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lunes, 17 de agosto de 2015

Guerra de divisas y burbuja emergente



Guerra de divisas y burbuja emergente

Publicado el 14 agosto 2015 por Juan Ramón Rallo
La triple devaluación del yuan por parte de China ha generalizado los temores de que pueda desatarse una guerra de divisas internacional. Incluso muchos de los que han defendido durante años las devaluaciones competitivas como vía para superar la crisis económica occidental observan con cautela el ciclo de acontecimientos que podría desencadenar la nueva política cambiaria china. No es para menos: toda guerra de divisas es un proceso de destrucción mutua asegurada.
Los efectos de una guerra de divisas
Adam Smith explicó por qué la división del trabajo era preferible a la producción aislada: la posibilidad de que cada individuo se especialice en producir unos pocos bienes que luego intercambiará por el resto de bienes en los que se hayan especializado otros individuos permite multiplicar la productividad conjunta del sistema económico. David Ricardo demostró cuál era el criterio por el que cada individuo se especializaría dentro de la división global del trabajo: cada cual nos dedicaremos a aquello en lo que somos relativamente mejores que el resto (principio de ventaja comparativa).
La división del trabajo basada en las ventajas comparativas también aplica al comercio internacional entre áreas económicas: en ausencia de artificiales barreras políticas-arancelarias, cada conjunto de individuos asociados cooperativamente (empresas o clusters de empresas) se insertan en una división mundial del trabajo especializándose en aquellas actividades donde competitivamente son capaces de maximizar el valor añadido generado; es decir, donde fabrican la mayor valor posible por unidad de input (esto es, generan la mayor utilidad al menor coste de oportunidad posible).
La competencia en términos de ventajas comparativas nos beneficia a todos: que aparezca alguien que sea relativamente mejor en producir el bien X que quien venía siéndolo relativamente hasta ahora incrementa la disponibilidad global de bienes y servicios. Esto es, mejorar la eficiencia de una unidad productiva dentro de la división global del trabajo (aunque esa mejora de eficiencia implique desplazar a otros productos que devienen relativamente ineficiente) es ventajoso para la coordinación del sistema.
No sucede lo mismo con la competencia dentro de la división del trabajo basada en una guerra de devaluaciones: una devaluación monetaria no incrementa el valor por unidad de input generada por las empresas de un país. La productividad del país que devalúa sigue siendo la misma pero, en cambio, ven mejorada su competitividad internacional gracias a que han hundido el valor de su divisa frente a otras monedas. La producción total no se incrementa: tan sólo se redistribuyen el acceso a los mercados. Dicho de otro modo, las pautas de especialización de la división global del trabajo dejan de estar basadas en las ventajas comparativas de los agentes o de las áreas económicas y pasa a fundamentarse en movimientos políticos del valor de unas divisas asociadas a arbitrarios bloques nacionales. No estamos ante un juego de suma positiva, sino en la mayoría de los casos de suma cero o incluso negativa: un país que padece un problema de competitividad por haber perdido su ventaja comparativa (y no haber encontrado todavía otra que la reemplace) le exporta a otro su crisis por la vía de la devaluación.
Por tanto, el primer efecto adverso de una guerra de divisas es que el patrón de especialización de cada unidad productiva dentro de la división global del trabajo no sólo está manipulado políticamente, sino que fluctúa al ritmo de los caprichos devaluadores o revaluadores del banco central de turno (las empresas que son rentables hoy pueden dejar de serlo mañana aunque no haya aparecido ningún competidor superior). Pero, a su vez, existe otro serio problema asociado a las devaluaciones competitivas que repercute muy negativamente sobre la capacidad para incrementar a largo plazo el valor generado por unidad de input: el fenómeno del “dinero caliente”.
En la medida en que un inversor prevea que la divisa en la que tiene denominadas sus inversiones va a sufrir una devaluación, intentará sacar sus ahorros del bloque nacional que vaya a sufrir una devaluación para ponerlos a buen resguardo en aquellas divisas que no espere que se vayan a devaluar (o que espere que se vayan a devaluar en una menor medida). Esto provoca dos efectos negativos: el primero es que el país receptor de los capitales puede emborracharse por la financiación barata: si, por ejemplo, el capital llega en forma de crédito a corto plazo, puede caer en la torpe tentación de confiar que ese ahorro estará disponible a largo plazo, emprendiendo inversiones que tendrán que liquidarse precipitadamente en el futuro. El segundo es que el país que expulsa tales capitales ante la perspectiva de devaluación será incapaz de aprovecharlos internamente en capitalizarse y en construir nuevas ventajas comparativas mientras esa perspectiva de nuevas devaluaciones no se despeje.
En un mundo de devaluaciones competitivas, pues, los capitales se mueven alocadamente buscando refugio de un lado a otro en lugar de buscando oportunidades de inversión productivas a largo plazo: no sólo se quiebran los flujos comerciales, sino también los flujos financieros. Nada de esto sucedía bajo el patrón oro donde, en tanto en cuanto existía una única divisa global (el oro) los flujos de capitales internacionales se dirigían a invertir a largo plazo en aquellas zonas económicas con ventajas comparativas por desarrollar.
Las implicaciones de la devaluación del yuan
La devaluación del yuan en un 4,5% constituye un episodio más de la guerra de divisas que viene reproduciéndose entre las principales economías mundiales desde el comienzo de la crisis. No en vano, desde que la Fed puso en marcha los QE, el dólar se ha depreciado un 11% con respecto a la divisa china; desde que Japón ejecutó el Abenomics, el yen lo ha hecho en un 37%; y desde que Draghi implementó su programa de deuda pública europea, el euro ha caído un 21%. Todas las economías han intentado dopar su proceso de recuperación sin proceder a una reestructuración profunda de sus aparatos productivos y de su apalancamiento financiero.
Y el experimento no ha salido gratis, al menos para los países emergentes: la flexibilización cuantitativa de la Fed inundó el mundo de dólares (salidas de capitales estadounidenses buscando una mayor rentabilidad) contribuyendo a expandir el crédito bancario local y  a generar una burbuja de activos en los mercados emergentes (incluido el valor de sus divisas); y posteriormente el Abenomics y elDraghinomics ayudaron a diferir el pinchazo de la burbuja de activos en los emergentes después de que la Fed anunciara el tapering y, con él, comenzaran a regresar los capitales desde los emergentes hacia EEUU. La sangre no terminó de llegar al río porque los fundamentales de las economías emergentes parecían resistir, al menos en los casos de China, India y en menor medida Turquía.
Pero las recientes noticias sobre la desaceleración china han cambiado el escenario macroeconómico: de entrada sabemos que China está creciendo menos de lo deseado por sus autoridades, aunque es difícil estimar cuánto dada la opacidad de muchos de sus datos oficiales; de intermezzo, hemos constatado que la magnitud del parón, anticipada por el pinchazo de su burbuja bursátil, ha sido de suficiente magnitud como para que el Banco Central Chino devalúe el yuan durante tres jornadas consecutivas; y de salida, tememos que las reverberaciones del movimiento pueden ser difíciles de controlar.
Comencemos por las implicaciones para China: ¿es ésta devaluación suficiente como para que China recupere el impulso que parece estar perdiendo? Si los inversores terminan creyendo que sí, el país no tendría que preocuparse por experimentar fugas adicionales de capitales, pero, si los inversores se barruntan que no, no creerán al Banco Central Chino cuando afirma que el ajuste del yuan ya ha terminado. Y si no se lo creen, la fuga de capitales proseguirá, ante lo cual el Banco Central de China tendrá dos opciones: o dejar que el yuan flote libremente y se siga depreciando frente al dólar (es decir, no defender el tipo de cambio y permitir que se vendan activos en yuanes para comprar dólares) o utilizar su gigantesca reserva de activos en dólares para evitar la depreciación del yuan (es decir, el Banco Central vende activos en dólares contra dólares y los utiliza para recomprar los yuanes que se están vendiendo).
Sigamos con las implicaciones para EEUU: en caso de que el Banco Central de China permita que el yuan fluctúe, el dólar se apreciaría no sólo frente al yuan, sino frente al resto de divisas, lo que dañaría la competitividad de EEUU (lograda en parte merced a la depreciación del dólar inducida por los QE) y destrozaría a todas las familias y empresas de países emergentes que aprovecharon los bajos tipos de interés estadounidenses para endeudarse en dólares. En caso de que el Banco Central de China use sus reservas en dólares para defender el tipo de cambio, el dólar no se apreciaría frente el yuan, pero la venta de activos en dólares sí aceleraría la subida de tipos de interés de activos en dólares (si se liquidan activos en dólares, el tipo de interés de mercado de esos activos aumenta), lo que repercutiría negativamente no sólo sobre la propia economía estadounidense, sino que también además aceleraría la fuga de capitales desde el resto de países emergentes hacia EEUU (tratando de aprovecharse de los altos tipos de interés), depreciando sus divisas frente al dólar.
Y terminemos con las implicaciones para los emergentes, los cuales se encuentran literalmente entre Escila y Caribdis. Como hemos visto en los párrafos anteriores, en caso de que los capitales sigan saliendo de China por falta de confianza inversora en que no habrá más devaluaciones del yuan, es altamente probable que las divisas de estos países se deprecien: no frente el yuan, sino frente al dólar. Esto provocará que parte de su problema de competitividad permanezca intacto (habrán perdido competitividad frente a China) y que, en cambio, su problema financiero se haya agravado (su deuda en dólares será más difícil de devolver). Por tanto, tanto aquellos emergentes que, como Brasil, exporten a China como aquellos otros que, como India, compitan con ella en otros mercados globales, verán resentirse sus exportaciones tras la devaluación del yuan: en esta tesitura, la decisión común debería ser la de, a su vez, promover una depreciación de sus divisas frente al yuan (para recuperar competitividad), pero con ello lograrían de rebote una sobredepreciación de su tipo de cambio frente al dólar, abocando a la quiebra a sus empresas locales endeudadas en dólares.
En suma, la devaluación del yuan abre un período de incertidumbre por cuanto podría contribuir a derrumbar al castillo de naipes financiero que los bancos centrales han construido como atajo para superar en falso la actual crisis económica. Si la economía China reacciona positivamente a la devaluación, los inversores se convencen de que no habrá nuevas sorpresas, y además el resto de países emergentes no salen especialmente damnificados de la pérdida de competitividad, todo habrá quedado en una anécdota; si, en cambio, la economía china sigue deteriorándose (y, en consecuencia, se anticipan nuevas devaluaciones del yuan) o si el resto de economías emergentes sufren desproporcionadamente la triple devaluación del yuan y se ven empujadas a hacer lo propio con sus divisas, podríamos estar al inicio de una nueva contracción crediticia global, a menos que el BCE, el Banco de Japón y la Reserva Federal se decidan a prolongar adicionalmente sus respectivas flexibilizaciones cuantitativas y los inversores continúen aceptando el riesgo de endeudarse en euros, yenes o dólares para invertir en emergentes. Pero tarde o temprano, el pinchazo y reajuste tendrá que llegar: cuanto más tarde, más duro será.

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