La historia comienza cuando un gamberro decide tirar un ladrillo contra la ventana de un panadero. La comunidad se reúne en la panadería para hablar de lo que ha pasado.– Me siento mal por ese pobre panadero. Le han roto una ventana.– Es verdad, pero si te paras a pensar, tal vez no sea algo tan malo. A fin de cuentas, el panadero tiene que reparar su ventana, y eso significa que el cristalero tendrá trabajo que hacer. Después de recibir el pago, el cristalero probablemente gastará el dinero que consiga en algo de lo que tú cultivas. Entonces tú tendrás más dinero para gastar en más bienes y servicios, y así sucesivamente…
– ¡Tienes razón! De hecho, el gamberro ha estimulado la economía. Imagínate cuántos más trabajos habrían sido creados, cuántas más tareas serían necesarias si el gamberro hubiera hecho más destrozos.
– ¿Os habéis vuelto locos todos?
¿No habéis leído a Frédéric Bastiat o a Henry Hazlitt?
Sólo os estáis fijándoos, centrando vuestra atención en lo que se ve: el dinero que me voy a gastar reparando la ventana rota, mientras ignoráis lo que no se ve: el dinero que me habría gastado en un traje nuevo. Si le hubiera comprado un traje nuevo al sastre, él también habría gastado parte de sus nuevos ingresos en al fruto de tus cosechas, así que igualmente habrías tenido más ingresos que gastar en más bienes y servicios. La única diferencia es que yo habría tenido tanto mi ventana como un traje nuevo, mientras que ahora tendré sólo la ventana. Este gamberro me ha costado a mí, y por lo tanto a nuestra comunidad, un traje nuevo.
La historia del gamberro nos muestra que el daño físico destruye la riqueza. Al fin y al cabo, si el acto del gamberro de hecho hubiera estimulado la economía, habría sido mejor para la sociedad si él hubiera destruido el letrero, el edificio, y el resto del pueblo.
Pero la falacia de la ventana rota está mucho más extendida de lo que pueda parecer a primera vista. De hecho, sigue estando en el núcleo de las políticas actuales [impuestos, aranceles, subsidios]. Por ejemplo, cuando el gobierno alega estar creando trabajo al iniciar programas de obras públicas, y lleva a cabo alguna construcción, lo hace a costa de sus ciudadanos en forma de mayores impuestos o de inflación.
Los ciudadanos gastarían su dinero, en vez de en impuestos, en otros bienes y servicios, como frigoríficos o tablas de surf o entradas para el cine, lo que habría aumentado el crecimiento de puestos de trabajo en esas industrias.
Pero, como esos bienes y servicios nunca serán producidos, esos trabajos potenciales siguen sin verse, pero no son ni menos reales ni menos importantes que los puestos de trabajo que sí “vemos”.
Esta "Falacia de la ventana rota", bajo innumerables disfraces ha sido una de las más usadas y que más ha estado presente en la historia de la economía.
Es solemnemente reafirmada cada día por grandes representantes de la industria, cámaras de comercio, líderes sindicales, editorialistas y periodistas, aduladores y trovadores del “estado del bienestar”, expertos en estadísticas y profesores de economía de las mejores universidades.
Los políticos afirman sin ruborizarse que crean puestos de trabajo, pero realmente no es verdad. Mejor dicho: raramente crean puestos de trabajo productivos.
Los gobiernos no poseen dinero propio, lo expropian, lo “toman prestado de unos contribuyentes” supuestamente para redistribuirlo y dárselo a otros. De paso que hacen esto, crean más y más burocracia, más y más funcionarios, lo que les “obliga” a aumentar los impuestos ya existentes y a crear otros nuevos; que -¡cómo no!- saldrán de los bolsillos de los contribuyentes.
Los faraones podrían haber alegado que crearon trabajo cuando ordenaron construir las pirámides, pero piensa cuánto más ricos, prósperos (y libres) habrían sido los egipcios si se les hubiese permitido perseguir sus propios intereses y emprender otras actividades libremente.
Son los individuos particulares en una economía de libre mercado los que crean verdaderos puestos de trabajo, siempre que sus vidas y sus propiedades estén suficientemente protegidas por la ley.
La clave, la llave que abre la puerta, es la libertad económica. La historia humana lo demuestra claramente y a estas alturas no debería ser necesario retomar una evidencia tan rotunda y aplastante.
Basta mirar todos los índices que relacionan la libertad económica con el crecimiento económico. Las economías más sanas son las que disfrutan de mayor libertad económica. El desempleo es bajo en esos lugares: alrededor del 3% en Hong Kong, 2% en Singapur, 5% en Australia.
Es por ello que los países con menor libertad económica tienen pocos puestos de trabajo reales, y no avanzan en prosperidad. Ese es el caso de España donde más del 25 por ciento de quienes tienen edad de trabajar están desempleados.
Desafortunadamente, la mayoría de los políticos todavía siguen sin entenderlo o no tienen ninguna intención de ello (¡Ni falta que les hace! Dirá más de uno) No quieren comprender que la libertad económica, y por lo tanto menos gobierno, es lo que crea prosperidad.
El gobierno no crea empleos, solo es capaz de crear más burocracia y crear y subir impuestos.
La verdadera realidad es que si en España no se crea apenas empleo y tenemos un índice de paro tan grande es sencillamente porque el gobierno es un obstáculo, un grandísimo problema.
Pongamos por caso que yo soy un empresario, un empleador, ¿por qué y para qué iría yo a contratar a alguien, cuando el gobierno central, los gobiernos regionales (“comunidades autónomas”), ayuntamientos y demás administraciones han creado tantas normas que me impiden despedir a un trabajador si esa persona es incapaz de hacer bien el trabajo? ¿Por qué voy yo a arriesgarme haciendo una inversión si las leyes que aún están por aprobar sobre sobre seguridad social, salario mínimo interprofesional, asistencia médico-hospitalaria, sobre la regulación financiera y sobre el medio ambiente, o cuestiones semejantes podrían a corto o medio plazo convertir mi idea en un proyecto perdedor?
Hay que ser un ignorante respecto de historia y de economía para expresar la ridícula idea de que quitarles dinero por la fuerza (en forma de impuestos) a los que están trabajando y darles ese dinero a los que no están trabajando, acabará de alguna manera generando actividad económica. Lo único que se consigue con ello es empobrecer, destruir a los que están trabajando y produciendo.
Así que cuando oigas hablar de los efectos estimulantes que producen los aranceles, las medidas proteccionistas, las “ayudas” a los emprendedores, la subida de impuestos, o aquello de “vamos a hacer que paguen más quienes más tienen”, o las leyes que “estimulan” la economía, o incluso a alguien dar por “bueno” que haya guerras, pues después la reconstrucción de lo destruido genera empleo… recuerda que es simplemente nuestra vieja amiga: “La Falacia de la Ventana Rota”, disfrazada con nuevas ropas y engordada para intentar hacerla irreconocible
– ¿Os habéis vuelto locos todos?
¿No habéis leído a Frédéric Bastiat o a Henry Hazlitt?
Sólo os estáis fijándoos, centrando vuestra atención en lo que se ve: el dinero que me voy a gastar reparando la ventana rota, mientras ignoráis lo que no se ve: el dinero que me habría gastado en un traje nuevo. Si le hubiera comprado un traje nuevo al sastre, él también habría gastado parte de sus nuevos ingresos en al fruto de tus cosechas, así que igualmente habrías tenido más ingresos que gastar en más bienes y servicios. La única diferencia es que yo habría tenido tanto mi ventana como un traje nuevo, mientras que ahora tendré sólo la ventana. Este gamberro me ha costado a mí, y por lo tanto a nuestra comunidad, un traje nuevo.
La historia del gamberro nos muestra que el daño físico destruye la riqueza. Al fin y al cabo, si el acto del gamberro de hecho hubiera estimulado la economía, habría sido mejor para la sociedad si él hubiera destruido el letrero, el edificio, y el resto del pueblo.
Pero la falacia de la ventana rota está mucho más extendida de lo que pueda parecer a primera vista. De hecho, sigue estando en el núcleo de las políticas actuales [impuestos, aranceles, subsidios]. Por ejemplo, cuando el gobierno alega estar creando trabajo al iniciar programas de obras públicas, y lleva a cabo alguna construcción, lo hace a costa de sus ciudadanos en forma de mayores impuestos o de inflación.
Los ciudadanos gastarían su dinero, en vez de en impuestos, en otros bienes y servicios, como frigoríficos o tablas de surf o entradas para el cine, lo que habría aumentado el crecimiento de puestos de trabajo en esas industrias.
Pero, como esos bienes y servicios nunca serán producidos, esos trabajos potenciales siguen sin verse, pero no son ni menos reales ni menos importantes que los puestos de trabajo que sí “vemos”.
Esta "Falacia de la ventana rota", bajo innumerables disfraces ha sido una de las más usadas y que más ha estado presente en la historia de la economía.
Es solemnemente reafirmada cada día por grandes representantes de la industria, cámaras de comercio, líderes sindicales, editorialistas y periodistas, aduladores y trovadores del “estado del bienestar”, expertos en estadísticas y profesores de economía de las mejores universidades.
Los políticos afirman sin ruborizarse que crean puestos de trabajo, pero realmente no es verdad. Mejor dicho: raramente crean puestos de trabajo productivos.
Los gobiernos no poseen dinero propio, lo expropian, lo “toman prestado de unos contribuyentes” supuestamente para redistribuirlo y dárselo a otros. De paso que hacen esto, crean más y más burocracia, más y más funcionarios, lo que les “obliga” a aumentar los impuestos ya existentes y a crear otros nuevos; que -¡cómo no!- saldrán de los bolsillos de los contribuyentes.
Los faraones podrían haber alegado que crearon trabajo cuando ordenaron construir las pirámides, pero piensa cuánto más ricos, prósperos (y libres) habrían sido los egipcios si se les hubiese permitido perseguir sus propios intereses y emprender otras actividades libremente.
Son los individuos particulares en una economía de libre mercado los que crean verdaderos puestos de trabajo, siempre que sus vidas y sus propiedades estén suficientemente protegidas por la ley.
La clave, la llave que abre la puerta, es la libertad económica. La historia humana lo demuestra claramente y a estas alturas no debería ser necesario retomar una evidencia tan rotunda y aplastante.
Basta mirar todos los índices que relacionan la libertad económica con el crecimiento económico. Las economías más sanas son las que disfrutan de mayor libertad económica. El desempleo es bajo en esos lugares: alrededor del 3% en Hong Kong, 2% en Singapur, 5% en Australia.
Es por ello que los países con menor libertad económica tienen pocos puestos de trabajo reales, y no avanzan en prosperidad. Ese es el caso de España donde más del 25 por ciento de quienes tienen edad de trabajar están desempleados.
Desafortunadamente, la mayoría de los políticos todavía siguen sin entenderlo o no tienen ninguna intención de ello (¡Ni falta que les hace! Dirá más de uno) No quieren comprender que la libertad económica, y por lo tanto menos gobierno, es lo que crea prosperidad.
El gobierno no crea empleos, solo es capaz de crear más burocracia y crear y subir impuestos.
La verdadera realidad es que si en España no se crea apenas empleo y tenemos un índice de paro tan grande es sencillamente porque el gobierno es un obstáculo, un grandísimo problema.
Pongamos por caso que yo soy un empresario, un empleador, ¿por qué y para qué iría yo a contratar a alguien, cuando el gobierno central, los gobiernos regionales (“comunidades autónomas”), ayuntamientos y demás administraciones han creado tantas normas que me impiden despedir a un trabajador si esa persona es incapaz de hacer bien el trabajo? ¿Por qué voy yo a arriesgarme haciendo una inversión si las leyes que aún están por aprobar sobre sobre seguridad social, salario mínimo interprofesional, asistencia médico-hospitalaria, sobre la regulación financiera y sobre el medio ambiente, o cuestiones semejantes podrían a corto o medio plazo convertir mi idea en un proyecto perdedor?
Hay que ser un ignorante respecto de historia y de economía para expresar la ridícula idea de que quitarles dinero por la fuerza (en forma de impuestos) a los que están trabajando y darles ese dinero a los que no están trabajando, acabará de alguna manera generando actividad económica. Lo único que se consigue con ello es empobrecer, destruir a los que están trabajando y produciendo.
Así que cuando oigas hablar de los efectos estimulantes que producen los aranceles, las medidas proteccionistas, las “ayudas” a los emprendedores, la subida de impuestos, o aquello de “vamos a hacer que paguen más quienes más tienen”, o las leyes que “estimulan” la economía, o incluso a alguien dar por “bueno” que haya guerras, pues después la reconstrucción de lo destruido genera empleo… recuerda que es simplemente nuestra vieja amiga: “La Falacia de la Ventana Rota”, disfrazada con nuevas ropas y engordada para intentar hacerla irreconocible
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