Buscar este blog

martes, 1 de septiembre de 2015

Confesiones de un progresista de derechas


 
[Esta pieza clásica apareció en Ramparts, VI, 4. 15 de junio de 1968. Fue la culminación de una tendencia ideológica que empezó unos pocos años antes cuando libertarios coherente, liderados por Rothbard, sintieron un distanciamiento de la derecha estadounidense debido a su apoyo al militarismo, el poder policial y ele stado corporativo. Aquí Rothbard presenta una justificación de por qué el y los demás se habían dado cuenta, en 1968,al renunciar a la derecha como un movimiento viable de reforma hacia la libertad, de que la derecha estaba descaradamente del lado del poder y por tanto desarrollaba una historiografía intelectual alternativa. La relavancia de este ensayo en nuestros tiempos apenas necesita explicación, dado el historial respecto de la libertad del presidente republicano, el congreso y el poder judicial, por no hablar de los medios de comunicación conservadores y de derechas]
 
Hace veinte años, yo era un republicano de extrema derecha, un joven y solitario “neandertal” (como solían llamarnos los progresistas) que creía, como decía mordazmente un amigo, que “el senador Taft se había vendido a los socialistas”. Hoy es más probable que se me califique como extremista de izquierdas, ya que estoy a favor de una retirada inmediata de Vietnam, denuncio el imperialismo de EE. UU., defiendo el Black Power y me acabo a afiliar al nuevo Partido de la Paz y la Libertad. ¡Y aún así mis opiniones políticas básicas no han cambiado lo más mínimo en estas dos décadas!
 
Es evidente que algo va muy mal en las viejas etiquetas, en las categorías de “izquierda” y “derecha” y en las formas en que normalmente se aplican estas categorías a la vida política estadounidense. Mi odisea personal no importa: lo importante es que si puedo moverme de la “extrema derecha” a la “extrema izquierda” simplemente quedándome en mi sitio, deben haberse producido cambios drásticos aunque no reconocidos a lo largo del espectro político estadounidense en la última generación.
 
Me uní la movimiento de la derecha (por dar un nombre formal a un grupo muy laxo e informal de asociaciones) como joven universitario poco después de la Segunda Guerra Mundial. No había dudas de dónde estaba la derecha intelectual de entonces respecto del militarismo y el servicio militar: se oponía a ellos como instrumentos de esclavitud y muerte masivas. El servicio militar, de hecho, se consideraba mucho peor que otras formas de control e incursión estatista, pues mientras éstas solo se apropiaban de la parte de la propiedad del individuo, el servicio militar, como la esclavitud, tomaba su posesión más valiosa: su propia persona. Día tras día, el veterano periodista John T. Flynn (a veces alabado como progresista y luego condenado como reaccionario sin ningún cambio importante en sus opiniones) arremetía implacablemente en la prensa y el la radio contra el militarismo y el servicio militar. Incluso el periódico de Wall Street, el Commercial and Financial Chronicle, publicó un largo ataque contra la idea del servicio militar.
 
Todas nuestras posturas políticas, del libre mercado en economía a la oposición a la guerra y el militarismo, derivaban de nuestra profunda creencia en la libertad individual y nuestra oposición al estado. De forma simplista, adoptábamos la visión habitual del espectro político: “izquierda” significaba socialismo, o poder total del estado; cuanto más a la “derecha” íbamos, menos se favorecía al gobierno. Así que nos calificábamos a nosotros mismos como “derechistas extremos”.
 
Originalmente, nuestros héroes históricos eran gente como Jefferson, Paine, Cobden, Bright y Spencer, pero a medida que nuestras opiniones se hacían más puras y consistentes, abrazamos a semi-anarquistas, como el voluntarista Auberon Herbert y los anarquistas individualistas estadounidenses Lysander Spooner y Benjamin R. Tucker. Uno de nuestras grandes héros intelectuales era Henry David Thoreau, y su ensayo “Desobediencia civil” una de nuestras estrellas polares. El teórico de derechas Frank Chodorov dedicó todo un número de su revista mensual, Analysis, a un elogio a Thoreau.
 
En relación con el resto del escenario político estadounidense, por supuesto sabíamos que la extrema derecha del Partido Republicano no estaba compuesta por individualistas antiestatistas, pero estaban suficientemente cerca de nuestra posición como para hacernos sentir parte de un frente unido cuasilibertario. Bastante para que nuestras ideas estuvieran presentes entre los miembros más extremistas del ala de Taft del Partdo Republicano (mucho más que las del propio Taft, que estaba entre los más progresistas de esa ala) y en organismos como el Chicago Tribune como para hacer que nos sintiéramos a gusto con este tipo de alianza.
 
Es más, los republicanos de la derecha es grandes opositores a la Guerra Fría. Valientemente, los republicanos derechistas extremos, que eran particularmente fuertes en la Cámara, luchaban contra el servicio militar, la OTAN y la Doctrina Truman. Pensemos, por ejemplo, en el representante de Omaha, Howard Buffett, director de campaña de Taft en el Medio oeste en 1952. Era uno de los más extremos de los extremistas, describiendo una vez a la nación como “un joven capaz cuyas ideas se han fosilizado trágicamente”.
 
Llegué a conocer a Buffett como un genuino y razonado libertario. Al atacar la Doctrina Truman en el Congreso, declaró: “Aunque fuera deseable, Estados Unidos no es lo suficientemente fuerte como para ser policía del mundo mediante fuerza militar. Si se intentara, las bondades de la libertad se verían reemplazadas por la coacción y la tiranía domésticas. Nuestros ideales cristianos no pueden exportarse a otras tierras con dólares y armas”.
 
Cuando llegó la Guerra de Corea, casi toda la vieja izquierda, con la excepción del Partido Comunista, se sometió a la mística global de las Naciones Unidas y la “seguridad colectiva contra la agresión” y respaldó la agresión imperialista de Truman en esa guerra. Incluso Corliss Lamont respaldó la postura estadounidense en Corea. Solo los republicanos derechistas extremos continuaron batallando contra el imperialismo de EE. UU. Fue el último gran arranque de la vieja derecha de mi juventud.
 
Howard Buffett estaba convencido de que Estados Unidos era en buena parte responsable del estallido del conflicto en Corea; durante el resto de su vida trató infructuosamente de que el Comité de Servicios Armados del Senado desclasificara el testimonio del jefe de la CIA, el almirante Hillenkoeten, que Buffett me dijo que establecía la responsabilidad estadounidense del estallido coreano. El último movimiento aislacionista conocido se produjo en diciembre de 1950, después de que las fuerzas chinas echaran a los estadounidenses del Corea del Norte. Joseph P. Kennedy y Herbert Hoover realizaron dos rotundos discursos uno detrás de otro pidiendo la evacuación estadounidense de Corea. Como dijo Hoover: “Comprometer a las dispersas fuerzas sobre el terreno de las naciones no comunistas en una guerra territorial contra esta masa territorial comunista [en Asia] sería una guerra sin victoria, una guerra sin una terminación política con éxito (…) que sería la tumba de millones de jóvenes estadounidenses” y el agotamiento de estados Unidos. Joe Kennedy declaró que “si partes de Europa o Asia desean ser comunistas y incluso tienen ofensivas comunistas contra ellas, no podemos detenerlas”.
 
A esto respondió The Nation con la típica acusación progresista de comunismo: “La línea que están fijando para su país podría hacer que suenen las campanas en el Kremlin como nunca desde el triunfo de Stalingrado”; y la New Republic mostraba realmente a Stalin avanzando “hasta que la camarilla estalinista en la Tribune Tower pueda mostrar en triunfo la primera edición comunista del Chicago Tribune”.
 
El principal catalizador para transformar a la base de la derecha de un movimiento aislacionista y casi libertario en uno anticomunista fue probablemente el “macarthismo”. Antes de que el senador Joe McCarthy iniciara su cruzada anticomunista en febrero de 1950, no se le había asociado particularmente con el ala derecha del Partido Republicano; por el contrario, su historial era progresista y centrista, estatista en lugar de libertario.
 
Además, las acusaciones de comunismo y la caja de brujas anticomunista fueron iniciados originalmente por los progresistas e incluso tras McCarthy los progresistas fueron los más eficaces en este juego. Después de todo, fue la progresista Administración Roosevelt la que aprobó la Ley Smith, usada primero con trotskistas y aislacionistas durante la Segunda Guerra Mundial y luego contra los comunistas tras la guerra; fue la progresista Administración Truman la que instituyó los controles de lealtad; fue el eminentemente progresista Hubert Humphrey el que patrocinó la cláusula de la Ley McCarran de 1950 que amenazaba con campos de concentración a los “subversivos”.
 
Sin embargo McCarthy no solo cambió el enfoque de la derecha hacia la caza del comunista. Su cruzada también atrajo a la derecha una nueva base. Antes de McCarthy. El caladero de la derecha era el Medio Oeste aislacionista de pequeños pueblos. El macarthismo atrajo al partido una masa de católicos urbanos de la costa este, gente cuya opinión de la libertad individual era, en caso de tenerla, negativa.
 
Si McCarthy fue el principal catalizador para movilizar la base de la nueva derecha, el principal instrumento ideológico de la transformación fue la lacra del anticomunismo, y los principales portadores fueron Bill Buckley y National Review.
 
En sus primeros tiempos, al joven Bill Buckley le gustaba a menudo referirse a sí mismo como un “individualista”, a veces incluso como un “anarquista”. Pero todos estos ideales libertarios, mantenía, tenían que quedar en total suspenso, solo propios de charlas de salón, hasta que la gran cruzada contra la “conspiración comunista internacional” hubiera llegado a concluirse con éxito. Así, ya en enero de 1952, advertí con desasosiego un artículo que escribió Buckley para Commonweal, “A Young Republican’s View”.
 
Empezaba el artículo de una manera espléndidamente libertaria: nuestro enemigo, afirmaba, era el estadio, que, citando a Spencer, se “engendraba de la agresión y por la agresión”. Pero luego aparecía el gusano de la manzana: tenía que llevarse a cabo la cruzada anticomunista. Buckley continuaba apoyando “las leyes fiscales extensivas y productivas que se necesitan para apoyar una vigorosa política exterior anticomunista”; declaraba que la “hasta ahora invencible agresividad de la Unión Soviética” amenazaba inminentemente la seguridad estadounidense y que por tanto “tenemos que aceptar el Gran Gobierno mientras durara, pues ninguna guerra ofensiva ni defensiva puede realizarse (…) excepto a través de instrumento de una burocracia totalitaria dentro de nuestros márgenes”. Por tanto, concluía (en plena Guerra de Corea), todos debemos apoyar “grandes ejércitos y fuerzas aéreas, la energía atómica, la inteligencia centralizada, los comités bélicos de producción y la correspondiente centralización del poder en Washington”.
 
La derecha, nunca organizada, no tenía demasiados órganos de opinión. Por tanto, cuando Buckley fundó National Review a finales de 1955, sus eruditos, ingeniosos y claros editoriales y artículos le hicieron fácilmente la única revista políticamente relevante de la derecha estadounidense. Inmediatamente empezó a cambiar radicalmente la línea ideológica de la derecha.
 
Un elemento que dio un especial fervor y conocimiento a la cruzada contra el comunismo fue la prevalencia de excomunistas, excompañeros de viaje y extrotskistas entre los escritores a quienes National Review dio preeminencia dentro de la escena de la derecha. A estos exizquierdistas les consumía un odio eterno por su antiguo amor, junto con la pasión por concederle una enorme importancia a sus años aparentemente perdidos. Casi toda la generación más antigua de escritores y editores de National Review había sido importante en la vieja izquierda. Algunos nombres que me vienen a la mente son: Jim Burnham, John Chamberlain, Whittaker Chambers, Ralph DeToledano, Will Herberg, Eugene Lyons, J. B. Matthews, Frank S. Meyer, William S. Schlamm y Karl Wittfogel.
Una idea de la actitud mental de esta gente aparecía en una carta reciente que recibí de uno de los más libertarios de este grupo: admitía que mi postura en oposición al servicio militar era la única coherente con los principios libertarios, pero, decía, no podía olvidar los desagradable que era la célula comunista en la revista Time en la década de 1930. ¡El mundo se derrumba y aún así esta gente sigue enredada en los pequeños agravios de las luchas de facciones de hace mucho tiempo!
 
El anticomunismo fue la raíz central de la decadencia de la derecha libertaria, pero no fue la única. En 1953 hubo un gran alboroto con la publicación de The Conservative Mind, de Russell Kirk. Antes, nadie en la derecha se consideraba como un “conservador”: se consideraba a “conservador” como un término insultante de la izquierda. Ahora, de repente, la derecha empezaba a glorificar el término “conservador”, y Kirk empezaba a hacer apariciones en conferencias, a menudo en una especie de tándem de “control vital” con Arthur Schlesinger Jr.
 
Iba a ser el inicio del floreciente fenómeno de diálogo amistoso-aunque-crítico entre las ramas progresista y conservadora del Gran Consenso Patriótico Estadounidense. Empezó a emerger una nueva generación más joven de derechistas, de “conservadores” que pensaban que el problema real del mundo moderno no era algo tan ideológico como el estado frente a la libertad individual o la intervención del gobierno frente al libre mercado; el problema real, declaraban, era la preservación de la tradición, el orden, el cristianismo y las buenas costumbres contra los modernos pecados de la razón, el libertinaje, el ateísmo y la grosería.
 
Uno de los primeros pensadores dominantes de esta nueva derecha fue el cuñado de Buckley, L. Brent Bozell, que escribía fieros artículos en National Review atacando a la libertad, incluso como principio abstracto (y no solo como algo sacrificado temporalmente a favor de la emergencia anticomunista. La función del estado era imponer y aplicar principios morales y religiosos.

Otro teórico político repelente que dejó su impronta en National Review fue el veterano Willmoore Kendall, editor de NR durante muchos años. Su principal argumento era el derecho y obligación de la mayoría de la comunidad (encarnada, digamos en el Congreso) de suprimir a cualquier individuo que perturbe a la comunidad con doctrinas radicales. De Europa, la gente “in” eran ahora reaccionarios despóticos como Burke, Metternich, DeMaistre; en Estados Unidos, lo “in” eran Hamilton y Madison, con su acento en la imposición de orden y un gobierno central fuerte y elitista, que incluyera a la “esclavocracia” del sur.
 
Durante los primeros años de su existencia, me moví en círculos del National Review, acudía a sus comidas editoriales, escribía artículos y críticas de libros para la revista; de hecho alguna vez se comentó que me uniera a la plantilla como articulista de economía.
 
Sin embargo, estaba cada vez más alarmado a medida que NR y sus amigos ganaban fuerza, porque sabía, por innumerables conversaciones con intelectuales de derechas, cuál era si objetivo en política exterior. Nunca se llegaron a atrever a declararla públicamente, aunque se implicaba solapadamente y trataban de empujar a la opinión pública a que lo demandara con fuerza. Lo que querían (y siguen queriendo) era la aniquilación nuclear de la Unión Soviética. Querían arrojar la Bomba sobre Moscú. (Por supuesto, también sobre Pekín y Hanoi, pero para un veterano anticomunista – especialmente entonces – es Rusia quien es el principal foco de ponzoña). Un importante editor de National Review me dijo una vez: “Tengo una visión, una gran visión del futuro: una Unión Soviética totalmente devastada”. Yo sabía que era su visión la que animaba realmente al nuevo conservadurismo.

En respuesta a todo esto y considerando a la paz como el asunto político esencial, junto con unos pocos amigos, nos convertimos en demócratas stevensonianos en 1960. Veía con creciente horror como la derecha, liderada por National Review continuaba ganado fuerza y se acercaba cada vez más al poder político real.
 
Al haber roto emocionalmente con la derecha, nuestro pequeño grupo empezó a revisar muchas de nuestras viejas premisas no examinadas. Primero, revisamos los orígenes de la Guerra Fría, leímos a nuestro D.F. Fleming y concluimos, para nuestra gran sorpresa, que era solo Estados Unidos en responsable en la Guerra Fría y que Rusia era la parte agredida. Y esto significaba que el gran peligro para la paz y la libertad del mundo no venía de Moscú o del “comunismo internacional”, sino de EE. UU. y su imperio que se extendía y dominaba el mundo.
 
Y luego estudiamos el infecto conservadurismo europeo que había ocupado la derecha: aquí tenemos estatismo en una forma virulenta y aún así nadie podría pensar que estos conservadores fueran “izquierdistas”. Pero esto significaba que nuestro sencillo dicho “izquierda/gobierno total-derecha/no gobierno” era completamente erróneo y que toda nuestra identificación como “derechistas extremos” debe contener algún defecto básico. Remitiéndonos a la historia, nos concentramos de nuevo en la realidad de que en el siglo XIX, los progresistas y radicales del laissez faire estaban en la extrema izquierda y nuestros antiguos enemigos, los conservadores, en la derecha. Mi viejo amigo y colega libertario Leonard Liggio llegó más tarde al siguiente análisis del proceso histórico.
 
Al principio estaba el viejo orden, el ancien régime, el régimen de castas y estatus fijo, de explotación por una clase dirigente despótica, utilizando la iglesia para embaucar a las masas para que acepten su gobierno. Era un estatismo puro, eso era la derecha. Luego, en la Europa occidental de los siglos XVII y XVIII, apareció un movimiento radical de oposición, nuestros héroes, que defendieron un movimiento revolucionario popular a favor del racionalismo, la libertad individual, el gobierno mínimo, los mercados libres, la paz internacional y la separación de iglesia y estado, en oposición al trono y el altar, la monarquía, la clase dirigente, la teocracia y la guerra. Éstos (“nuestra gente”) eran la izquierda y cuanto más pura era su versión, más “extremistas” eran.
 
Hasta aquí, bien, pero ¿qué pasa con el socialismo, siempre habíamos considerado la extrema izquierda? Liggio analizaba el socialismo como un confuso movimiento intermedio, influido históricamente tanto por la izquierda libertaria como por la derecha conservadora. De la izquierda individualista, los socialistas tomaron los objetivos de la libertad: la eliminación del estado, el reemplazo del gobierno de hombres por la administración de cosas, la oposición a la clase dirigente y una búsqueda de su derrocamiento, el deseo de establecer la paz internacional, una economía industrial avanzada y un alto nivel de vida para la masa de la gente. De la derecha los socialistas adoptaron los medios para alcanzar esos objetivos: el colectivismo, la planificación estatal, el control comunitario del individuo. Esto ponía al socialismo en medio del espectro ideológico. También significaba que el socialismo era una doctrina inestable y contradictoria condenada a explotar por la contradicción interna entre sus medios y sus fines.
 
Nuestro análisis se reforzó mucho al familiarizarnos con el nuevo y excitante grupo de historiadores que estudiaban jusnto al historiador William Appleman Williams, de la Universidad de Wisconsin. De ellos descubrimos que todos los que somos librecambistas habían errado en que de alguna forma, en el fondo, los grandes empresarios estaban realmente a favor del laissez faire y que sus desviaciones, evidentemente claras y notorias en los últimos años, eran o bien “traiciones” del principio por conveniencia, o bien el resultado de astutas maniobras por parte de los intelectuales progresistas.
 
Es la opinión general de la derecha: en la notable expresión de Aun Rand, la gran empresa “la minoría más perseguida de Estados Unidos”. ¡Minoría perseguida, sí! Sin duda hubo ataques contra la gran empresa en el antiguo Chicago Tribune de McCormick y en los escritos de Albert Jay Nock, pero hizo falta el análisis de Williams-Kolko para retratar la verdadera anatomía y psicología del escenario estadounidense.
 
Como apuntaba Kolko, todas las distintas medidas de la regulación federal y el estado del bienestar que tanto izquierda como derecha han creído siempre que eran movimientos de masas contra las grandes empresas no solo están ahora respaldadas incondicionalmente por las grandes empresas, sino que las originan éstas para el propio fin de cambiar de un mercado libre a una economía cartelizada que les beneficiaría. La política exterior imperialista y el permanente estado acuartelado originado en la gran empresa buscan inversiones extranjeras y contratos bélicos domésticos.
 
El papel de los intelectuales progresistas es servir como “progresistas corporativistas”, tejedores de complejas apologías para informar a las masas de que las cabezas del estado corporativista estadounidense gobierna por el “bien común” y el “bienestar general”, como el sacerdote del despotismo oriental que convencía a las masas de que su emperador era omnisciente y divino.

Desde principios de los 60, a medida que la National Review se aproximaba cada vez más al poder político, se deshacía de sus viejos remanentes libertarios y se acercaba cada vez más a los progresistas del Gran Consenso Estadounidense. Abunda la evidencia de esto. Está la cada vez mayor popularidad de Bill Buckley en los medios de comunicación de masas, así como la extendida admiración de la derecha intelectual por gente y grupos hasta entonces desdeñados: por The New leader, por Irving Kristol. por el veterano Felix Frankfurter (que siempre se opuso a la restricción judicial sobre las innovaciones del gobierno a la libertad individual), por Hannah Arendt y Sidney Hook. A pesar de inclinaciones ocasionales por el libre mercado, los conservadores han llegado estar de acuerdo en que los asuntos económicos no importan; por tanto aceptan (o al menos no les preocupan) las líneas maestras del estado keynesiano de bienestar-guerra del corporativismo progresista.
 
En el plano doméstico, prácticamente los únicos intereses de los conservadores son eliminar a los negros (“disparar a los saqueadores”, “aplastar esos disturbios”), pedir más poder para la policía para que no se “proteja al criminal” (es decir, no proteger su derechos libertarios), obligar a rezar en las escuelas públicas, poner a los rojos y otros subversivos y “sediciosos” en la cárcel y desarrollar una cruzada en el exterior. Hay pocas cosas en el impulso de este programa con lo que los progresistas puedan ahora estar en desacuerdo; los desacuerdos son tácticos o solo en materia de grado. Incluso al Guerra Fría (incluyendo la Guerra de Vietnam) se empezó y mantuvo y escaló por parte de los propios progresistas.
 
No sorprende que el progresista Daniel Moynihan (un miembro del consejo nacional de ADA indignado por el radicalismo de los actuales movimientos anti-guerra y Black Power) haya debido recientemente pedir una alianza formal entre progresistas y conservadores, ya que ¡después de todo están básicamente de acuerdo en esto, los dos temas cruciales de nuestro tiempo! Incluso Barry Goldwater ha entendido el mensaje: en enero de 1968, en el National Review, Goldwater concluía un artículo afirmando que no está contra los progresistas, que los progresistas eran necesarios como contrapeso al conservadurismo y que tenía en mente a buenos progresistas como Max Lerner, ¡Max Lerner, el epítome de la vieja izquierda, el odiado símbolo de mi juventud!
 
En respuesta a nuestro aislamiento de la derecha y advirtiendo las prometedoras señales de actitudes libertarias en la emergente nueva izquierda, una pequeña banda de exderechistas libertarios fundamos la “pequeña revista” Left and Right, en la primavera de 1965. Teníamos dos propósitos principales: tomar contacto con libertarios ya en la nueva izquierda y persuadir a la mayoría de los libertarios o cuasi-libertarios que permanecían en la derecha a seguir nuestro ejemplo. No vimos satisfechos en ambos sentidos: por el notable cambio hacia posturas libertarias y antiestatistas en la nueva izquierda y por el significativo número de jóvenes que abandonaron el movimiento derechista.
 
Esta tendencia izquierda/derecha ha empezado a ser noticiable en la nueva izquierda, alabada y condenada por los conscientes de la situación. (Nuestro antiguo colega Ronald Hamowy, historiador de Stanford, estableció la postura izquierda/derecha en la colección Thoughts of the Young Radicals, de New Republic de 1966). Hemos recibido los gratificantes ánimos de Carl Oglesby, que, en su Containment and Change (1967), defendía una coalición de la nueva izquierda y la vieja derecha y de los jóvenes intelectuales agrupados alrededor de la desgraciadamente difunta Studies on the Left. También hemos sido criticados, aunque indirectamente, por Staughton Lynd, que se preocupa porque nuestros objetivos finales (libre mercado contra el socialismo) difieren.
 
Finalmente, el historiador progresista Martin Duberman, en un número reciente de Partisan Review, critica al SNCC y el CORE por ser “anarquistas”, por rechazar la autoridad del estado, por insistir en que la comunidad sea voluntaria y por destacar, junto con la SDS, la democracia participativa, en lugar de la representativa. Agudamente, aunque estando en el lado erróneo de la valla, Duberman liga luego a la SNCC y la nueva izquierda con nosotros, los viejos derechistas: “SNCC y CORE, como los anarquistas, hablan cada vez más de la suprema importancia del individuo. Lo hacen, paradójicamente, con una retórica que recuerda con la asociada con la derecha desde hace mucho tiempo. Podría ser Herbert Hoover (…) pero en realidad es Rap Brown el que ahora reitera la necesidad del negro de mantenerse en pie por sí mismo, de tomar sus propias decisiones, de desarrollar autoconfianza y un sentido de dignidad propia. SNCC puede ser desdeñado por los progresistas y el ‘estatismo’ de hoy en día, pero parece difícil darse cuenta de que la retórica de laissez faire que prefiere deriva casi literalmente del liberalismo clásico de John Stuart Mill”. Difícil. Sostengo que podría ser mucho peor.
 
Espero haber explicado por qué unos pocos compatriotas y yo nos hemos movido, o más bien nos han movido, de la “extrema derecha” a la “extrema izquierda” en los últimos 20 años simplemente estando en el mismo lugar ideológico. La derecha, en un tiempo determinada en su oposición al Gran Gobierno, se ha convertido ahora en la rama conservadora del estado corporativista estadounidense y de su política exterior de imperialismo expansionista. Si debemos rescatar a la libertad de esta mortal fusión izquierda/derecha en el centro, ha de hacerse a través de una fusión contraria de la vieja derecha y la nueva izquierda.
 
James Burnham, un editor de National Review y su principal pensador estratégico en promover la “Tercera Guerra Mundial” (como titula su columna), el profeta del estado gestor (en The Managerial Revolution), cuya única traza de interés real en la libertad en toda una vida de escritos políticos fue una llamada a legalizar los petardos, atacó recientemente la peligrosa tendencia entre los jóvenes conservadores a hacer causa común con la izquierda en oponerse al servicio militar. Burnham advertía que aprendió en su época trotskista que esto sería una coalición “sin principios” y advertía que si uno empieza estando en contra del servicio militar acabaría oponiéndose a la Guerra de Vietnam: “Y más bien pienso que algunos están de corazón, o van a estarlo, contra la guerra. Murray Rothbard ha demostrado cómo el libertarismo de derechas puede llevar a una postura casi anti-EE. UU. como hace el libertarismo de izquierdas. Y en la derecha estadounidense siempre ha habido una rama endémica de aislacionismo”.
 
Este pasaje simboliza lo profundamente que ha cambiado todo el impulso de la derecha en las últimas dos décadas. Los vestigios de interés en la libertad o en oposición a la guerra y el imperialismo son considerados ahora desviaciones a eliminar sin dilación. Estoy convencido de que hay millones de estadounidenses que siguen sintiendo devoción por la libertad individual y se oponen al estado leviatán en el interior y el exterior, estadounidenses que se califican de “conservadores” pero sienten que algo ha ido muy mal en la antigua causa anti-New Deal y anti-Fair Deal.
 
Algo ha ido muy mal: la derecha ha sido capturada y transformada por elitistas y devotos de los ideales conservadores europeos del orden y el militarismo, por cazadores de brujas y cruzados globales, por estatistas que desean coaccionar la “moralidad” y suprimir la “sedición”.
 
Estados Unidos nació de una revolución contra el imperialismo occidental, nació como un refugio de libertad contra las tiranías y el despotismo, las guerras y las intrigas del viejo mundo. Aún así nos hemos permitido sacrificar los ideales estadounidenses de paz y libertad y anticolonialismo en el altar de una cruzada para matar comunistas en todo el mundo, hemos entregado nuestro derecho libertario de nacimiento a manos de quienes ansían restaurar la Edad de Oro de la Sagrada Inquisición. Es el momento de que despertemos y nos levantemos para restaurar nuestra herencia.´

Publicado originalmente el 10 de junio de 2005. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario