Juan Ramón Rallo
Los clásicos ya se lamentaban de que el tiempo pasa volando, de que se escurre entre los dedos y la vida se queda en nada; un tic-tac existencial que lleva a muchos a aprovechar el día como si no hubiera mañana, siguiendo la interpretación literal del carpe diem horaciano.
A otros, en cambio, los conduce a dedicar cada minuto de su breve existencia a aliviar su sed insaciable de saber y a compartir la mayor parte posible de sus hallazgos con el resto del mundo. Ludwig von Mises era claramente un sujeto de la segunda especie. Incluso padeciendo gripe, desnutrido y a la escasa luz de unos candiles que sustituían malamente el suministro eléctrico –interrumpido por los destrozos de una más que próxima Primera Guerra Mundial en la que había puesto en peligro su vida en diversas ocasiones–, Mises encontró tiempo para estructurar y redactar la que, en palabras de Antal Fekete, es "la contribución más relevante a la ciencia económica en el siglo XX".
Por eso, porque la vida y la mente de un brillante Mises estuvo dedicada por entero a la economía, es imposible escribir un artículo de unas pocas páginas tratando de enumerar y describir sus aportaciones sin ser bastante injusto. Son tantas y tan ricas que por fuerza omitiremos varias de ellas. Baste señalar que el biógrafo de Mises, Jörg Guido Hülsmann, le ha tenido que dedicar un libro de más de 1.000 páginas para intentar hacer honor a la magnitud de sus contribuciones.
Lo primero que debemos tener presente es que Mises fue el sucesor intelectual de la línea de pensamiento subjetivista muy antigua que culminó en la figura de Carl Menger y que prosiguió en la de Eugen Böhm-Bawerk. La apreciación no es baladí, pues el sucesor académico de Menger en la Universidad de Viena no fue Böhm, como habría cabido esperar, sino su cuñado, Friedrich Wieser, un economista socialista que, en oposición a la tradición mengeriana, buscaba derivar la ciencia económica de supuestos muy abstractos y nada realistas (como 50 años más tarde propondría el chicaguense Milton Friedman) y que caracterizaba el valor, no como un orden de prelación de necesidades, sino como una magnitud psicológica con la que podían realizarse operaciones aritméticas y que, en ciertas condiciones, resultaba objetivo e igual para todos los miembros de la sociedad ("el valor natural", lo llamaba).
A partir de la jubilación de Menger en 1903, la nefasta influencia de Wieser dentro de lo que ya se llamaba "la Escuela Austriaca" no dejó de acrecentarse. Durante un tiempo, hasta su deceso en 1914, el prestigio universal de Böhm permitió contener esta tendencia desde sus seminarios universitarios. Pero tras su muerte, Wieser y su contrarrevolución marcaron el desarrollo de los economistas austriacos durante más de una década. Gente como Hayek, Machlup, Haberler o Morgenstern –pese a haber sido alumnos de Mises– no estudiaron la clara y seminal obra de Menger (descatalogada desde finales del s. XIX), sino los pasteleos de un Wieser que buscaba asimilar los errores de otras escuelas de pensamiento –como las de Jevons o Walras– y que opinaba que los estados comunistas estarían en posición de racionalizar la producción aprehendiendo los "verdaderos" valores de todos los individuos. Por mucho que luego trataran de zafarse de esta herencia wiseriana y de redescubrir a Menger (sobre todo en el caso de Hayek), nunca fueron capaces de lograrlo del todo y su producción intelectual se vio fuertemente condicionada por ello.
Mises, sin embargo, se convirtió en economista, de acuerdo con su propia confesión, leyendo los Principios de Menger. Proveniente de los círculos historicistas de Schmoller contra los que tanto luchó el propio Menger, Mises comprendió con este libro que en economía sí existen leyes a priori cognoscibles a través de la experiencia humana y del uso de la lógica y que la sociedad se basa en intercambios voluntarios y mutuamente beneficiosos para las partes. A partir de entonces, Mises pasó a frecuentar los seminarios del que sería su más importante profesor, Eugen Böhm-Bawerk, donde conoció a los más nutrido del marxismo austriaco (que acudía a los seminarios de Böhm para tratar, sin éxito, de refutar su refutación de Marx) y a economistas de la talla de Joseph Schumpeter o Felix Somary.
La teoría del dinero
Fue aquí cuando se dio cuenta que todo el andamiaje intelectual subjetivista de Menger y Böhm, que como sabemos giraba en torno a los intercambios en el espacio y en el tiempo de bienes económicos que satisficieran necesidades humanas, no se había extendido a un campo esencial: el dinero. Es cierto que Menger había analizado con gran perspicacia cómo y por qué surgía el dinero, pero no logró articular una teoría sobre las alteraciones de valor del dinero; y desde luego Böhm-Bawerk ni siquiera lo intentó, pues lo suyo fue volcarse a desentrañar el origen del interés puro (sin perturbaciones monetarias).
La desconexión entre la teoría del valor y la teoría del dinero era desde luego llamativa, pues antes de Menger se había elaborado una vastísima literatura relativa a cuestiones de dinero y banca (en especial, aunque no sólo, con las Escuelas Monetaria y Bancaria en Inglaterra), de la que podían extraerse numerosas teorías acertadas pero que, por desgracia, no habían pasado por la destilería de la teoría subjetiva del valor. En muchos casos, de hecho, ni siquiera se la consideraba teoría económica propiamente dicha, sino tan sólo refriegas entre profesionales de la banca.
Se hacía necesario, pues, conectar ambos mundos –el del dinero y el del valor–, aunque para ello debía superarse la reacción antimercantilista que probablemente los había mantenido separados hasta ese momento; a saber, que el dinero carecía de influencia sobre las transacciones reales. Los clásicos habían concluido que el dinero era un simple "velo" detrás del cual se realizaban unos intercambios que, en última instancia, podían retrotraerse al trueque; los subjetivistas, análogamente, pensaban que el análisis del dinero no aportaba nada a la ciencia económica, pues su demanda y su valor derivaban enteramente de los bienes finales que iban a adquirirse. Ambos sostenían que lo único que cabía decir del dinero era que a mayor cantidad, precios más elevados y viceversa, sin que la actividad económica de fondo se viera en absoluto afectada por estas variaciones.
Mises, en su primer libro, La teoría del dinero y de los medios fiduciarios (traducido incorrectamente al inglés y al castellano como La Teoría del dinero y el crédito) tendió los puentes que conectaban estos dos mundos. El dinero era un bien económico más que debía analizarse a la luz de la pujante teoría marginalista: su valor venía determinado por el fin menos importante que contribuía a satisfacer y este fin venía determinado a su vez por los bienes que permitía adquirir.
Esta sencilla proposición, a la que podría haber llegado cualquier otro economista que conociera por encima la obra de Menger, se topaba con el obstáculo de que, en apariencia, incurría en un razonamiento circular: el valor del dinero de hoy dependía del poder de compra del dinero de ayer, pero a su vez ese poder de compra del dinero de ayer dependía del valor del dinero de anteayer (o dicho de otra forma, la utilidad del dinero dependía de su precio y su precio dependía a su vez de su utilidad). Mises, sin embargo, quebró la presunta circularidad a través de lo que llamó el "teorema regresivo del dinero": era cierto que la utilidad del dinero de hoy dependía de su poder adquisitivo de ayer y éste a su vez de su utilidad de anteayer, pero esta regresión no era infinita, ya que podíamos ir hacia atrás hasta que llegara un momento en el que el bien económico que actuaba como dinero no tuviera ningún uso monetario y se demandara sólo por su utilidad directa (por ejemplo, la demanda de oro con fines ornamentales).
Así pues, el dinero era un bien económico más –con su oferta y su demanda basada en la utilidad– y como tal debía analizarse. Bajo este nuevo prisma, no resultaba difícil entender los billetes o los depósitos de los bancos como obligaciones de estas entidades a entregar una determinada cantidad de dinero (verbigracia oro); unas obligaciones que podían estar en cada momento completamente cubiertas (en cuyo caso cabía denominarlas "certificados de deuda") o sólo estarlo parcialmente (en cuyo caso hablábamos de "medios fiduciarios"). Y por ello, tampoco resultaba complicado comprender que la cantidad de "medios de pago" en la economía podía incrementarse o bien produciendo más dinero (sacando más oro de las minas) o bien generado más medios fiduciarios mediante el sistema bancario.
Pero para redondear su análisis de la economía monetaria a Mises le faltaba explicar cuáles eran los efectos que, más allá de la inflación o la deflación, tenían las variaciones de la cantidad de medios de pago sobre la economía. Para ello tuvo que echar mano de las intuiciones del mejor economista del siglo XVIII, Richard Cantillon, y de la teoría del capital y del interés de su maestro Böhm-Bawerk: un incremento de los medios de pago –especialmente del dinero fiduciario que fabrican los bancos bajo el influjo de los bancos centrales– se filtraría en forma de una mayor oferta de crédito, lo que rebajaría artificialmente los tipos de interés en el mercado y estimularía un período de fuertes inversiones muy por encima del ahorro disponible para financiarlas, creando un "boom económico" que, naturalmente, daría paso más tarde a una crisis por insuficiencia de recursos reales para completar todas las grandes inversiones iniciadas. Mises alcanzaba así una de las joyas de la corona de toda la teoría económica de la Escuela Austriaca, su explicación de los ciclos económicos.
Teorema de la imposibilidad del socialismo
Sólo con su teoría monetaria, por consiguiente, Mises podría haber figurado entre los economistas más grandes de la Escuela Austriaca y, por extensión, de la historia. Pero no contento con ello, el austriaco se propuso, menos de una década después de publicar su tratado monetario, llenar otro de los grandes terrenos inexplorados por Menger y Böhm-Bawerk y que resultaba esencial para fundamentar una sociedad libre.
Hasta Mises, la Escuela Austriaca había basado sus teorías sobre la hipótesis implícita de que los agentes operaban en un marco de relativa libertad y respeto a la propiedad privada. Era así cómo el valor que los consumidores otorgaban a los bienes económicos se trasladaba a los factores de producción, de modo que toda la estructura empresarial se desarrollaba a partir de lo que años más tarde William Hutt llamaría "la soberanía del consumidor".
Wieser fue de los pocos que se planteó que ese valor primigenio de los consumidores era contingente a que tuvieran capacidad de elegir, aunque llegó a la conclusión de que tanto con libertad como sin ella podían alcanzarse unos "valores naturales" que sirvieran tanto para una economía libre como para una fuertemente intervenida o una totalmente socializada.
Mises, poco satisfecho con estas conclusiones, recogió el guante tras haber servido en el frente del ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial y, por tanto, mientras se estaba viviendo una revolución soviética que amenazaba con extenderse a toda Europa, empezando por las profundamente socializadas economías de guerra de Alemania y Austria.
Fue entonces cuando, como decíamos al comienzo, elaboró la que tal vez sea la contribución a la teoría económica más importante del siglo XX: su teorema de la imposibilidad del socialismo. Mises, como ejemplar liberal clásico, se propuso refutar punto por punto el marxismo y lo logró en su libro Socialismo, donde uno a uno fueron cayendo todos los dogmas marxistas: desde la concepción de la historia como una continua lucha de clases hasta la inevitabilidad de la llegada del socialismo o la tendencia inherente del capitalismo hacia el monopolio único. Pero lo realmente relevante, original y devastador de esta obra no fueron tanto las múltiples críticas que Marx recibió tanto sobre sus análisis históricos como sobre sus profecías de futuro, sino la que es sin duda la refutación definitiva del socialismo: su imposibilidad.
Mises, que anticipó este argumento definitivo tres años antes de publicar su libro en un artículo para la revista de economía de Max Weber, explicó que el socialismo carece de mecanismos para asignar racionalmente los recursos. Una economía de mercado cuenta con precios para los bienes de consumo y para los factores productivos y gracias a la comparación de ambos –de precios finales y de costes– puede saber cuándo está usando adecuadamente los siempre escasos recursos para satisfacer las necesidades más apremiantes de los consumidores o cuando los está despilfarrando.
El socialismo, por el contrario, no puede realizar este "cálculo económico", pues para que existan precios debe producirse un intercambio entre dos bienes (por ejemplo, dinero y una mercancía) y para que haya intercambios debe haber propiedad privada para las partes. Pero como el socialismo se basa en la propiedad colectiva de los medios de producción, carece de precios y de la posibilidad de efectuar cualquier cálculo de racionalidad económica. Si ignoramos cuáles son los costes de un bien, ¿por qué no construir, por ejemplo, las vías de ferrocarril con oro? ¿O por qué no destinar, como hizo Mao, a la práctica totalidad de los trabajadores de un país a producir metal? ¿O cómo saber si dedicar a los obreros a producir máquinas que sirvan para fabricar zapatos en lugar de destinarlos a confeccionarlos directamente? No se trata de un problema técnico sobre cómo producir un bien, sino de un problema económico sobre la conveniencia de producirlo de una determinada forma. Una sociedad tiene delante de sí en cada momento millones de proyectos técnicamente viables, pero sólo unos pocos le permitirán satisfacer los fines más importantes de los consumidores con las menores renuncias (o coste de oportunidad) posibles.
El socialismo era y es incapaz de discriminar entre proyectos económicamente viables y por tanto no puede asignar los recursos de un modo en el que todos los sujetos salgan beneficiados a la hora de satisfacer continuamente sus fines más valiosos. Su implantación sólo llevará a la disgregación de la división voluntaria del trabajo y, como esquema coactivo que es, a la explotación de un grupo de individuos por otro grupo de individuos.
La acción humana
Tras sus aportaciones a la teoría monetaria y a la teoría del intervencionismo estatal, Mises completaba un programa de investigación económico –iniciado por Menger y continuado por Böhm– que cubría prácticamente todas las manifestaciones de la acción humana: desde la simple elección individual aislada hasta el intercambio intertemporal con dinero, desde el mercado sin injerencias estatales (la cataláctica, en lenguaje de Mises) al completo control de la producción y de la distribución de los recursos (el socialismo), pasando por todos sus respectivos estadios intermedios. Se trataba de un conjunto de enunciados, teoremas y leyes a priori que el propio Mises había deducido simplemente a partir de un axioma autoevidente como es que "el hombre actúa"; de ahí que considerara pertinente denominar a esta nueva ciencia "praxeología" (ciencia de la acción humana, término acuñado por Weber) en lugar de economía (que vendría a ser sólo la parte más importante de la praxeología, en concreto, la dedicada a estudiar la cataláctica).
A sus casi 70 años, Mises publicó todo este profuso compendio vital, refinado y mejorado, en el que hasta ahora es el libro cumbre de nuestra ciencia: La acción humana. Como con los Diálogos de Platón, bien puede decirse que toda la ciencia económica (o praxeológica) subsiguiente es un simple comentario de los párrafos de La acción humana,ya sea para ampliarla (por ejemplo con la Escuela de la Elección Pública de James Buchacan y Gordon Tullock o con la teoría del orden espontáneo de Hayek) o para corregirla (con la teoría del monopolio de Murray Rothbard o con la moderna teoría de la liquidez de Antal Fekete y José Ignacio del Castillo).
Sin Menger no habríamos tenido una teoría del valor, de los intercambios y de los precios; sin Böhm-Bawerk no habríamos dispuesto de una teoría del interés y del capital; pero sin Mises careceríamos no sólo de teoría monetaria y de una teoría del intervencionismo, sino sobre todo de una ciencia económica consistente, integrada y basada en las libertades individuales –con todos los errores e insuficiencias que más tarde los nuevos economistas le podamos ir encontrando. Sin Mises, la Escuela Austriaca –y con ella, la mejor teoría propiamente económica que además defiende sin ambages la libertad del ser humano– habría desaparecido con el Imperio Austrohúngaro.
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