Tras las elecciones generales en Grecia a finales de enero y la llegada al poder de la izquierda radical (Syriza), formando un Gobierno de coalición con un partido antieuropeo de la ultraderecha (Griegos Independientes), se ha abierto para la zona euro un nuevo capítulo de tensiones y desencuentros entre el Eurogrupo y el Ejecutivo heleno.
Alexis Tsipras había prometido a su electorado poner fin a las políticas de ajuste fiscal y de reformas estructurales de sus predecesores, por considerar que constituían una imposición de la troika (léase Alemania), lo que es inaceptable para un país soberano, y que no habían hecho más que empobrecer a gran parte de la población, hiriendo su orgullo. Ni una palabra sobre las causas internas que habían llevado al país al borde de la quiebra (unas políticas económicas y presupuestarias nefastas, la corrupción y el clientelismo como comportamiento político normal, una increíble evasión fiscal como deporte nacional). El jefe del nuevo Ejecutivo también se ha callado que los Gobiernos anteriores no han cumplido ni mucho menos a rajatabla con sus compromisos, sino que han mostrado bastante flexibilidad a la hora de interpretar los acuerdos, especialmente en materia de reformas estructurales.
Los griegos que votaron a Syriza adoran a Tsipras como si de Robin Hood se tratara. Se han creído el cuento de que no había que preocuparse por la elevada deuda soberana del país, pues los acreedores internacionales terminarían condonándola. También dan por hecho que los socios europeos volverían a conceder las ayudas financieras necesarias, solo que de ahora en adelante sin condiciones y controladores exteriores. ¿A quién no le gustan los cheques en blanco? ¿Tienen los griegos un ADN propio que crea una mentalidad de vivir a costa de otros? Si uno hace un poco de memoria literaria se encuentra con que el célebre escritor francés Edmond About, en un ensayo titulado La Gréce contemporaine (1853), caracterizó a Grecia como el único ejemplo de un país moderno que desde su nacimiento en 1830 estaba en quiebra total debido a un gasto público excesivo y a la negativa de los ciudadanos a pagar impuestos. Por aquel entonces fueron tres potencias garantes (Gran Bretaña, Francia y Rusia) las que mantuvieron a flote al país. Poco o nada parecen haber cambiado los comportamientos. Hoy los garantes de la supervivencia del país heleno son 18 estados de la zona euro (y sus contribuyentes), algunos más pobres que Grecia, junto con la Comisión Europea y el FMI, con unos cuantiosos préstamos, y el BCE, que le facilita a los cuatro bancos helenos generoso acceso a los fondos de liquidez de emergencia y abre de este modo indirectamente una línea de financiación a corto plazo para el Gobierno (lo que stricto sensu no es lícito).
¿Hasta cuándo?
Tsipras y su ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, empezaron su mandato negándose rotundamente a reconocer la realidad de los hechos. Primero intentaron dividir políticamente al Eurogrupo, aliar a Italia y Francia a su causa y aislar a Alemania, sin conseguirlo. Luego, en las reuniones del Eurogupo y en el Consejo Europeo presentaron con tácticas dilatorias largas listas con “ideas” sobre reformas con un denominador común: la falta de concreción y de credibilidad, lo cual ha puesto a más de un homólogo europeo los pelos de punta. Los nuevos mandatarios también jugaron la carta del chantaje, insinuando el impago de deudas, una salida de la zona euro, el boicot a la política exterior común de aplicar sanciones económicas a Rusia por el conflicto de Ucrania, y la movilización de apoyos financieros por parte de países terceros (Rusia, China). Hasta ahora, esta estrategia no ha dado los frutos esperados. Los Gobiernos europeos se mantienen firmes en su postura común de no desbloquear el último tramo del segundo programa de rescate (7.200 millones de euros) para que Grecia pueda atender sus compromisos financieros hasta julio mientras el Ejecutivo se resista a las reformas necesarias en su país. La luz verde la tiene que dar la tan odiada troika. La operación cosmética de salvarle la cara a Tsipras suprimiendo esa denominación y hablando ahora del “Grupo de Bruselas” no ha eliminado ningún problema ni requisito.
El Ejecutivo de Tsipras está causando mucho daño a su propio país. La Comisión Europea ha rebajado recientemente la previsión de crecimiento para este año del 2,5% al 0,5%, principalmente porque ya se han perdido cuatro preciosos meses para empezar a recuperar la confianza de los inversores internacionales (financieros y empresariales). ¿Por qué confiar desde Europa en el nuevo Ejecutivo, si no lo hacen los propios griegos? Lo grande que es la desconfianza de los ciudadanos en la política económica de Syriza se manifiesta en la enorme fuga de capitales al extranjero y la desbandada de depósitos bancarios de gente de a pie desde enero por temor a la imposición de un corralito bancario. Es probable que al final se llegue a algún acuerdo, aunque descafeinado. Los recientes cambios en el equipo negociador —menos poder para Varoufakis y más responsabilidades para dos políticos de la cúpula de Syriza, Euclid Tsakalotos y George Chouliarkis, que no son arrogantes y engreídos como aquel y estilan un tono cortés de diálogo— pueden facilitar algo las cosas. Pero a día de hoy nadie sabe si Tsipras, que es el que ordena y manda, va a moderar o no sus planteamientos populistas de soberanía intocable. Si lo hiciera, numerosos diputados de Syriza en el Parlamento griego podrían denegarle su apoyo, provocar la caída del Gobierno y forzar nuevas elecciones generales. Por consiguiente, sería prematuro pensar ya ahora, como hacen algunos, en la configuración de un tercer programa de rescate para Grecia (a partir de otoño).
El Eurogrupo tiene que dejar bien claro que lo que vale son exclusivamente las normas de la eurozona tal y como han sido establecidas en el Tratado de Maastricht y en acuerdos intergubernamentales posteriores. Para que esto sea creíble y se entienda en Atenas, los máximos líderes políticos europeos (Merkel, Hollande, Juncker, Schulz, Draghi) deben acabar con declarar oficialmente que la unidad de la zona euro es un tabú, cueste lo que cueste. No tiene sentido mantener unido lo que conjuntamente no funciona. Más sentido tiene pensar en un plan B para Grecia.
Ese plan B podría contemplar dos opciones. Una sería la de combinar futuras ayudas financieras a Grecia en euros para garantizar el servicio de la deuda externa con la emisión de otro medio de pago para las transacciones económicas internas. El Gobierno pondría en circulación una moneda paralela, una especie de euro griego (geuro). Técnicamente podían ser pagarés con los que el Gobierno afrontaría los gastos corrientes como sueldos, pensiones y subsidios de desempleo. Las empresas y los consumidores los utilizarían para sus respectivas operaciones. El geuro no sería convertible en divisas. Probablemente se depreciaría frente al euro. Esto mejoraría la competitividad- precio de las exportaciones, incluido el turismo extranjero. Pero la sociedad sufriría el efecto pobreza que una depreciación cambiaria siempre acarrea debido al encarecimiento de las importaciones que acelera la inflación. El geuro no tiene por qué ser permanente. Se le puede poner fin en cuanto los principales problemas del país hayan sido subsanados. La otra opción del plan B sería la salida de Grecia de la zona euro. También en este caso se le podrían ofrecer al Gobierno heleno unas ayudas financieras durante un tiempo determinado, destinadas a cubrir las necesidades de gasto más apremiantes y evitar un repudio de la deuda exterior, que de producirse expulsaría a Grecia de los mercados de capital por un tiempo indefinido. Grecia recuperaría la autonomía sobre las políticas presupuestarias, monetarias y cambiarias que podría instrumentalizar de la mejor manera posible para sanear la economía. El país tomaría su futuro en sus propias manos.
Un Grexit ordenado no tiene por qué ser traumático para la zona euro. Por el contrario, la arquitectura de gobernanza de la zona euro ganaría credibilidad y quedaría fortalecida. En todos los países miembros habría, por el interés que les trae, un fuerte incentivo de respetar en el futuro mejor que en el pasado las reglas económicas e institucionales de la unión monetaria. Los inversores financieros internacionales tomarían nota de la determinación de los Gobiernos europeos de consagrar la zona euro como un área de estabilidad con un elevado potencial de crecimiento económico y de creación de empleo y, por fin, liberado de reiterativas crisis de insolvencia soberana. Todos ganaríamos.
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