El déficit público continúa fuera de control. Es verdad que, desde el año 2010, las Administraciones Públicas han logrado recortarlo desde el 11% al 5% del PIB y que, en consecuencia, nuestra situación de desequilibrio presupuestario es sustancialmente menos grave que hace un lustro, pero eso no equivale a decir que hayamos escapado de la zona de peligro y que el agujero de las cuentas públicas vaya a desaparecer apenas esperando que maduren los frutos del crecimiento económico.
Al contrario, España ya incumplió gravemente el objetivo déficit para 2015: lejos de rebajarlo hasta el 4,2% del PIB —tal como teníamos la obligación de conseguir— apenas logramos recortarlo hasta el 5%: precisamente, esta indisciplina fiscal es la que está incentivando a Bruselas para que nos sancione por incumplir el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Sin embargo, el problema va mucho más allá de un desajuste transitorio en el electoral año 2015: todo parece apuntar a que España volverá a saltarse sus compromisos presupuestarios de 2016, año en que deberíamos atar el déficit al nivel del 3,6% del PIB.
Así, según denunció ayer la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), España concluirá este ejercicio con un desequilibrio presupuestario de hasta el 4,7% del PIB en caso de mantenerse las negativas tendencias actuales de ejecución presupuestaria. No es para menos: el déficit del Gobierno central hasta el mes de mayo ya supera el alcanzado por estas mismas fechas en 2015; una muy negativa evolución que se reproduce cuando consideramos el déficit conjunto del gobierno central, de las autonomías y de la Seguridad Social para el primer cuatrimestre del año. Todas las administraciones, pues, se han echado al monte de la irresponsabilidad presupuestaria.
El desajuste fiscal está resultando de tal magnitud que la AIReF ni siquiera considera posible repararlo mediante la reciente subida del Impuesto de Sociedades anunciada por el gobierno de Rajoy: no ya porque esta subida sólo sea, de momento, un brindis al Sol —todavía se halla pendiente de aprobación—, sino porque ni siquiera proporcionaría los ingresos necesarios aun cuando se aplicara de inmediato.
Mas sería un error pretender enfocar el problema del déficit público desde la óptica recaudatoria: evidentemente, cualquier Estado puede intentar saquear a sus súbditos para obtener nuevas fuentes de financiación para sus dispendios, pero tal política dista de ser adecuada, sobre todo en un contexto de frágil recuperación económica. Para apuntalar el crecimiento, al tiempo que avanzamos hacia el irrenunciable propósito de acotar el déficit, debemos coger el toro por los cuernos y afrontar la descuidada tarea de recortar el gasto estructural del conjunto del Estado.
Y es que el Estado español sólo ha metido las tijeras en su gasto estructural en dos ocasiones: 2010 con Zapatero y 2012 con Rajoy. El resto de los años —muy en particular, el resto de la legislatura de Rajoy—, el gasto público sólo se moderó merced a la reducción del gasto coyuntural, esto es, a la caída de gastos muy vinculados al entorno macroeconómico, como las prestaciones de desempleo o los intereses de la deuda. Pero las partidas nucleares del presupuesto —que ascienden a unos 420.000 millones de euros— no experimentaron recorte adicional alguno desde 2012: al contrario, han seguido incrementándose.
Sin la valentía para promover nuevos recortes de hasta 30.000 millones de euros, España seguirá condenada a padecer las inclemencias del déficit presupuestario.
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