 1926, una huelga general asoló Gran Bretaña durante nueve días.
Sin embargo, lo que Keynes no predijo era cómo la metedura de pata de Churchill produciría un debilitamiento en la política monetaria en Estados Unidos. E incluso suponiendo que Keynes hubiera predicho este efecto secundario, ¿habría entendido sus implicaciones para la sostenibilidad a largo plazo? (Recordemos que tanto F.A. Hayek como Keynes predijeron que se produciría un crash en 1929: Hayek porque los tipos de interés eran demasiado bajos, ¡Keynes porque eran demasiado altos!).
1927: En la Fed (con la gorra en la mano)
Los vendedores estadounidenses (en particular) estaban aceptando oro británico a cambio de bienes, pero se les disuadía a devolverlo por el tipo de cambio desfavorable. Como consecuencia, las existencias de oro de gran Bretaña disminuían a un alto ritmo, lo que compresiblemente inquietaba a las autoridades: ¿cómo podían mantener su compromiso de convertir libras en oro si no tenían oro?En respuesta, el gobernador del Banco de Inglaterra, Montagu Norman, partió al otro lado del Atlántico y, con muchos ruegos, convenció a la Reserva Federal para que relajara su política monetaria. Rebajando los tipos de interés y aumentando la inflación, la Fed contuvo la afluencia de oro a Estados Unidos, dando a los británicos un respiro muy necesario ante los efectos nocivos de la costosa libra de Churchill.
Con este episodio de internacionalismo compasivo llegó un alza en el auge de Wall Street y “desde esa fecha”, escribió Lionel Robbins, “según todas las evidencias, las situación quedó completamente fuera de control”.
In The Great Crash, un relato muy popular de lo que llevó a la Gran Depresión, John Kenneth Galbraith escribe:
El tipo de descuento de la Reserva Federal de Nueva york se rebajó del 4% al 3,5%. Se compraron valores públicos en volumen considerable con la consecuencia material de dejar a los bancos y personas que los habían vendido con dinero para gastar. Los fondos que la reserva Federal dejó disponibles fueron invertidos en acciones comunes o (…) estuvieron disponibles para ayudar a financiar la compra de acciones comunes por otros. Provista así de fondos, la gente se abalanzó sobre el mercado.Galbraith continúa citando a un miembro del Consejo de la Reserva Federal que, a toro pasado, calificaba a la operación como “uno de los errores más costosos” cometido por un sistema bancario “en 75 años”.
Galbraith termina: “la opinión de que la acción de la Reserva Federal en 1927 fue responsable de la especulación y el colapso que le siguió nunca se ha visto seriamente cuestionada”.
¿John Maynard Quién?
Cuando Keynes escribió contra la vuelta al patrón oro a la paridad anterior a la guerra en 1925, lo hizo con la expectativa de que podría realmente influir en la política. De joven desconocido había trabajado en el tesoro en un periodo breve, dejando una impresión legendaria y en 1925, seis años después de su superventas Las consecuencias económicas de la paz, era un hombre famoso cuyas palabras tenían peso.No es por tanto extraño imaginar un mundo en el que Keynes se abriera paso. En se mundo, el crash de Wall Street y la consiguiente depresión podrían no haberse producido nunca: sin la libra cara, la Fed no habría tenido el impulso de inflar. Keynes consecuentemente habría encontrado menos agitada a la profesión económica, menos dispuesta a abandonar sus axiomas “clásicos” a favor de su novedosa aproximación. Keynes podría haber evitado el keynesianismo.
Publicado originalmente el 15 de agosto de 2015. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
[1] Esta es una dramatización de un incidente narrado por Winston Churchill. Citado en la p. 7 de Politically Incorrect Guide To The Great Depression and the New Deal, de Robert P. Murphy.
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