El pasado 8 de junio, el Banco Central Europeo inauguró su programa de compra de bonos corporativos dentro de sus operaciones de flexibilización cuantitativa (QE). En poco más de un mes, el instituto emisor ya ha adquirido casi 11.000 millones de euros de euros en deuda de grandes empresas europeas: en el caso de España, la mitad de las compras —instrumentadas a través del Banco de España— se han concentrado en apenas tres compañías, a saber, Telefónica, Iberdrola y Repsol. Otras beneficiarias por las inyecciones de liquidez de la banca central han sido Gas Natural, Red Eléctrica, Enagás, Abertis, Mapfre o Redexis.
Aunque las operaciones del BCE se inscriben dentro de una (criticable) política dirigida a estabilizar los precios frente a la deflación, la instrumentación de tales políticas se materializa a través de inversiones estatales (pues el BCE es un organismo estatal) en deuda de empresas privadas. Es aquí donde emerge un claro conflicto de intereses: aquellas empresas a las que el sistema europeo de bancos centrales acepte adquirirles su deuda verán minorar su coste de financiación trasladándoles su riesgo al conjunto de contribuyentes europeos.
Comprobamos, pues, que la transacción monetaria del BCE privilegia a una reducida camarilla de empresas, la cual se lucra artificialmente a costa de generar dos tipos de efectos perversos: por un lado, esa camarilla de empresas puede financiarse en términos más asequibles que sus competidores, de modo que tenderán a prosperar en el mercado no gracias a sus méritos, sino a los deméritos del banco central; por otro, tal prebenda en la financiación se otorga por la vía de mutualizar los riesgos de esos pasivos corporativos entre toda la sociedad: de nuevo, privatizar ganancias y socializar pérdidas.
Acaso muchos crean que la asignación de este tipo de ventajas estatales que adulteran el libre mercado no va asociada a ningún tipo de arbitrariedad política: que el criterio para escoger a aquellas compañías que se ven agraciadas con el manguerazo de financiación barata del BCE viene mercado por unas pautas objetivas que atan las manos a los gobernantes. Pero no: son los burócratas del Banco de España los que escogen por su solo arbitrio —y con escasísima restricciones formales— cuáles son las empresas que obtienen tales prebendas.
Por consiguiente, nos hallamos en un terreno completamente abonado para la corrupción institucional: por un lado, grandes empresas que efectúan milmillonarias emisiones de deuda; por otro, burócratas que disponen del gigantesco poder para decidir caprichosamente a cuál de ellas se le adquieren, a tipos de interés artificialmente bajos, parte de esas milmillonarias emisiones. Es obvio que existen unos poderosísimos incentivos para que se produzcan negociaciones bajo cuerda acerca de cómo repartirse buena parte del excedente que genera el Estado a costa de depredar a la ciudadanía: “tú me compras la deuda y yo te beneficio de esta forma”.
En un mercado libre, toda empresa debería financiarse mediante aquellos ahorradores que estén dispuestos a asumir el riesgo de invertir en ellas. Las flexibilizaciones cuantitativas del BCE, al haber incluido a los bonos corporativos como activos en los que tomar posiciones, ha abierto nuevamente la puerta a que sean los actores políticos los que contribuyan a decidir qué empresas prosperan y qué empresas fracasan dentro del mercado: lejos de avanzar hacia un capitalismo liberal, retrocedemos hacia un mercantilismo corporativista.
Si ya había suficientes motivos para rechazar el QE —el progresivo deterioro del balance del banco central para evitar una sana deflación resultante del todavía más saludable proceso de desapalancamiento privado—, el reparto político de la tarta de financiación al sector privado debería ser otro motivo suficiente para rechazar el activismo monetario del BCE. Opongámonos frontalmente este neomercantilismo político-empresarial que sólo socava las bases de una economía genuinamente libre y competitiva.
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