Autor: Ryan McMaken
En años recientes, los índices de precios de la vivienda han parecido proliferar. Case-Shiller, por supuesto ha estado funcionando mucho tiempo, pero a lo largo de la década pasada, se han anunciado agresivamente nuevos indicadores por Trulia, CoreLogic y Zillow, solo por mencionar unos pocos. Medir los precios de la vivienda se ha convertido en una urgencia más allá del sector inmobiliario porque, para muchos, el crecimiento del precio de la vivienda se ha convertido en una especie de indicador de la economía en su conjunto. Si los precios de la vivienda suben, se supone que “la economía” debe ir bien. De hecho se nos anima a relajarnos cuando los precios de las viviendas aumentan o se mantienen constantes y se supone que deberíamos preocuparnos si bajan los precios de las viviendas. Es una forma bastante extraña de mirar al precio de una necesidad básica. Si el precio de la comida aumentara a un ritmo del 7% o el 8% cada año (como ha pasado con las casas en muchos mercados en años recientes) ¿estaríamos todos dándonos palmaditas en la espalda y diciéndonos lo maravillosas que son las condiciones económicas? ¿O estaríamos correctamente preocupados si las rentas no estuvieran creciendo también a un ritmo similar? ¿Haríamos lo mismo con los zapatos y la ropa? ¿Y con la educación? Sin embargo con la vivienda los aumentos de precios han de alabarse, se nos dice, incluso si superan al crecimiento de los salarios.
Se nos dice que queramos precios altos en la vivienda
Pero en la economía actual, si los precios de la vivienda están superando el crecimiento de los salarios, entonces la vivienda se está convirtiendo en menos asequible. Esto se admite a regañadientes incluso por los defensores de promover la subida en los precios de las viviendas, pero la asequibilidad de las casas queda relegada ante la insistencia en que sus precios deben mantenerse a toda costa. Detrás de todo esto está la filosofía de que incluso si la relación precio de vivienda/renta familiar es desproporcionada, la mayoría de los problemas se resolverían de todas formas si conseguimos que todos tengan una vivienda. Una vez uno se convierte en propietario de vivienda, dice la teoría, tendría un enorme activo que (casi) siempre aumenta de precio, lo que significa que todo propietario de vivienda aumentará su patrimonio neto al aumentar el valor de su vivienda. Por tanto, el propietario de vivienda puede usar ese patrimonio para comprar muebles, electrodomésticos y varios otros bienes de consumo. Con todos los consumidores gastando, la economía despega y todos ganamos. El aumento de los precios de la vivienda es solo un bache en el camino, se nos dice, porque si podemos hacer que todos tengan una vivienda, el beneficio general para la economía sería inmenso.
Haciendo asequible la vivienda con más dinero barato
No es sorprendente que encontremos una especie de keynesianismo basto detrás de esta filosofía. En esta forma de pensar, el objetivo de la propiedad de vivienda no es tener alojamiento, sino adquirir algo que anime a más gasto de consumo. En otras palabras, el propósito de la propiedad de vivienda es aumentar la demanda agregada. El hecho de que se pueda vivir en las casas es solo un beneficio colateral. Esta obsesión macro es parte de la razón por la que el gobierno ha impulsado tan agresivamente la propiedad de vivienda en décadas recientes. Por supuesto, el pequeño inconveniente es que si los precios de la vivienda siguen aumentando más rápido que los salarios (ceteris paribus) menos gentes será capaz de ahorrar suficiente dinero para conseguir o bien la cantidad completa o al menos una cuota asequible en un préstamo. No hay que preocuparse, dicen los expertos. Lo haremos sencillamente más fácil, con la ayuda del dinero fiduciario inflacionista para conseguir un préstamo enorme que te permitirá comprar una casa. Así que los tipos de interés mínimos y la rebaja en las cuotas han sido el nombre del juego desde finales de la década de 1980. Empezamos a ver funcionando el final del juego durante la última burbuja inmobiliaria cuando Fannie Mae presentó en 2005 la hipoteca a 40 años, lo que solo destacaba que en lo que respecta convertirse en un propietario de vivienda, la idea no es pagar la hipoteca, sino “comprar” una casa y simplemente pagar la mensualidad hasta mudarse a otra casa y conseguir otro préstamo a treinta o cuarenta años.
Merece la pena endeudarse
Superficialmente, es difícil ver cómo este escenario es esencialmente distinto de solo pagar la renta cada mes. Si el propietario deja de pagar la mensualidad, se ve en la calle y el banco se queda la casa, escenario que es muy similar a aquel en que un inquilino deja de pagar al arrendador. Sin embargo hay aquí (al menos) una gran diferencia. Tiene sentido que el propietario obtenga un préstamo en lugar de alquilar un piso porque (si es un préstamo a tipo fijo) la inflación de precios asegura que la mensualidad real bajará cada mes. Las rentas residenciales, por el contrario, tienden a igualarse a la inflación. ¿Pero por qué una institución prestamista hace este tipo de préstamos a largo plazo si el pago en términos reales se va haciendo menor? Después de todo, treinta años es un plazo tan largo como para que algo salga mal. Los prestamistas están dispuestos a hacer esto y son capaces de hacerlo porque los préstamos están subvencionados y respaldados mediante creaciones públicas como Fannie Mae (que compra estos préstamos en el mercado secundario), mediante rescates y mediante multitud de otros programas federales, como el FHA. Naturalmente, en un mercado no intervenido, un préstamo a ese palazo tan largo requeriría altos tipos de interés para cubrir el riesgo. Pero el Congreso y la Fed han venido al rescate con promesas de rescates y dinero barato, lo que significa los préstamos baratos a treinta años continúan vivos. Así que con lo que acabamos es con un complejo sistema de subvenciones y favoritismos por parte de prestamistas, propietarios de viviendas, agencias públicas y la Fed. La precio de las viviendas sigue aumentando, incrementando el valor neto para los propietarios y los bancos pueden hacer préstamos a largo plazo con condiciones de riesgo bastante buenas porque saben que llegarán rescates de diverso tipo si las cosas van mal. Pero los problemas empiezan a aparecer cuando los aumentos en los precios de la vivienda empiezan a superar el acceso a dinero y préstamos barato. De hecho estamos ahora viendo que las tasas de propiedad de vivienda están disminuyendo a pesar de los tipos bajos de interés y los niveles de desocupación en viviendas de alquiler están en su mínimo en veinte años. Entretanto, la construcción de viviendas nuevas está a niveles de 1992, ofreciendo poco alivio a precios y rentas en aumento. Evidentemente, algo no va de acuerdo con lo planeado.
¿Quién pierde?
Los viejos trucos basados en deuda que una vez mantuvieron el aumento en la propiedad de viviendas y accesible ante los aumentos en sus precios ya no funcionan. Desde una perspectiva de libre mercado, alquilar una casa no es ni bueno ni malo, pero los políticos estadounidenses decidieron hace mucho favorecer a los propietarios de viviendas frente a los inquilinos. Consecuentemente, tenemos un sistema económico que impulsa a los inquilinos hacia la propiedad (la inflación de precios y el código fiscal penalizan a los inquilinos más que a los propietarios) impulsando simultáneamente los precios de las viviendas cada vez más alto. Sin embargo, durante la última burbuja inmobiliaria, al ir aumentando los niveles de propiedad de vivienda, pocos advirtieron o se preocuparon por esto. Tanto inquilinos se convirtieron en propietarios que las desocupaciones en el alquiler llegaron a máximos de 2004 a 2009. Pero en nuestra economía actual no se puede evitar aumentar las rentas o cubrirse ante la inflación dejando sencillamente la vivienda de alquiler. Esta vez, el coste de comprar vivienda y aumentar las tasas de propiedad de las mismas están subiendo de un 6% a un 10% anual, pero pocos inquilinos pueden unirse a las filas de los propietarios para disfrutar del dinero caído del cielo. Por el contrario, afrontan un récord en aumentos de alquileres y un récord mínimo en inventario de casas en venta. Hubo un tiempo en que aumentar el precio de las viviendas y aumentar los porcentajes de propiedad de las mismas podían producirse al mismo tiempo: al gobierno le era posible mantener su política no oficial de impulsar al alza los precios de las viviendas al tiempo que afirmaban impulsar la propiedad de las mismas. Ya no vivimos en ese tiempo.
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