Federico Steinberg
(*) Publicado el 30/5/2015 en Expansión.
Los votantes europeos están revueltos. En los últimos meses se han producido elecciones en varios países europeos, desde el Reino Unido hasta Polonia, pasando por las elecciones autonómicas y municipales en España, y las ya más lejanas elecciones griegas que dieron el triunfo a Syriza, abriendo un nuevo episodio de la crisis griega que aún no se ha cerrado. En los resultados electorales puede leerse de forma más o menos explícita una crítica a la Unión Europea y a sus políticas. Aunque es importante recordar que los electores suelen votar en clave nacional, es evidente que el corsé que impone la Unión Europea tiene mucho que ver con el voto a opciones críticas con el modo en el que está funcionando Europa. Esto es muy claro en los países como Grecia, que han visto cómo su política económica pasaba a estar dictada por la Troika. Pero también puede apreciarse en la victoria de David Cameron en Reino Unido, que basó parte de su campaña en un compromiso de renegociar la relación británica con la Unión y someter a referéndum la pertenencia del Reino Unido a la UE en 2016.
En el caso de Polonia, que celebró elecciones presidenciales el pasado domingo, el ultraconservador Andrzej Duda venció a su rival liberal (y europeísta) con un mensaje nacionalista que plantea que lo europeo representa posiciones demasiado próximas al relativismo, al liberalismo internacionalista y a la postmodernidad cosmopolita, que no casan bien con la identidad polaca.
Por último, en el caso español, los postulados eurocríticos de Podemos obtuvieron un resultado notable. Sin embargo, su irrupción (y la de Ciudadanos) parece que no reconfigurará de forma radical el sistema político español. Los dos principales partidos retienen más del 50% del voto, lo que se traduciría en casi dos tercios de los escaños en el Congreso de los Diputados si se trasladaran estos resultados a unas elecciones generales. Sin embargo, nadie niega que los resultados reflejan un importante descontento de amplias capas de la ciudadanía con la forma en la que se está gestionando la crisis.
El sentimiento de descontento se refleja también en los resultados de los últimos eurobarómetros, donde el apoyo a la Unión Europea ha venido descendiendo, aunque todavía sea muy amplio. Así, según los últimos datos disponibles, del otoño de 2014, el 39% de los europeos tiene una visión positiva de la Unión, el 22% una visión negativa y el 37% una visión neutra. Asimismo, el 56% se declara optimista sobre el futuro de la UE, mientras que el 37% se declara pesimista. Por último, los europeos identifican como principales problemas el desempleo, un 45%; la situación económica, un 24%; y la inmigración, un 18% (en los países acreedores del norte la preocupación por los problemas económicos y el desempleo es notablemente menor que en los deudores del sur).
Propuestas de reforma
En este contexto, parece que algo se está removiendo en Bruselas. Aunque los pasos que se darán serán siempre lentos y una reforma de los tratados es inconcebible en la actual coyuntura política, parece atisbarse una estrategia por parte de los principales países del euro para comenzar a recuperar la confianza de la ciudadanía en la Unión. En la última semana hemos conocido la existencia de varias propuestas para mejorar la gobernanza económica de la zona euro. Todas pasan por profundizar en la integración añadiendo elementos en materia fiscal y de coordinación económica que permitan frenar la divergencia tanto entre el norte y el sur como entre los beneficiados y los perjudicados por la crisis (y por la globalización). Francia y Alemania han puesto sobre la mesa una propuesta conjunta en esta dirección, Italia ha hecho lo mismo con alternativas algo más tímidas y España se ha desmarcado con un documento mucho más radical. Aboga por modificar el mandato del BCE para que, además de controlar la inflación, se ocupe de forma explícita de evitar los desequilibrios macroeconómicos entre países (léase, el elevado paro en el sur de Europa). Además, propone medidas para aumentar la movilidad laboral en Europa y crear un presupuesto común para la zona euro, así como una agencia europea de deuda que termine por emitir eurobonos. Por último, reclama completar la unión bancaria mediante un backstop fiscal, un fondo de garantía de depósitos común y nuevas medidas que permitan la aparición de bancos trans-europeos que operen en todos los países, rompiendo así la fragmentación y el sesgo nacional que aún existe en el mercado financiero.
Estas propuestas sirven para calentar motores antes de la publicación del Informe de los cuatro presidentes (el del BCE, el de la Comisión, el del Consejo y el del Eurogrupo), que se publicará en los próximos meses con la hoja de ruta actualizada sobre cómo continuar mejorando la arquitectura institucional del euro para que funcione, mientras mantenemos los dedos cruzados para que no se produzca un Grexit. También sirve para mandar una señal a países no euro como Reino Unido y Polonia. El mensaje para ellos sería algo así como “nosotros vamos a seguir profundizando en la integración, y lo haremos alrededor del euro. Si estáis pensando en participar (mensaje a Polonia) daos prisa y no titubeéis con el nacionalismo. Si no queréis formar parte de esta integración más profunda (mensaje para el Reino Unido) no nos pongáis palos en las ruedas y, sobre todo, no penséis que el tema británico es lo más importante que pasará en Europa en los próximos años”.
¿Hacia la unión política?
Pero más allá del tacticismo político o de la viabilidad política de las propuestas, que supone dar nuevos pasos hacia los Estados Unidos de Europa y que ya han encontrado fuertes reticencias por parte de Alemania en los aspectos monetarios, lo que cabe preguntarse es si la ciudadanía quiere una mayor cesión de soberanía hacia el centro. Al fin y al cabo, el sustento político a una mayor integración y solidaridad requiere de la percepción de cierta identidad común, identidad que siempre se afirma que en Europa no existe. Aquí, los datos del eurobarómetro vuelven a ser útiles. En contra de la intuición, el 62% de los ciudadanos de la eurozona se consideran tanto ciudadanos europeos como de su país, mientras que para los europeos que no son de la zona euro esta cifra cae al 53% (Reino Unido es el país menos europeísta, el 58% de su población solo se considera británica). Esto significa que hay más “identidad” europea de la que suele pensarse, y que ésta es más intensa en los países de la zona euro, cuyos ciudadanos, además, apoyan la pertenencia a la moneda única en porcentajes cercanos al 70%. Llegando a una interpretación más arriesgada de los datos, incluso podría afirmarse que la ciudadanía ha entendido que, en la UE, el concepto de Estado-nación ha sido sustituido por el de Estado miembro, ya que la soberanía está compartida y, con ella, también empieza a estarlo el sentimiento de pertenencia o identidad.
Si todo esto es o no sustento suficiente para caminar hacia una Europa federal es una pregunta imposible de responder. Pero lo que sí parecen querer los electores es una Europa que funcione mejor, y parecen entender que para lograrlo hace falta una Europa más integrada.
Por lo tanto, para recuperar la confianza de la ciudadanía, además de propuestas como la unión energética, la del mercado de capitales o la digital, que son cuestiones técnicas importantes pero que ilusionan poco, lo necesario es poner sobre la mesa medidas de reforma del euro capaces de aumentar el crecimiento y empleo y reducir la desigualdad. Eso es lo que los ciudadanos demandan para recuperar la confianza en Europa. Está por ver si los líderes políticos y las instituciones pueden dárselo.
Federico Steinberg
Investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid | @Steinbergf
Investigador principal del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid | @Steinbergf
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