La reforma de las empresas estatales es un reto clave al que se enfrentan los líderes del país asiático
Un edificio de la petrolera pública china Sinopec, la empresa del país con más ingresos /ANDY WONG (AP)
XAVIER FONTDEGLÒRIA
Si en algo están de acuerdo economistas, empresarios y políticos de dentro y fuera de China es en la necesidad de reformar las empresas estatales. En la historia reciente del país, varios líderes chinos han mostrado su voluntad de hacerlo: unos han promovido cambios significativos, otros no se han atrevido y otros se han quedado a medio camino. Ahora es el turno de Xi Jinping, durante cuyo mandato está demostrando tener suficiente mano dura para enfrentarse a cualquier aspecto que pueda poner en riesgo la continuidad del Partido Comunista, desde la corrupción a la disidencia. La posibilidad de un frenazo económico que pueda debilitar su poder le urge a aplicar esta misma política con las empresas estatales, una vez diagnosticado que son una de las causas de la enfermedad que padece la economía china, aunque el tratamiento sea doloroso.
Estas grandes compañías son todo un obstáculo para los que consideran, como el Partido Comunista proclamó hace dos años, que las fuerzas del mercado deben desempeñar un papel primordial en la economía. En China hay unas 155.000, abarcan sectores como la banca, energía o telecomunicaciones, gestionan activos por valor de 14,5 billones de euros y emplean a 37 millones de personas. Herencia de la economía planificada que estableció Mao Zedong, son el brazo que le permite al Partido conservar su poder en industrias estratégicas.
El problema es que no son eficientes y lastran el desarrollo del sector privado. Sus directivos son cargos políticos que toman decisiones acorde con los intereses del Partido y no por criterios económicos. Se desenvuelven en un régimen de casi monopolio gracias a leyes que favorecen su dominio, gozan de subvenciones y se quedan con gran parte del pastel del crédito. Ante el convencimiento de que son demasiado grandes para caer y que el Estado intervendrá en caso de dificultades, muchos de los recursos invertidos en ellas caen en saco roto.
“Estas empresas han sido una parte indispensable de la exitosa historia de crecimiento de China, pero ahora sufren problemas de baja productividad, falta de innovación, poca competitividad en el exterior y corrupción. La reforma es necesaria”, asegura Xiao Geng, profesor de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Hong Kong. El avance del proceso de reforma está siendo tan lento que resulta insignificante. Según un informe de la Cámara de Comercio Europea en China, solamente las compañías farmacéuticas aseguran haber notado una mejora en los últimos dos años en este ámbito. Globalmente, “no se ha observado un cambio real y el dominio de las empresas estatales no se ha reducido”.
Proyecto de reforma
Las autoridades chinas presentaron hace pocos días su propuesta de reforma. El proyecto se basa en su privatización parcial, la profesionalización de su gestión y fusiones. Las compañías se dividirán en dos tipos, unas con fines comerciales y otras con fines sociales. En todos los casos, advierte esta declaración, “se reforzará y mejorará el liderazgo del Partido” sobre estas empresas.
La propuesta ha sido recibida con escepticismo. “Es decepcionante. La entrada de capital privado no es nada nuevo: más del 80% de las empresas estatales están ya parcialmente privatizadas y este factor en sí mismo no ha ayudado mucho a mejorar su rendimiento. La esperanza es que el Gobierno se aleje de la gestión del día a día, pero las autoridades chinas aún parecen reacias a dar un paso atrás”, asegura Capital Economics en una nota a clientes.
No es un cambio fácil. El statu quo funciona para unos pocos que se han enriquecido y han gozado de numerosos privilegios durante las últimas décadas. Estas familias y sus patrones políticos han acumulado mucho poder y forman un frente contra el cual Xi Jinping no parece dispuesto a enfrentarse. “Es un documento de consenso que intenta reflejar los distintos puntos de vista que existen en el seno del Partido Comunista y la sociedad china. No es un plan ideal, pero soy optimista en que podamos ver una mayor competencia, más responsabilidad y una mejor provisión de bienes públicos en el futuro”, explica Xiao.
Otro de los problemas de una reforma drástica y privatizaciones a gran escala es su posible impacto en el mercado de trabajo. Cuando el exprimer ministro Zhu Rongji emprendió a finales de los noventa del siglo pasado la última gran oleada de privatizaciones, unas 60.000 compañías cerraron y 40 millones de trabajadores fueron despedidos. Las magnitudes serían ahora menores, pero China no quiere sobresaltos en los niveles de empleo —garante de la estabilidad social— y menos en un momento en que su economía sigue desacelerándose. Pese a la fuerte oposición interna, Zhu logró imponer sus tesis y dirigió al país.
Un heterogéneo grupo de compañías con privilegios
Las mayores empresas estatales chinas son solo un centenar, administradas por la Comisión para la Supervisión de Activos Estatales (SASAC). Entre ellas están las grandes petroleras, eléctricas, compañías de telecomunicaciones, grandes constructoras, aerolíneas o bancos, sectores considerados estratégicos para el Gobierno. Sin embargo, hay muchas otras compañías estatales (unas 80.000, según estimaciones oficiales) que se consideran empresas de tamaño medio y operan en industrias no tan determinantes como la restauración, la hostelería o las ventas minoristas. En su mayoría son propiedad de las administraciones locales. Ser más pequeñas, sin embargo, no significa que pierdan privilegios. Tienen garantizadas mejores condiciones de financiación, subvenciones y menos presión para cumplir con las normas. Los analistas consideran que su privatización sería un paso crucial para la economía porque son compañías con una productividad aún baja.
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