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España incumplió su objetivo de déficit público en 2015 y, de acuerdo con la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), todo apunta a que volverá a incumplirlo este año al no lograr reducirlo en absoluto: si cerramos 2015 con un desajuste presupuestario del 5% del PIB, la AIReF teme que terminemos 2016 con uno del 4,7% del PIB.
Parece bastante claro, pues, que el déficit se halla totalmente enquistado a pesar del fuerte crecimiento económico que ya experimentamos en 2015 y que aparentemente volveremos a padecer en 2016. No es de extrañar: si en lugar de concentrar nuestra atención en el déficit público total nos fijamos en aquel que presenta un carácter estructural (el que no depende de la buena o mala evolución del ciclo económico), comprobaremos que no sólo no se ha reducido en los últimos años, sino que incluso se ha incrementado desde el 2,4% del PIB en 2013 al 3,1% en 2015.
En ejercicios anteriores pudimos maquillar nuestras cuentas públicas debido a que el déficit coyuntural cayó desde el 4,5% al 2%. Pero es obvio que ya ha llegado la hora de meterle la tijera al anquilosado déficit estructural. ¿Cómo hacerlo? La teoría es extremadamente simple: o aumentando los ingresos estructurales o reduciendo los gastos estructurales. La estrategia de Unidos Podemos y del PSOE pasa por estrechar ese déficit esencialmente mediante incrementos de los ingresos estructurales, esto es, asfixiando aún en mayor medida a los contribuyentes. El PP tampoco ve con malos ojos la opción de seguir aumentando los tributos, dado que se ha comprometido públicamente a no aprobar nuevos recortes del gasto. El pensamiento único político, pues, parece haberse conjurado en contra del sufrido contribuyente.
Pero, ¿existe alguna alternativa a los sablazos impositivos? Sí: como nuestro déficit estructural en 2015 fue del 3,1% del PIB, deberíamos proceder a recortar nuestro gasto estructural en esa misma cuantía, a saber, en cerca de 33.000 millones de euros. Margen para hacerlo existe. Por un lado, las Administraciones Públicas siguen repartiendo anualmente 18.000 millones de euros en subvenciones a empresas públicas y privadas que deberían ser eliminadas por entero: tales transferencias monetarias no sólo son inútiles, sino que resultan contraproducentes para el buen funcionamiento de cualquier economía abierta y competitiva. Por otro, el Estado español sigue cargando con una burocracia muy pesada: nuestro país gasta en empleo público hasta 1,2 puntos más de PIB que sociedades mucho más ricas como Irlanda y Alemania; si consiguiéramos cerrar ese diferencial, ahorraríamos alrededor de 13.000 millones de euros.
Dicho de otra manera, sólo atacando las subvenciones y el empleo público más claramente redundante lograríamos un ajuste de cerca de 30.000 millones de euros (frente a los 33.000 que necesitamos para acabar con todo nuestro déficit estructural). Pero es que, dejando a un lado tales partidas, el gasto público estructural del Estado español todavía ascendería a 420.000 millones de euros. ¿De verdad es imposible recortar tales partidas en una media del 5%, esto es, en otros 20.000 millones de euros? Sumando ambos ajustes, lograríamos un ahorro total superior a los 50.000 millones de euros: más que suficiente para acabar con el déficit estructural en España.
No, si nuestros políticos apuestan por subir impuestos antes que por recortar el gasto no es por ninguna cuestión técnica, sino por mera ideología y luchas internas de poder: prefieren extraerles rentas a los contribuyentes desorganizados antes que enfrentarse a los muy organizados lobbies y burócratas a los que alimentan con un explosivo gasto público.
La sanción se acerca
El próximo 27 de julio, Bruselas anunciará la cuantía exacta de la sanción a España por incumplimiento del déficit público en 2015. Oficialmente, el monto de esta sanción puede ascender hasta los 2.000 millones de euros, aunque también podría quedarse en un apercibimiento simbólico (sanción igual a cero euros). Otra posibilidad que empezó a barajarse durante la semana pasada es que la Unión Europea opte por congelar parte de los fondos que proporciona a España, por ejemplo, los fondos de cohesión o de desarrollo regional. Si ese último fuera el caso, no deberíamos lamentarnos en absoluto: las transferencias comunitarias únicamente alimentan un sobregasto público artificial que emborracha a nuestra economía con una hipertrofia burocrática que desde luego no necesitamos. Objetivamente, España merece ser sancionada por incumplir los objetivos de déficit: ojalá la sanción sea en forma de menores transferencias innecesarias y no de mayores impuestos sobre el conjunto de los contribuyentes.
No a la Tasa Tobin
El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, ha defendido recientemente el establecimiento de una tasa sobre las transacciones financieras intracomunitarias. Hasta la fecha, Reino Unido actuaba como contrapeso a la imposición de este nuevo tributo sobre el ahorro, pero el Brexit parece haber despejado el camino a sus defensores dentro de la Unión Europea. Resulta completamente ridículo que Frankfurt o París estén tratando de convertirse en los nuevos centros financieros del mundo (en sustitución de Londres) y que, al mismo tiempo, propugnen un impuesto que ahuyentaría ipso facto a toda la industria financiera europea. Son este tipo de iniciativas, pensadas más para satisfacer las ansias de gasto de la élite eurocrática que para facilitarles la vida a los ciudadanos, las que a medio plazo contribuyen a alimentar el euroescepticismo. Convertir a la UE en un infierno fiscal donde la iniciativa empresarial y el ahorro individual estén castigados y penalizados no nos convertirá en un área económica próspera y libre, sino que únicamente consolidará nuestro estancamiento actual.
El BCE se queda sin armas
El pasado jueves, el Banco Central Europeo anunció que mantendría los tipos de interés en el 0% pero que no adoptaría ninguna política monetaria adicional. La mayoría de analistas asistieron decepcionados a la noticia: después de un año de intenso activismo monetario (80.000 millones de euros en compras mensuales de deuda pública y privada), la economía europea sigue sin arrancar. Habiendo generado innumerables expectativas sobre los efectos expansivos de este activismo monetario, ahora todos asisten desconcertados a su fracaso. No hay que sorprenderse. El problema de Europa es mucho más hondo: omnipresentes regulaciones empresariales y confiscadores impuestos que aniquilan cualquier posible dinamismo interno. Si aspiramos a crecer sostenidamente durante las próximas décadas, debemos abandonar todos los placebos y atajos con los que estamos tratando de falsear nuestra realidad económica y afrontar sus verdaderos problemas de fondo: Europa necesita mucha más libertad a pesar de que sus políticos y burócratas parecen más interesados en mantener su control sobre la economía. El Banco Central Europeo no nos salvará de nuestros errores.
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