Ludwig von Mises (1881-1973)
La economía de mercado, dicen los socialistas y los intervensionistas, es en el mejor de los casos un sistema que puede ser tolerado en tiempos de paz. Pero cuando hay guerra, tal indulgencia no es permisible. Ésta pondría en juego los intereses vitales de la nación por el único beneficio de las preocupaciones egoístas de los capitalistas y empresarios. La guerra, y en cualquier caso la guerra total moderna, perentoriamente requiere del control gubernamental de los negocios.
Difícilmente nadie ha sido lo suficientemente valiente como para desafiar este dogma. El mismo sirvió en ambas Guerras Mundiales como un pretexto conveniente para innumerables medidas de interferencia gubernamental con los negocios, lo cual en muchos países llevó paso a paso a un "socialismo de guerra" total. Cuando las hostilidades cesaron, se lanzó un nuevo eslogan. El período de transición de la guerra a la paz y de "reconversión," sostenía la gente, requiere aún más control gubernamental que el período de guerra. Además, ¿por qué se debería regresar a un sistema social que puede funcionar únicamente en el intervalo entre dos guerras? Lo más apropiado sería aferrarse permanentemente al control gubernamental con el fin de estar debidamente preparado para cualquier posible emergencia.
Un análisis de los problemas que tuvo que enfrentar Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial mostrará claramente que tan erróneo es este razonamiento.
Lo que Estados Unidos necesitaba para ganar la guerra era una conversión radical de todas sus actividades productivas. Todo el consumo civil que no fuera absolutamente indispensable debía ser eliminado. Las fábricas y fincas de ahora en adelante iban a producir únicamente un mínimo de bienes para usos no militares. El resto debía dedicarse completamente a la tarea de suplir a las fuerzas armadas.
La realización de este programa no requería el establecimiento de controles y prioridades. Si el gobierno hubiera recaudado todos los fondos necesarios para conducir la guerra a través de impuestos a los ciudadanos y pidiéndoles prestado a éstos, todo el mundo hubiera sido forzado a recortar su consumo drásticamente. Los empresarios y finqueros se hubieran dedicado a producir para el gobierno ya que la venta de bienes a los ciudadanos privados hubiera caído. El gobierno, convertido ahora en el principal comprador del mercado en virtud del flujo de impuestos y de dinero prestado, hubiera estado en una posición de obtener todo lo que quisiera. Incluso el hecho de que el gobierno escogiera financiar una parte considerable del gasto de guerra mediante el incremento de la cantidad de dinero en circulación y pidiéndole prestado a los bancos comerciales no hubiera alterado esta situación. La inflación debe, por supuesto, provocar una tendencia marcada hacia el incremento en los precios de todos los bienes y servicios. El gobierno hubiera tenido que pagar precios nominales más altos. Pero aún así hubiera sido el comprador más solvente en el mercado. Le hubiera sido posible ofrecer más que los ciudadanos que por un lado no tienen el derecho a fabricar el dinero que necesitaban y por el otro hubieran sido estrujados por los enormes impuestos.
Pero el gobierno deliberadamente adoptó una política la cual estaba destinada a hacerle imposible confiar en la operación del mercado libre. Éste recurrió a controles de precios e hizo ilegal aumentar los precios de las materias primas. Además fue muy lento en gravar los ingresos crecidos por la inflación. Se rindió a la demanda de los sindicatos de que los salarios reales de los trabajadores debían ser mantenidos a la alza lo cual les permitiría mantener durante la guerra sus niveles de vida preguerra. De hecho, la clase más numerosa de la nación, la clase que en tiempos de paz consumió la mayor parte del total de bienes consumidos, tenía tanto dinero en sus bolsillos que su poder para comprar y consumir era mayor que durante los tiempos de paz. Los asalariados—y hasta cierto punto también los finqueros y los dueños de las fábricas que producían para el gobierno—hubieran frustrado los esfuerzos del gobierno de dirigir las industrias hacia la producción de materiales de guerra. Hubieran inducido a los negocios a producir más, no menos, de aquellos bienes que en tiempos de guerra son considerados lujos superfluos. Fue esta circunstancia la que forzó al gobierno a recurrir a los sistemas de prioridades y racionamientos. Las deficiencias de los métodos adoptados para financiar los gastos de guerra hicieron necesarios los controles gubernamentales de los negocios. Si no se hubiera generado inflación y si los impuestos hubieran reducido el ingreso (después de los impuestos) de todos los ciudadanos, no solo de aquellos que disfrutaban de altos ingresos, a una fracción de sus rentas en tiempos de paz, dichos controles hubieran sido superogatorios. El respaldo a la doctrina de que el ingreso real de los asalariados debe ser en tiempos de guerra más alto que en tiempos de paz los hizo inevitables.
No fueron los decretos gubernamentales ni el papeleo de una multitud de personas en la planilla del gobierno, sino los esfuerzos de la empresa privada los que produjeron esos bienes que les permitieron a las fuerzas armadas estadounidenses ganar la guerra y proveer todo el equipo material que sus aliados necesitaban para su cooperación. El economista no infiere nada de estos hechos históricos. Pero es oportuno mencionarlos así como los intervensionistas nos hubieran hecho creer que un decreto que prohíba el empleo del acero para la construcción de casas de apartamento automáticamente produce aviones y naves de batalla.
Los ajustes de las actividades productivas debido a un cambio en la demanda de los consumidores es la fuente de las ganancias. Entre más grande sea la discrepancia entre el estado previo de las actividades productivas y eso de acuerdo con la nueva estructura de la demanda, mayores ajustes serán requeridos y más grandes serán las ganancias que recibirán aquellos que tengan éxito en lograr dichos ajustes. La transición repentina de la paz a la guerra revoluciona la estructura del mercado, hace indispensables los reajustes radicales, y por lo tanto se convierte en una fuente de ganancias para muchos. Los planificadores y los intervensionistas ven a estas ganancias como escandalosas. A como lo ven, el primer deber del gobierno en tiempos de guerra es prevenir la aparición de nuevos millonarios. Es injusto, dicen ellos, permitirle a cierta gente hacerse más rica mientras que otros son asesinados o mutilados.
Nada es justo en una guerra. No es que Dios solo existe para los grandes batallones y que aquellos que están mejor equipados derrotan a adversarios poco equipados. No es solo que aquellos en el frente derraman su sangre en la oscuridad, mientras los comandantes, confortablemente localizados en cuarteles ubicados a cientos de millas de las trincheras, ganan gloria y fama. No es solo que Juan es asesinado y Marcos es lisiado por el resto de su vida mientras que Pablo regresa a casa sano y salvo y disfruta los privilegios que se les dan a los veteranos.
Podría ser admitido que no es "justo" que la guerra aumente las ganancias de aquellos empresarios que contribuyen de la mejor forma al equipamiento de las fuerzas combatientes. Pero sería tonto negar que el sistema de ganancias produce las mejores armas. No fue la Rusia socialista la que ayudó al Estados Unidos capitalista con contratos de arrendamiento; los rusos fueron lamentablemente derrotados antes de que las bombas hechas en Estados Unidos cayeran sobre Alemania y antes de que consiguieran que sus armas fueran hechas por grandes empresas estadounidenses. La cosa más importante en una guerra no es evitar la aparición de grandes ganancias, sino darle el mejor equipo a los soldados y marinos del país propio de uno. Los peores enemigos de una nación son aquellos demagogos que antepondrían su envidia a los intereses vitales de la causa de su nación.
Por supuesto, a la larga la guerra y la preservación de la economía de mercado son incompatibles. El capitalismo es esencialmente un esquema para naciones pacíficas. Pero esto no significa que una nación que es forzada a repeler a agresores foráneos debe sustituir a la empresa privada por el control gubernamental. Si fuera a hacer eso, se privaría a sí misma de los medios más efectivos de defensa. No existe historial alguno de una nación socialista que haya derrotado a una capitalista. A pesar de su tan glorificado socialismo guerrero, los alemanes fueron derrotados en ambas Guerras Mundiales.
Lo que la incompatibilidad de la guerra y el capitalismo en verdad significa es que la guerra y las civilizaciones superiores son incompatibles. Si la eficiencia del capitalismo es dirigida por los gobiernos hacia la fabricación de instrumentos de destrucción, el ingenio de la empresa privada producirá armas que son lo suficientemente poderosas como para destruir todo. Lo que hace a la guerra y al capitalismo incompatibles el uno con el otro es precisamente la eficiencia sin paralelo del modo de producción capitalista.
La economía de mercado, sujeta a la soberanía de los consumidores individuales, fabrica productos los cuales hacen la vida del individuo más agradable. Satisface las demandas del individuo por más comodidad. Es esto lo que ha hecho despreciable al capitalismo en los ojos de los apóstoles de la violencia. Ellos adoran al "héroe," al destructor y asesino, y desprecian al burgués y su "mentalidad ambulante." Ahora la humanidad está cosechando los frutos que maduraron de las semillas plantadas por estos hombres.
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