El primer ministro francés explica la necesidad de llamar las cosas por su nombre
Manuel Valls, el primer ministro de Francia.
“Francia ha sido golpeada muy en su corazón por el terrorismo, por el terrorismo yihadista y el islamismo radical, llamemos las cosas por su nombre”.
Así comienza a hablar Manuel Valls cuando nos sentamos la semana pasada en su oficina en el Hotel Matignon, el elegante complejo que ocupa el primer ministro francés en el séptimo distrito de París, sobre la orilla izquierda del río Sena.
Valls habla inglés, pero para ser más preciso usa una intérprete en esta reunión. Un retrato del presidente François Hollande se ubica en una esquina.
Cuando Valls dice “llamemos las cosas por su nombre” —esta es su primera entrevista con una publicación estadounidense desde las atrocidades terroristas en París en enero— cuesta pasar por alto el contraste con el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Sin embargo, cuando luego le pregunto por qué otros líderes mundiales parecen renuentes a reconocer la naturaleza islamista de la amenaza terrorista, el primer ministro responde con una sonrisa astuta: “El análisis le corresponde a usted”.
Vestido con una camisa blanca ajustada y con una voz profunda y firme, Valls irradia una confianza intensa. Podría decirse que el socialista de 52 años encarna la energía en el Ejecutivo, una virtud que sus compatriotas han llegado a admirar en una época que demanda que los líderes “siempre comiencen con la situación real, no un mundo imaginario”, como dice el primer ministro.
La “situación real” en Francia es peligrosa. Cuando Valls fue nombrado ministro del Interior en 2012, las autoridades monitoreaban 30 posibles casos de yihadistas, cuenta. “Ahora tenemos más de 1.400 personas identificadas como un riesgo potencial en términos de yihadismo. Y tenemos 90 ciudadanos franceses o personas que residían en Francia que murieron en Irak o incluso más en Siria. Los servicios de inteligencia ahora tienen que monitorear a unos 3.000 individuos en relación a redes yihadistas, algo enorme y sin precedentes en la historia del antiterrorismo”.
Valls considera que la amenaza islamista tiene dos caras.
Primero, “están las organizaciones terroristas, como Estado Islámico y Al Qaeda en todas sus formas”, sostiene. “Esto es lo que llamaría un enemigo externo”.
La segunda amenaza es la red yihadista extendida en toda Europa, o el “enemigo interno”. La interacción entre ambos frentes produjo el ataque contra Charlie Hebdo en enero. Los perpetradores eran islamistas criados en Francia y radicalizados por la franquicia yemení de Al Qaeda. El terrorista que masacró a cuatro judíos en un supermercado kosher, en tanto, afirmó en un video divulgado después de su muerte que se había inspirado en Estado Islámico.
En respuesta a los ataques, Hollande y Valls han decidido fortalecer la capacidad contraterrorista de Francia. A través de una ley promulgada en noviembre, las autoridades confiscaron pasaportes de seis sospechosos de ser yihadistas antes de que pudieran viajar a Medio Oriente. El gobierno está desarrollando el primer marco legal amplio de Francia para facilitar labores de inteligencia, al destinar más fondos y personal a agencias del sector y brindarles más autoridad para identificar y monitorear en Internet a sospechosos de actividades terroristas.
Unos 10.000 integrantes de las fuerzas de seguridad custodian potenciales blancos de atentados como sinagogas, escuelas judías y mezquitas. Autoridades penitenciarias están aislando a yihadistas para impedir que radicalicen a otros internos. Asimismo, el gobierno francés presiona al Parlamento Europeo para que adopte un sistema de inscripción de nombres de pasajeros similar al usado por el gobierno de EE.UU. para reunir datos sobre viajeros aéreos.
Esos pasos no alcanzarán, sugiere Valls, si los líderes no abordan la pregunta fundamental en la raíz del asunto: “¿Qué lugar ocupa el islam en nuestra sociedad europea?”. Más preguntas: “¿Por qué un joven de 20 años adopta como proyecto de vida ir a morir a Siria? O aún peor, ¿por qué toma las armas contra su propia sociedad?”. ¿Y por qué los problemas islamistas interno persisten “sin importar el modelo social o de integración” adoptado por el país anfitrión, ya sea el multiculturalismo británico o la secularidad de Francia?
Responder estas preguntas exige un debate público honesto que será especialmente difícil en Francia. “Hay entre cuatro y seis millones de ciudadanos franceses que son musulmanes”, dice Valls. “¿Cómo puede el islam demostrar que es compatible con nuestros valores? ¿Con la igualdad de las mujeres? ¿Con la separación de la iglesia y el Estado? Por lo tanto hay que ponerle un nombre a las cosas (…). Si sólo dices que el islam no tiene nada que ver, la gente no lo creerá”.
No nombrar la amenaza no ayuda a las multitudes de musulmanes pacíficos que, subraya Valls, son las “primeras víctimas” del islam radical, junto con las comunidades de minorías en Medio Oriente. “Debemos nombrar este islamofascismo”, sentencia, “porque Estado Islámico es una forma de totalitarismo, en su territorio, en su ideología”.
Oriundo de Barcelona e hijo de un padre español y una madre suiza, Manuel Valls inmigró a Francia de pequeño, pero como le dijo a una audiencia española el año pasado, se identifica como “completamente francés, apasionadamente francés”. Se afilió al Partido Socialista a los 18 años, dos años antes de adoptar la ciudadanía francesa en 1982. Graduado en la Sorbona, fue elegido alcalde de Évry, un suburbio del sur de París en 2001 y llegó a la Asamblea Nacional en 2002, ascendiendo con rapidez en el escalafón del partido.
También se volvió consciente del malestar francés, en particular en los guetos en las afueras de las grandes ciudades, más conocidos como banlieues. Un síntoma de ese malestar fue el alarmante aumento del antisemitismo, tanto en su manifestación callejera como en la variante que es popular entre los políticos y los medios de Francia.
“En 2013 o 2014, hay gente en las calles de París que grita: ‘¡Muerte a los judíos!’. Y en todos los atentados en París o en Copenhague, apuntar a los judíos está realmente en el centro de su motivación”, asegura el primer ministro, que recientemente quedó en el centro de un enfrentamiento con la élite antisemita francesa debido a que su esposa, la violinista Anne Gravoin, es judía.
Aunque Valls tiene cuidado de no reducir lo uno a lo otro, la crisis social de Francia se debe en parte al fracaso económico, donde no hay crecimiento y el desempleo supera 10%. La inversión directa extranjera en Francia cayó 94% en la última década.
En momentos en que la vieja izquierda es incapaz de afrontar los problemas económicos que fueron mayormente de su creación, Valls ha surgido como un líder del ala reformista del socialismo que ha puesto énfasis en cumplir las leyes, la responsabilidad personal y el libre mercado. “Francia debe demostrarse a sí misma y al mundo que es capaz de reformarse”, asevera.
Valls se aparta de los principios socialistas tradicionales al decir que “Soy un ferviente creyente en el rol del individuo, la responsabilidad de cada uno y del logro individual. Hay que apoyar, incluyendo en el colegio, a cada individuo según su potencial. Ofrecemos prestaciones por desempleo que, de alguna manera, patrocinan el desempleo”. En lugar de ello, quiere patrocinar “un regreso al trabajo”.
La combinación de desafíos económicos y de seguridad que enfrenta Francia hace que liderar el país no sea una tarea envidiable. Pero Valls es optimista, sobre las perspectivas de Francia y las de Europa en general. Es verdad que “EE.UU. aún tiene el liderazgo económico. Y China y los principales países de Asia y África” están en ascenso, señala Valls. “Frente a todo eso la única pregunta para Europa es: cómo no caerse de la historia. Y los ataques terroristas son un recordatorio de por qué Europa no puede ser egoísta y mirar para adentro”, por qué debe “enfrentar sus responsabilidades en el escenario mundial”.
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