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miércoles, 25 de febrero de 2015

La competitividad bien entendida

El 94% del censo empresarial lo constituyen compañías de menos de nueve empleados

 
 
 
La continuidad de la recuperación de la economía española se enfrenta a dos exigencias: la reconstrucción de la capacidad de producción destruida por la propia crisis y la necesidad de avanzar hacia un patrón de crecimiento cuya principal ventaja competitiva no descanse fundamentalmente en la contención del coste del trabajo. Ambas son condiciones necesarias para aumentar el crecimiento potencial de la economía y reducir sus principales desequilibrios: el desempleo y el endeudamiento privado y público.
 
La destrucción no ha sido precisamente muy creativa. Han sido más de cinco años de descenso de la producción, de paralización de la inversión pública y privada, de millones de empleos destruidos y desaparición de centenares de miles de empresas. La erosión de todas las formas de capital —físico, tecnológico, humano— no está siendo reemplazada a un ritmo suficiente. La elevada mortalidad empresarial no ha estado acompañada de la emergencia de nuevas, más allá de la explosión de obligados autónomos.
 
La otra forma de capital dañada seriamente en la crisis ha sido el capital social, el basado en la confianza, incluida la depositada en las instituciones públicas y privadas. Estas constituyen esa condición necesaria, el entorno propicio, para la creación de riqueza, sin el cual no es posible garantizar la prosperidad.
 
La recuperación del ritmo de crecimiento con el que la economía española se adentra en 2015 ha tenido dos propulsores fundamentales: el dinamismo de las exportaciones de bienes y servicios y la red de seguridad y estímulos monetarios proporcionados por el BCE a partir del verano de 2012. Las primeras han tenido su principal determinante en el descenso real de los salarios facilitado por la amplia destrucción de empleo y la regulación laboral subsiguiente. La estabilidad financiera conseguida tras el rescate bancario, el cambio de orientación de la política del BCE y la definición del horizonte de unificación bancaria han sido igualmente esenciales para el abandono de la recesión.
Así como puede asumirse la continuidad de estas condiciones financieras favorables, no ocurre lo mismo con el dinamismo de las exportaciones españolas, dada la debilidad de aquellas economías de la eurozona que son los principales compradores de los bienes y servicios españoles. Será necesario que la eurozona transmita certeza sobre su viabilidad y que los bancos normalicen cuanto antes su funcionamiento. Con todo, no será fácil volver a crecer a ritmos cercanos al 3,5% de promedio que presidieron los doce años de expansión previos a la crisis. No serán suficiente salarios y tipos de interés bajos. Será necesario aumentar la base de capital destruida y, en todo caso, conseguir crecimientos de la Productividad Total de los Factores (PTF), ausentes del patrón de crecimiento español en las dos últimas décadas.
 
La insuficiencia u obsolescencia, tanto del capital físico como del humano, es una seria restricción para compatibilizar ritmos de crecimiento algo mayores con la modernización necesaria. La restauración del capital perdido o inutilizado debería orientarse a facilitar la transición de la economía española a un patrón de crecimiento más competitivo y menos vulnerable. Más propio de aquellas economías avanzadas en las que el crecimiento no solo es más sostenible, sino también más inclusivo y amparado en menores ensanchamientos de la desigualdad.
 
La eficiencia de todas las formas de capital depende de cómo se utilicen. Y ello nos remite al papel de la PTF, el componente con mayor influencia en la sostenibilidad del crecimiento a largo plazo. Este está vinculado tanto a la cantidad de factores empleados, sino al uso más o menos inteligente de los mismos, a la calidad en su coordinación y a la mayor o menor complicidad de entorno institucional. En nuestro caso exigirá, entre otras cosas, reasignación de los factores de producción a usos más eficientes, mediando una mayor intensidad inversora en destinos cercanos al conocimiento, desde luego al sacrificado capital tecnológico y más concretamente la inversión en educación, investigación y desarrollo. No es un empeño imposible como demuestran algunas empresas españolas capaces de avanzar en esa dirección y de traducir dichas capacidades en ventajas competitivas internacionalmente. Se trata de crear las condiciones para que no sean excepciones. Y entre ellas, el funcionamiento de las instituciones, incluidos los mercados y la mayor diversidad operativa en los sistemas financieros desempeñan un papel importante.
 
Que nazcan más empresas y que desaparezcan obstáculos a la supervivencia y al aumento de la dimensión media de las mismas son condiciones con amplio respaldo empírico. El 94% del censo empresarial español lo constituyen microempresas (aquellas con menos de nueve trabajadores), siendo los propios autónomos sin asalariados una proporción importante que ha crecido de forma significativa durante la crisis. Si esas microempresas contribuyen poco a la generación de valor añadido bruto y empleo tampoco las muy grandes lo hacen. Junto a Italia, es en nuestro país donde la gran empresa tiene una menor importancia tanto en su contribución al valor añadido como al empleo. También en contraste con el promedio de las economías europeas la evolución en los primeros años de vida las españolas apenas ganan tamaño, y la tasa de mortalidad es tanto mayor cuanto menor es la dimensión de partida. Todo ello ayuda a entender la escasa intensidad tecnológica de las empresas españolas en contraste con las existentes en economías más avanzadas. Y la relación entre dotación tecnológica y productividad es evidente.
 
La evidencia tampoco es escasa acerca de la correlación existente entre la calidad y fortaleza de las instituciones y el mantenimiento de posiciones competitivas. El World Economic Forum desde hace treinta años la ilustra en el caso de las economías nórdicas, a las que en diversas ocasiones se ha hecho referencia en estas páginas, por los estándares éticos de sus empresas y la calidad de la función política, necesaria para la necesaria colaboración pública-privada que también se localiza entre los factores competitivos. En el último de sus informes, World Competitiveness Report 2014-2015, España aparece en la posición 35, con algunos de los pilares esenciales —instituciones, desarrollo de los mercados financieros e innovación— en posiciones también muy inferiores a las de las economías avanzadas.
 
Hasta aquí pocas novedades, pero conviene no pasarlas por alto, y no confiar en que la inercia actual de la economía española será suficiente y duradera. A fundamentar las limitaciones competitivas contribuye de forma rigurosa la cuarta edición del Informe Fundación BBVA-IVIE sobre Crecimiento y Competitividad, subtitulado en su edición de 2014 Los desafíos de un desarrollo inteligente. El equipo del IVIE, dirigido por el profesor Francisco Perez, dispone de una larga tradición en el análisis rigoroso de la economía española, que se remonta a aquella obra Economía Española 1960-1980: Crecimiento y Cambio Estructural de principios de los ochenta. Además de la alteración en el patrón de crecimiento con el fin de conseguir una competitividad más inteligente, sugieren con razón que el crecimiento sea socialmente más incluyente que el revelado en estos primeros compases de la recuperación, y también más compatible con la sostenibilidad medioambiental.

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