(OroyFinanzas.com) – La inflación y la deflación son las dos caras de una misma moneda. La inflación se caracteriza por el aumento de precios mientras a la deflación se la define por una bajada de los mismos. Una y otra actúan sobre la estabilidad de los precios y afectan a las decisiones de consumidores e inversores. Los intereses de éstos no suelen coincidir con los intereses de los bancos centrales. James Rickards, editor de Strategic Intelligence, desarrolla esta idea en el siguiente artículo.
Efectos de la inflación y deflación
Con inflación, los consumidores se lanzan a las compras, antes de que el precio de las cosas suba. Con deflación, los consumidores se muestran más precavidos en esas mismas compras, por la expectativa de que los precios continúen bajando y así adquirir los bienes a un precio más barato.
Tanto la inflación como la deflación constituyen un reto para los inversores porque, aparte de riesgos normales de cualquier inversión, tienen que pensar en los rendimientos futuros, en función de los cambios que puedan sufrir los índices de precios. La inflación favorece a los deudores porque el valor real de sus deudas disminuye, a medida que el dinero vale menos. La deflación favorece al acreedor porque el valor real de las deudas sube, a medida que el dinero obtiene un mayor poder adquisitivo. Para resumir, tanto la inflación como la deflación se deben tener en cuenta a la hora de tomar decisiones económicas. Su predicción es un componente externo añadido a la propia inversión.
Para los inversores, la inflación y la deflación son igual de malas. Un punto de vista que no comparten los Bancos Centrales. Para los bancos centrales, la inflación es una situación manejable y, a veces, hasta deseable. La deflación, por el contrario, es algo incontrolable y, además, potencialmente devastadora para la economía. Entender por qué los bancos centrales temen la deflación más que la inflación es clave para comprender la política monetaria futura que aplicará un banco central.
A los Bancos Centrales les gusta la inflación
Estas instituciones financieras creen que pueden controlar la inflación con una política monetaria más dura, elevando las tipos de interés. Dado que los tipos se pueden elevar hasta el infinito, esta herramienta es ilimitada. Por lo tanto, no importa lo fuerte que sea la inflación. Un banco central puede siempre ejercer un control aumentando los tipos. El ejemplo clásico lo tenemos en 1980 cuando Paul Volcker elevó las tipos de interés al 20% para combatir una inflación que había alcanzado el 13%. Si el genio de la inflación se escapa de la botella, de esta forma, siempre hay forma de meterlo dentro de nuevo.
Además, los bancos centrales también creen que la inflación puede ser positiva para la economía, debido a lo que se conoce como propensión marginal al consumo o MPC (Marginal Propensity to Consume).
El MPC es un escenario que establece qué haría un individuo con un dólar adicional de ingreso. Una persona pobre lo emplearía en necesidades básicas como comida, vivienda o medicinas. En cambio, una persona rica, apenas lo empleará para estas necesidades porque ya las tienen cubiertas, así que invertirá o ahorrará ese dólar. Las personas más pobres tienen un MPC superior respecto a las más adineradas.
La inflación puede ser entendida como una transferencia de riqueza de los ricos a los pobres. Los ahorros de los ricos valen menos mientras sus gastos se mantienen con un MPC bajo. Por el contrario, el pobre que no tiene ahorros y puede tener deudas, éstas se reducen en su valor real por efecto de la inflación. Los pobres también pueden obtener incrementos salariales en períodos inflacionarios que gastarán por su mayor MPC.
Por lo tanto, la inflación en teoría tiende a aumentar el consumo total porque la transferencia de riqueza de los ricos a los pobres aumenta el gasto de los pobres, pero no disminuye el gasto por los ricos. El resultado es un mayor gasto total o “demanda agregada”, que ayuda a la economía a crecer.
La deflación no gusta a los gobiernos
La deflación no es tan benigna y perjudica al gobierno de muchas maneras. Aumenta el valor real de la deuda nacional afectando a las cuentas públicas. Los déficits siguen creciendo incluso en deflación, y el PIB se ralentiza cuando se cuantifica en dólares nominales. A consecuencia de esto, la relación deuda-PIB puede dispararse en períodos de deflación. Una situación que ha padecido Japón durante décadas. Cuando la relación deuda-PIB se eleva demasiado, puede dar lugar a una crisis de la deuda soberana y el colapso en la confianza de la moneda.
La deflación también afecta a la recaudación de impuestos del gobierno. Si un trabajador gana 100.000 dólares al año y consigue un aumento de 10.000 -en un entorno de precios estables-, ese trabajador tiene un 10% de aumento en su nivel de vida. El problema es que el gobierno recauda 3.000 dólares de esos 10.000 en impuestos. Así que el trabajador sólo recibe 7.000 de la subida salarial. En cambio, si los precios bajan un 10%, ese mismo trabajador obtendrá un 10% de aumento en su nivel de vida. Pero, en este caso, mantiene toda la ganancia, porque el gobierno no tiene ninguna manera de gravar los beneficios de la deflación. En ambos casos, el trabajador tiene un aumento de 10,000 dólares en su nivel de vida, pero en el primer ejemplo el gobierno recauda 3.000, mientras que con la deflación el gobierno obtiene ninguna ganancia.
Por eso los gobiernos favorecen la inflación. Se puede aumentar el consumo, disminuir el valor de la deuda pública y aumentar la recaudación de impuestos. Y temen la deflación, porque la gente puede ahorrar y no gastar, aumenta la carga de la deuda pública, y no se recaudan impuestos.
Lo que es bueno para el gobierno es a menudo malo para los inversores. Con un escenario de deflación, los inversores pueden beneficiarse de menores costos, impuestos más bajos y un aumento en el valor real de los ahorros. Como regla general, la inflación es buena para el gobierno y mala para los ahorradores; mientras que la deflación es mala para el gobierno y buena para los ahorradores.
Hay muchas deficiencias en la forma en que el gobierno y los economistas abordan el tema de la inflación y la deflación. La idea de la MPC como una guía para el crecimiento económico es muy defectuosa. Incluso si los pobres tienen una mayor propensión a consumir que los ricos, ese crecimiento económico se deriva del consumo. El verdadero motor de crecimiento a largo plazo no es el consumo sino la inversión.
La inflación perjudica la inversión y el ahorro
Aunque la inflación pueda ayudar a impulsar el consumo, perjudica el capital y, por tanto, la inversión. Una política que favorece la inflación, sobre la deflación, puede inducir a impulsar el consumo a corto plazo pero retrasa la inversión basada en el crecimiento a largo plazo. La inflación se asemeja al agricultor que se come todas las semillas de maíz durante el invierno y se queda sin nada que sembrar en primavera. Morirá de hambre.
Asimismo, no es cierto que la inflación sea fácil de controlar. Hasta cierto punto, la inflación puede ser contenida aumentando los tipos de interés pero a costes muy altos y el daño ya está hecho. Más allá de este umbral, la inflación puede convertirse en una hiperinflación. En ese momento, ninguna subida de tipos de interés puede detener la marea de utilizar el dinero para adquirir activos sólidos como el oro, tierra o recursos naturales. La hiperinflación casi nunca ha sido controlada. En esa situación, lo normal es acabar con la moneda actual existente y empezar de nuevo. Eso sí, después de perderse los ahorros y los planes de jubilación.
En un mundo ideal, los banqueros centrales tendrían como objetivo la estabilidad de precios evitando inflación o deflación. Pero con premisas económicas erróneas y las prioridades del gobierno, descritos anteriormente, no estamos en este caso. Los bancos centrales favorecen la inflación sobre la deflación porque aumenta la recaudación de impuestos, reduce la carga de la deuda del Gobierno y fomenta el consumo. Si ahorradores e inversores son los perdedores de esta política, es una pena.
Las implicaciones de lo expuesto son profundas. En un período en que las fuerzas deflacionarias son fuertes, como la que estamos experimentando ahora, los bancos centrales tienen que usar todos los trucos a su alcance para detener la deflación y provocar inflación. Si una medida no funciona pues se prueba con otra.
Medidas inflacionarias desde el 2008
Desde el año 2008 los bancos centrales han utilizado distintas medidas para propiciar inflación: recortes de tipos de interés,flexibilización cuantitativa, guerras de divisas, objetivos nominales asociados al PIB, Operación Twist… Ninguna ha funcionado. La deflación sigue cobrando una fuerte tendencia en la economía global. Y es poco probable que cambie. Las fuerzas deflacionarias no van a desaparecer por el momento.
Los inversores deben esperar más experimentos monetarios en los próximos años. Una subida de tipos de la Fed en 2015 parece poco probable en vista de los datos recientes. Si la Fed, sin embargo, aumenta las tasas a pesar de todo -posiblemente por temor a las burbujas de activos-, la reacción del mercado global puede llegar a manifestarse en un estallido repentino de esas burbujas. Una cuarta ronda de flexibilización cuantitativa, la llamada “QE4″, a principios de 2016, no se puede descartar. Si la deflación es lo suficientemente fuerte, los bancos centrales podrían alentar subidas en el precio del oro en 2017 y así, incrementar expectativas inflacionarias.
Finalmente, los bancos centrales serán los ganadores y tendrán la inflación deseada. Pero llevará tiempo, y la inflación puede convertirse en una hiperinflación que los bancos centrales ni esperen ni entiendan. Este “tira y afloja” entre la inflación y la deflación está creando el clima de inversión más desafiante en ochenta años. La mejor estrategia de inversión es una cartera equilibrada que incluya activos sólidos y dinero en efectivo. Es la forma de estar preparados para todos los escenarios posibles.
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