Cuando los políticos recurren a los economistas para pedirles consejo, esperan que este esté basado en datos científicos, no en disputas académicas o asunciones políticas. Al fin y al cabo, las políticas que deben poner en marcha tienen implicaciones reales para gente real. Por desgracia, la ciencia sólida no es siempre lo que mueve el análisis político y las recomendaciones de políticas públicas.
En una reciente crítica de lo que él llama la “matematización” de la economía moderna, Paul M. Romer, de la Universidad de Nueva York, considera que los economistas deben tomar medidas para expulsar el faccionalismo académico y la política de la llamada “ciencia lúgubre”. Romer basa su argumento en el actual debate en su campo sobre el papel que las ideas tienen en la promoción del crecimiento económico.
A Romer le preocupa principalmente la tendencia de algunos economistas a defender que lo que es verdadero sobre ciertos tipos de teoría lo es para todas las teorías, y, en consecuencia, aplicable al mundo real. Como ejemplo de esa tendencia, Romer cita el trabajo del economista de la Universidad de Chicago Robert Lucas, quien, en su ensayo de 2009 Ideas y Crecimiento, rechaza la idea de que los libros o proyectos pueden tener un papel en el crecimiento económico. “Puede ‘incluirse’ algún conocimiento en libros, diseños, máquinas y otros tipos de capital físico, y sabemos como incorporar capital a un modelo de crecimiento”, defiende Lucas, “pero también sabemos que eso, por si solo, no provee un motor de crecimiento sostenido”.
El problema es que la afirmación de Lucas solo es cierta para los modelos de crecimiento económicos definidos de forma que los rendimientos de ese capital “incluido” tienden a cero a medida que el capital se acumula. Pero como el propio Romer anota, hay muchos modelos en los que esto, sencillamente, no es cierto. Lo que Lucas define como una verdad general —que el camino al crecimiento económico no puede pasar por crear y adquirir ese tipo de conocimiento “incluido” en libros, diseños y máquinas— se sostiene en la escasamente cuestionada decisión de centrarse en unos pocos modelos económicos.
La decisión de Lucas podría de alguna manera justificarse si los modelos elegidos por él fuesen los únicos correctos. Pero, por supuesto, no es así. Además de criticar a aquellos que sacan conclusiones generales de casos especificos, Romer señala a los que consideran que los modelos económicos solo permiten una única forma de interacción y un único modo de toma individual de decisiones.
Romer rechaza por principio la asunción de que la única interacción permisible en los modelos de crecimiento económico es el comprar y vender bienes y servicios al precio actualmente ofrecido por el mercado. Yo añadiría mi objeción a dar por hecho que la toma individual de decisiones solo se basa en expectativas racionales.
Asunciones como esas pueden ser adecuadas como una base en la que construir modelos que nos permitan comprender el mundo, pero solo si los procesos del mercado estuviesen correctamente estructurados de forma exacta, de manera que todas las desviaciones de los que no aceptan el precio de mercado tal cual y los que tienen expectativas aparte de las racionales pudieran hacerse imperceptibles a nivel agregado. El saber si hay procesos que cumplen esos criterios, y, si los hay, cuáles son y cuándo funcionan, es una cuestión empírica. Afirmar que todos los procesos del mercado han de estructurarse así es una fechoría teorética.
La preocupante tendencia de políticos y banqueros de aplicar sus teorías al mundo real afecta directamente a la vida de las personas
Y está ampliamente extendida. En el campo de la teoría del crecimiento, Romer ve como la actual generación de economistas neoclásicos publica ensayo tras ensayo imponiendo las restricciones teóricas necesarias para un equilibrio en el que todos aceptan el precio del mercado. Como correctamente señala, esos ensayos son inútiles salvo para avanzar la posición de sus autores en los juegos de prestigio académico.
Mientras, en mi campo, la macroeconomía, veo como economistas, banqueros, industriales, tecnócratas y políticos afirman que las políticas que los Gobiernos pueden implementar para acelerar la recuperación económica deben ser demasiado arriesgados cuando no contraproducentes. Al fin y al cabo, esa es la clase de predicciones que resulta de un modelo con una clase de expectativas racionales muy reducida.
Al mismo tiempo, debemos reconocer que el problema que señala Romer no es nuevo. Hace unos días me encontré con críticas a las políticas monetarias y fiscales expansivas escritas por el economista canadiense Jacob Viner y el francés Étienne Mantoux. Ambos consideraban en los años treinta del siglo pasado (¡en plena Gran Depresión!) que los esfuerzos gubernamentales por impulsar el empleo invariablemente terminarían en una inflación indeseada e injustificada, y que probablemente reducirían la producción a largo plazo.
Lo más deprimente de la discusión de Romer es lo improbable que es que se le preste atención. Puede que Romer convenza a los economistas académicos que sean más prudentes antes de hacer afirmaciones sobre el conjunto de las teorías del crecimiento económico. Pero es menos que evidente que los banqueros, industriales, tecnócratas y políticos —que son los responsables de las políticas que impactan en la vida de la gente— vayan a hacer lo mismo.
J. Bradford DeLong es profesor de Economía de la Universidad de California, Berkeley, e investigador asociado de la Oficina Nacional de Investigación Económica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario