Hace cuarenta años venía a decir Peter F. Drucker, el gurú norteamericano delmanagement, que el Manifiesto Comunista se había realizado en los EEUU en el siglo XX gracias a la generalización de los planes de pensiones de las empresas. Los grandes fondos en los que dichos planes se integraban eran propietarios, al inicio del último cuarto del siglo pasado, de una tercera parte del capital de las empresas americanas. Es decir, los trabajadores americanos eran dueños muy relevantes de las empresas, no de las empresas en las que cada uno de ellos trabajaban (hay un ligero matiz), pero sí de la Corporate America. Drucker defendía que esta era una auténticaunseen revolution, una revolución que había pasado prácticamente desapercibida, y vaticinaba que alrededor de 1985 la participación de los trabajadores americanos en el capital de las empresas del país sería del 50%.
Esta predicción no se ha cumplido, menos aún se viene cumpliendo en los tiempos presentes. Una serie de trasformaciones convergentes en la estructura y propiedad del capital de las empresas, en el sector financiero y en la gama de productos y emisores de los mismos, en los EEUU y en otros países, lo ha impedido. Sin que quepa atribuir este resultado a ninguna mano negra que se hubiese propuesto evitar semejante revolución, lo cierto es que el socialismo de los fondos de pensiones no ha calado entre las clases medias como cabía esperar y hasta desear.
Esta forma de capitalismo es una variante de lo que más genéricamente se denomina "capitalismo popular". Es decir, la situación en la cual las clases medias acceden masivamente a la propiedad del capital de las compañías (mediante la posesión de sus acciones) y, por lo tanto, a un cierto grado de control de las decisiones corporativas en las empresas, de las que, en definitiva, serían sus dueños.
El capitalismo popular cobró gran impulso conceptual durante los mandatos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, pero tampoco hizo grandes avances materiales. Los altibajos regulares de las bolsas y los episodios más puntuales de fuerte contracción del valor de sus índices han desanimado la apuesta masiva del grueso de los hogares por las acciones de las compañías o por los productos de ahorro referenciados a las mismas.
Sin embargo, qué saludable sería que las clases medias poseyesen masivamente acciones de las empresas cotizadas y que se generalizasen los productos que permitiesen que el ahorro de los hogares fluyese más directa y visiblemente a la capitalización de las empresas no cotizadas.
El que se alcanzase una masa crítica en esta materia requeriría, a su vez, un desarrollo paralelo de la alfabetización financiera de los ciudadanos y de la regulación que proteja debidamente sus derechos como accionistas y, naturalmente, sus inversiones.
Pero el accionista minoritario tiene poca capacidad para ejercer sus derechos políticos en el consejo, de manera que estaría muy bien que se instase una legislación (o se adaptase la existente) para materializar esos derechos y capacitar al pequeño accionista de la manera más potente posible.
En muchos países se han adaptado recientemente sus leyes sobre sociedades de capital con este propósito en mente. En España, los accionistas minoritarios mejoran su protección legal tras la modificación de la Ley de Sociedades de Capital llevada a cabo en 2014, pero subsisten barreras a un ejercicio efectivo de los derechos de los minoritarios por la cuota de capital todavía exigida (el 3%, que desciende en 2 puntos, no obstante) y la complejidad administrativa del asociacionismo accionarial.
El capitalismo popular sigue siendo, en mi opinión, una gran causa a la que puede que no le haya llegado todavía su hora. Pero es necesario encontrar formas de facilitar su generalización más allá de los códigos de gobierno corporativo al uso, que no dejan de ser iniciativas top-down (¿o sólo top?). Hasta el mes que viene.
Este artículo fue publicado inicialmente en la revista Empresa Globlal
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