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miércoles, 25 de marzo de 2015

El espíritu del capitalismo y los paraísos fiscales

 
En la primavera de 2008 y en las elecciones de la democracia más poblada del mundo, India, el partido de la oposición, el nacionalista Bharatiya Janata, concentraba su artillería contra la evasión de dinero hacia paraísos fiscales. Para los nacionalistas opositores este tipo de prácticas antipatrióticas era la consecuencia de la creciente aceptación por el Partido del Congreso de la ideología capitalista liberal, un sistema inmoral que acabaría empobreciendo a los ciudadanos de la India. En esa misma primavera, los representantes del G-20, reunidos en Londres, condenaban de manera casi unánime los paraísos fiscales. No ponían en tela de juicio la libertad de los movimientos de capitales. Se preguntaban cómo sanear el sistema y evitar prácticas corruptas que atentan contra la transparencia y contra la solidaridad de los sistemas impositivos.
 
Entre los muchos legados del siglo XVIII a favor de la gobernación y la moralidad de la vida pública, existe uno, cuyo autor es Adam Smith, en el que se enumeran las normas que debían configurar un sistema impositivo racional. Primera: “todos los ciudadanos deben contribuir al sostenimiento del Estado en proporción a sus respectivas habilidades”.
 
Las reglas de Smith han presidido el desarrollo de los sistemas fiscales modernos. Contribución equitativa y servicios públicos generalizados y eficaces, como contrapartida. Transparencia y justicia, en definitiva. El sistema ha funcionado bien en términos generales, pero no ha podido evitar la aparición de escondrijos que ocultan rentas al fisco y distorsionan la igualdad fiscal.
 
John Kay recordaba en el Financial Times cómo entre las revoluciones europeas de 1848 una de las menos conocidas fue la protagonizada por algunos municipios del sur de Francia contra el señorío de los Grimaldi. De pronto la dinastía monegasca se quedó sin la base agraria de sus fuentes tributarias: para nutrir las arcas del principado, surgió la idea de un casino. El juego estaba prohibido en Francia, y para jugar en Montecarlo había que llegar hasta allí. Así que el Estado francés financió el ferrocarril. Después idearon entre todos un sistema fiscal más acogedor que el de los países vecinos. Hubo algunas quejas, pero la hipocresía de los grandes Estados resultó decisiva.
 
La evasión fiscal se ha convertido en nuestros días en un deporte de alta competición, jugado desde muchas instituciones financieras con equipos de gente muy bien pagada. Objetivo, evitar o aminorar el pago de los impuestos. Esta actividad es mucho más rentable que el monótono trabajo cotidiano de cualquier entidad financiera. Como por otro lado los sistemas fiscales nacionales gravan los rendimientos de las inversiones que percibe un nacional en su país de residencia, a la vez que los beneficios obtenidos por las actividades productivas son objetos de imposición en la fuente, una misma actividad puede estar gravada dos veces.
 
Los Estados reaccionaron contra el abuso fiscal y trataron de remediarlo con los llamados acuerdos de “doble imposición”. Hace casi un siglo que este tipo de tratados restituyó la equidad tributaria y ejerce una notable influencia en la movilidad de capitales e inversiones productivas.
 
Además, y en la medida en que los controles de cambio desaparecían en la década de los setenta, proliferaron los centros offshore. Multinacionales y grandes fortunas encontraron despejado el camino para elaborar estructuras complejas y establecimientos financieros que acabaron borrando la identidad de los residentes y deslocalizando el lugar en que se generaban las rentas. De nuevo la hipocresía de los grandes Estados facilitaba las cosas. Instituciones financieras como los fondos de capital riesgo (hedge funds) se localizaron en Londres y Nueva York para gestionar actividades localizadas en las Islas Caimán u otros paraderos de difícil identificación, con el agravante de que los rendimientos obtenidos estaban exentos de retención en el impuesto de la renta.
 
La elegante clientela del casino de Montecarlo son hoy día los multimillonarios de Saint James o Connecticut. El botín que custodian para ellos los paraísos fiscales se ha cifrado en 11,54 billones de dólares, el 80% del valor del PIB norteamericano.
 
Pero la evasión fiscal también anda entre los cacharros de las cocinas nacionales. El caso español no deja de ser preocupante, tanto por su magnitud como por la aceptación generalizada entre los ciudadanos. Se estima que las pérdidas de ingresos anuales por fraude fiscal oscilan entre los 200.000 y 250.000 millones de euros, bastante más que el doble del déficit fiscal previsto para este año. Simultáneamente entre los españoles se extiende cada vez más la opinión de que si no se defrauda más es por miedo a las revisiones de Hacienda.
 
Los fraudes globales y nacionales permiten, además, retroalimentar actividades ilegales tan nocivas como el tráfico de drogas. Las Naciones Unidas han estimado que este tipo de actividad moviliza unos 320.000 millones de dólares anuales, y aunque las cifras pudieran estar ligeramente infladas no hay ninguna duda de sus efectos perversos. La prohibición no ha funcionado. Pero los gobiernos por separado y reunidos en la ONU siguen apostando por la quimera de “un mundo sin drogas”.
 
En el periodo de entreguerras del pasado siglo los riesgos políticos, las amenazas de guerra y los altibajos en el valor de las monedas desencadenaron una huida de francos hacia Suiza, y luego de las monedas de los Estados centrales europeos hacia EE UU. La respuesta oficial fue una intervención severísima en los cobros y pagos de mercancías y en los movimientos internacionales de capital. Restaurada la normalidad, la liberalización de los pagos regresó al mundo occidental. Sin embargo, los Estados mantuvieron sus sistemas tributarios como último reducto de la soberanía política sin plantearse cómo simplificar y dar la máxima transparencia a la fiscalidad sobre el ahorro.
En cualquier caso la actual lucha contra la corrupción fiscal no es un ataque al capitalismo. Más bien lo contrario. El capitalismo es un sistema racional de costes y beneficios. Una ideología utilitarista basada en que el bienestar de todos es fruto de la búsqueda del bienestar individual. El compromiso innegociable de que todos los ciudadanos deben jugar con las mismas cartas, sin olvidar nunca que “su contribución al funcionamiento del Estado debe hacerse en proporción a sus respectivas habilidades”.

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