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jueves, 25 de junio de 2015

El estado es cualquier cosa menos “emprendedor”




Después del fracaso empírico del socialismo en la Unión Soviética y la correspondiente impopularidad del control estatal de la economía, los economistas y políticos de izquierdas han recurrido cada vez más a otras justificaciones para la intervención del estado en la economía, siendo el cambio climático un ejemplo concreto. Alternativamente, una de las formas más “de moda” de justificar el intervencionismo estatal ha sido una teoría “dinámica” del estado. Esta teoría tiene sus mejores representantes en el intento del premio Nobel, Joseph Stiglitz, en recuperar la política industrial o en el libro de 2013 de Mariana Mazzucato, titulado The Entrepreneurial State.
Desde este punto de vista, se considera al Estado, no como una entidad “indolente, burocrática, intere, ‘entrometida’”, sino como una entidad emprendedora dinámica, capaz de financiar directamente y ser un agente principal en desarrollar avances tecnológicos que podrían dirigir una economía de éxito.
En The Entrepreneurial State, Mazzucato no consigue ofrecer ninguna teoría convincente sobre cómo es superior el mecanismo del estado emprendedor a la hora de determinar la asignación de fondos de inversión (el mecanismo político o burocrático) al mecanismo de pérdidas y ganancias en el que operan los actores del mercado. A lo largo de su libro, al razonamiento económico de Mazzucato le falta uno de los axiomas más básicos de la economía, que es la mentira de la ventana rota. La mentira de la ventana rota, como señalaba Henry Hazlitt en 1946:
Es la tendencia persistente de los hombres a ver solo los efectos inmediatos de una política concreta, o sus efectos solo sobre un grupo concreto, y a olvidar investigar cuáles serán los efectos a largo plazo de esa política, no solo en ese grupo concreto, sino en todos los grupos. Es la mentira de desdeñar las consecuencias secundarias.
Los grupos concretos a los que se refería antes Hazlitt son aquellos sectores en los que Mazzucato centra sus casos, principalmente las energías verdes y eólica. Es fácil, pero inútil explicar los efectos de la política desde un punto de vista positivo cuando el único enfoque se realiza sobre el sector subvencionado, en el caso de las energías verdes, del orden de miles de millones de dólares cada año. Lo que no se ve, sin embargo, de estas prescripciones políticas, es qué podría haber ocurrido si estos recursos no los hubiera consumido la ineficiente industria de las energías verdes. Nadie puede decir dónde habrían acabado los fondos o cómo se habrían gastado, pero sin duda es cierto que al subvencionar las energías verdes, esto significó que el dinero no estuviera disponible para que otros sectores crecieran e innovaran, ni estuviera en los bolsillos de los contribuyentes para decidir por sí mismos dónde querrían que fuera su dinero.
En todos los mercados que mencionaba Mazzucato como apropiados para la inversión estatal, lo estaban debido al fracaso privado del sistema de mercado para proporcionar esta investigación, como las energías verdes y el farmacéutico. Mazzucato no considera que sean las distorsiones causadas por las propias intervenciones públicas en estos mercados la causa de los “fracasos” del mercado: esta es la mentira de la “pierna no rota” de Robert Higgs a grandes rasgos:
Esta es la presunción, que subyace a todo tipo de intervención estatal, tanto macro como microeconómica, en el sistema de mercado, de que los participantes en los mercados son perfectamente capaces de actuar más productivamente, pero, debido a diversos “fallos del mercado”, no lo hacen por sí mismos y hace falta la acción del estado para arreglar la situación. La mentira es que este razonamiento ignora completamente las incontables maneras en que las propias intrusiones e intervenciones del estado en el sistema económico en la práctica “rompen las piernas” de los actores del sector privado al distorsionar precios (incluyendo tipos de interés), penalizando actividades productivas y subvencionando acciones destructivas. Tras invadir el orden económico como el proverbial chino en una cacharrería, los peones del estado (…) culpan a los “fallos del mercado” por el destrozo que ellos mismos han creado: un continuo revoltijo de malos incentivos.
A pesar de la insistencia de Mazzucato en que las innovaciones, como los ferrocarriles transcontinentales, se hicieron posibles por la promoción y la subvención del gobierno, que no podría haberse hecho de otra forma (el argumento de “no creaste eso”) el historiador Burton W. Folsom Jr., en su libro reciente, recuerda cómo el empresario James J. Hill superó todos los obstáculos (incluyendo la competencia directa de los competidores subvencionados y dirigidos por el gobierno) para crear un ferrocarril transcontinental con éxito sin todos los problemas emergentes que habían afectado a los ferrocarriles de Union Pacific, Northern Pacific y Central Pacific, debido a su construcción y (mala) gestión.
Al contrario que los ferrocarriles subvencionados federalmente, Hill tuvo que asegurarse de que su vía estaba construida tan eficiente y duraderamente como fuera posible, eligiendo rutas para ella que aseguraran que habría clientes que le pagarían por usarla. Si escaseaban las personas residiendo en una zona en la que estaba construyendo su vía, Hill estimulaba el asentamiento mediante una combinación de incentivos.[1] Las subvenciones públicas, por otro lado, generaban incentivos perversos que subvencionaban la ineficiencia, acabando así con despilfarro y corrupción en torno a las líneas, llevando finalmente a la insolvencia de los transcontinentales públicos.
Mazzucato menciona a los hermanos Wright en su libro,[2] pero no menciona que Wilbur y Orville Wright fueron capaces de superar a Samuel Langley, financiado por el gobierno (en torno a los 50.000$), utilizando menos de 2.000$ de su propio dinero. Langley, a pesar de ser el líder en la carrera por volar y estar altamente subvencionado por el gobierno no desarrolló nada útil (sus aeródromos no parecían hacer poco más que caer de narices al río) y fue superado por los dos inventores de Dayton, Ohio, que estaban usando las ganancias de una pequeña tienda de bicicletas para financiar sus experimentos de vuelo. Irónicamente, “El Boston Herald reclamaba a Langley que abandonara las máquinas voladoras y se centrara por el contrario en los submarinos”,[3] reconociendo la persistente tendencia de los dirigidos o financiados por el estado a fracasar debido a su falta de sensibilidad a las señales del mercado, como el mecanismo de pérdidas y ganancias.
La historia está repleta de ejemplos de empresarios que superan al Estado. Los mercados son mecanismo imperfectos, es verdad, pero lo que debe recordarse es que la alternativa, el gobierno, es habitualmente mucho peor.

[1] Burton W. Folsom, Jr. y Anita Folsom, Uncle Sam Can’t Count: A History of Failed Government Investments, from Beaver Pelts to Green Energy (Nueva York: Broadside Books, 2014), pp. 75-95.
[2] Mariana Mazzucato, The Entrepreneurial State: Debunking Public vs. Private Sector Myths (Londres: Anthem Press, May 2013), p. 59 n1.
[3] Folsom, Uncle Sam Can’t Count, pp. 121-138.

Publicado el 29 de julio de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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