El muro que separa estado y sociedad está desmoronándose. O más bien el estado está usando un martillo pilón en un intento agresivo por controlar todos los aspectos de la vida productiva y cooperativa.
Consideremos un pequeño ejemplo. Hace unos pocos días, la secretaria de seguridad interior, Janet Napolitano lazó el último de una serie de anuncios de supuesto servicio público que se han elegido para mostrar en los Walmart de toda la nación. Mientras estás en la cola para comprar un brick de leche, el Napolitano orwelliano te mirará desde una pantalla de televisión y alabará la virtud de convertir a vecinos y extraños en autoridades para el delito de comportamiento “sospechoso”. ¿Qué será lo siguiente? ¿Una “sesión de odio” de dos minutos en del departamento de producción?
Entretanto, el FBI entrega folletos en hoteles, moteles, tiendas y muy particularmente armerías: estos panfletos piden a los dueños que informen a las autoridades sobre actividades sospechosas de clientes, como pagar en efectivo o comprar “linternas”. Un titular en el sitio del Daily Paul condensa la esencia de lo que los federales consideran ahora sospechoso: “El FBI hace una lista de compra de cosas preparadas como ‘Indicadores potenciales de actividades terroristas’”.
Las personas con las que tratas diariamente están dejando de ser buenos vecinos, honrados comerciantes y extraños desinteresados. Se están convirtiendo en informadores del estado que controlan tu expresión, tu dinero, tu comportamiento y actitud para denunciarte a las autoridades. Están dejando de ser “sociedad” y convirtiéndose por el contrario en “el estado”.
El estado contra la sociedad
Dos de los conceptos más importantes en cualquier discusión sobre la libertad son el estadoy la sociedad. Casi todos los libertarios están de acuerdo en que hay una línea que separa un estado de una sociedad, ¿pero dónde se dibuja exactamente?
Es sabido que el sociólogo de los siglos XIX y XX Franz Oppenheimer analizó estos conceptos en su obra clásica El Estado. Escribía:
Considero como tal [el estado] esa suma de privilegios y posiciones dominantes que se crean por medio de un poder extra-económico. (…) Considero como sociedad la totalidad de conceptos de todas las relaciones e instituciones puramente naturales entre un hombre y otro.
Las dos instituciones usan métodos en competencia e incompatibles para adquirir riqueza y poder. El estado usa lo que Oppenheimer llama “los medios políticos” o el uso de la fuerza; la sociedad usa “los medios económicos” o la cooperación. Donde la sociedad produce, el estado saquea; donde la sociedad funciona mediante acuerdos, el estado emite órdenes. Así que el estado es el principal rival y enemigo de la sociedad a la que saquea para su sostenimiento.
El individualista estadounidense del siglo XX Albert Jay Nock fue el transmisor de Oppenheimer en el pensamiento estadounidense. En su libro, Nuestro enemigo, el estado, Nock escribía:
Tomando el estado donde sea, entrando en su historia en cualquier punto, no se ve manera de diferenciar las actividades de sus fundadores de las de la clase criminal profesional.
Murray Rothbard depuró esta descripción en su ensayo “Society without a State”, en el que escribía:
Defino al estado como la institución que posee una o ambas (casi siempre las dos) propiedades siguientes: (1) adquiere su renta mediante la coacción física conocida como “impuestos” y (2) reclama y normalmente consigue un monopolio coactivo de la provisión del servicio de defensa (policía y tribunales) sobre un área territorial concreta. Una institución que no posea estas propiedades no es ni puede ser un estado, de acuerdo con mi definición.
No todos los libertarios están de acuerdo con el análisis anarquista de Rothbard. Incluso Nock presentaba un tercer concepto en esta discusión: el gobierno. Para Nock, el gobierno es una institución que protege los derechos individuales dentro de la sociedad a cambio de una “tasa”. Tampoco Nock estaba solo en distinguir entre un gobierno y el estado. El propio Oppenheimer dejaba abierta la puerta para una institución diferente llamada gobierno cuando declaraba, en su prólogo a El estado: “Otro pueden llamar el ‘estado’ a alguna forma de liderazgo y gobierno o cualquier otro ideal. Es un asunto de estilo personal”.
Sin embargo, sea cual sea tu estilo personal, Estados Unidos ahora funciona claramente bajo un ESTADO con mayúsculas, no un gobierno legítimo. Y, como cualquier parásito altivo, el estado está empezando a consumir y matar a la sociedad de la que come.
La ingeniería del consentimiento
El estado consume a la sociedad o bien por fuerza o mediante el consentimiento del pueblo. Prefiere el consentimiento. Una razón es que hay demasiada gente a la que obligar a la obediencia: si solo un 10% rechazara obedecer una ley, esa ley probablemente sería inaplicable.
La cuestión del estado se convierte en cómo convencer a un pueblo libre para renunciar a una sociedad productiva y cooperativa y preferir un estado coactivo.
Hay varias maneras. Por ejemplo, se puede convencer a la gente de que el mismo estado no solo es productivo sino también más fiable que la sociedad. Así, a instituciones como la FDA no solo se les atribuye “fabricar” seguridad alimentaria, sino también refrenar un mercado libre irresponsable que en caso contrario vendería comida envenenada a los niños. En realidad, la FDA no produce nada: seca la sociedad mediante impuestos y regulación e impide que aparezcan alternativas sanitarias eficaces. Aun así, el estado convence al pueblo de que su sociedad es el enemigo; la autoridad es su amiga.
Otro método por el que el estado controla y consume a la sociedad es mediante el condicionamiento. En su ensayo Discurso de la servidumbre voluntaria, el jurista francés del siglo XVI Étienne de La Boétie investigaba la cuestión de por qué obedece el pueblo. La razón principal, concluía, era la costumbre. Mediante la educación, el pueblo perdió gradualmente la costumbre de actuar como individuos libres. La Boétie observaba:
Es increíble lo pronto que un pueblo se convierte en súbdito, cae tan rápidamente en ese completo olvido de su libertad que difícilmente puede levantarse hasta el punto de recuperarla, obedeciendo tan fácilmente y tan voluntariamente que uno se ve obligado a decir, al contemplar esa situación, que esta pueblo no es tanto que haya perdido su libertad como que se ha ganado su esclavitud.
Las generaciones que nacieron “bajo el yugo y luego fueron criadas y educadas en la esclavitud” aceptaron su condición como natural. Así que era importante para el estado controlar cómo se criaban sus hijos, en buena parte controlando la educación. Pronto la gente llegó a creer que la vida siempre había sido así, que la vida siempre sería así y por tanto hacía falta un esfuerzo extremo para presentar una nueva visión.
Pero controlar la educación no bastaba para reprimir a los disidentes que inevitablemente aparecerían de entre los que no pudieran ser convencidos ni educados en la obediencia. El estado combatiría la disensión de diversas maneras. Una clave era controlar o, al menos monopolizar la prensa porque “libros y enseñanzas, más que cualquier otra cosa, dan a los hombres la sensación de comprender su propia naturaleza y detestar la tiranía”. De esta manera, las autoridades impedían que la gente comparara el pasado con el presente y, por tanto, lo que la gente creyera que fuera posible en el futuro.
Con el control de la información, las autoridades podían convencer al pueblo de que actuaban para mejorar el bienestar público, que eran la encarnación del bien público, de la ley y el orden. Así que quienes actuaban o hablaban en contra del estado eran enemigos del bien público.
Las personas con autoridad reforzaron su propia imagen altiva pareciendo míticos, es decir, mediante un proceso de mitificación. Los políticos se apoyaron en la religión, juraron mantener la ley del lugar, respetar la autoridad de la tradición o de un documento fundacional, etc. Presidieron muestras de boato y vistieron a sus agentes uniformados con armas de fuego. Las autoridades participaban en rituales de trabajo y alojaron sus instituciones (por ejemplo, los tribunales) en edificios caros e intimidadores.
La Boétie veía la mitificación del estado como la segunda razón más convincente de por qué obedecería el pueblo.
Por supuesto, siempre habría gente que no podría ser convencida o intimidada, pero que, tal vez, podría ser comprada. Así que las autoridades también se dedicaron a una generosidad alocada, que La Boétie identificaba como otra gran razón para la obediencia: el soborno. Contaba el espectáculo de gobernadores que literalmente alimentaban al pueblo distribuyendo montones de comida. “Y así todos gritarían desvergonzadamente: ‘¡Larga vida al rey!’”, señalaba burlonamente La Boétie.
Los tontos no se daban cuenta de que estaban sencillamente recuperando una porción de su propia propiedad y que su gobernante no podía haberles dado lo que estaban recibiendo sin habérselo tomado previamente de ellos.
Este soborno directo palidecía sin embargo en importancia ante una forma indirecta a la que La Boétie llamaba “el manantial y el secreto de la dominación, el apoyo y cimiento de la tiranía”. Era el soborno institucionalizado a través del cual millones de personas se empleaban en trabajos estatales y se pagaban con fondos procedentes de impuestos. Estos funcionarios “se aferran al tirano” y le ofrecen su lealtad. Algunos funcionarios, como los policías, se convierten en las manos del estado, llegando a través de la sociedad a implantar leyes y políticas. Los intelectuales pagados con impuestos, como los profesores de las universidades públicas y los receptores de becas públicas, se convierten en la voz del estado, defendiendo su legitimidad. Otros más, trabajando como administrativos o en cargos menores, hacen que funcione la maquinaria cotidiana del estado.
A lo largo de generaciones, una enorme nueva clase de gente; la gente que sirvió al estado a cambio de un salario. Estos empleados del estado destruían voluntariamente su propia libertad y la de sus vecinos. Y lo hacían sin pensarlo porque la fuerza de la costumbre y el poder de la educación les llevaban a creer que las cosas habían sido siempre así y siempre lo serían.
Conclusión
Así que, cuando estéis en la cola de un Walmart y veáis a una Gran Hermana televisada advirtiendo a otros compradores para que controlen cualquier movimiento por el bien público, entended que este fenómeno es el resultado de un largo proceso. Convencer al pueblo de que la sociedad es su enemiga y el estado es su protector ha requerido propaganda, escuelas públicas, cooperación de los medios de comunicación, mitificación y sobornos. Ha hecho falta mucho para convencer a tu vecino para convertirse en el estado y “denunciarte”.
Publicado originalmente el 24 de agosto de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.
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