La reciente publicación de los datos de déficit del Estado español, en especial los referidos al sustancial incremento del descuadre en las cuentas de la Seguridad Social, ha abierto de nuevo el debate sobre la sostenibilidad de nuestro sistema de previsión social, en especial en lo que se refiere a las pensiones de jubilación. También se ha vuelto a comparar el sistema de pensiones de reparto al estilo español con esquemas piramidales tipo Ponzi (nada nuevo, pues ya Samuelson o Krugman de una forma u otra lo hicieron hace tiempo). Pero únicamente si compartimos el discurso oficial sobre el sistema de Seguridad Social, que es considerado como una suerte de seguro o de inversión para la vejez, ambas afirmaciones (dudar de la sostenibilidad y considerar que es un esquema piramidal tipo Ponzi) pueden tener sentido. Lo que yo defiendo es que este sistema que padecemos debe ser considerado como un impuesto al trabajo (con un tenue vínculo con la prestación cobrada posteriormente, cada vez más tenue por cierto) puro y duro. Y como tal impuesto no tiene más problema de persistencia que la coyuntura económica de la base fiscal que lo sustenta, esto es, la riqueza de los contribuyentes españoles.
Los sistemas de previsión social de reparto fueron concebidos como una ingeniosa forma de recaudar tributos sin generar gran oposición social. Coloquen ustedes a millones de trabajadores a cotizar y pongan a muy pocos perceptores a percibir y tendrán un impresionante superávit fiscal. Al principio eran tan pocos los perceptores (la edad de retiro era como hoy de 65 años, pero la esperanza de vida al comienzo de estos sistemas se situaba entre 45 y 50 años), que prácticamente se les regalaba, o se les imponía una contribución muy pequeña. Ida Mae Fuller, por ejemplo, la primera pensionista de la seguridad social norteamericana, cotizó por valor de 22 dólares y recibió prestaciones por valor de 22.000. De tal forma, se eliminaban los recelos de los contribuyentes, que esperaban en el futuro disfrutar de tan actuarialmente beneficiosa prestación, y se reducían las previsibles resistencias políticas y sindicales a tal impuesto. El truco consiste en no considerarlo un impuesto, sino una forma de seguro, de ahí que todos los sistemas estatales de previsión usen la retórica del seguro en su propaganda, pues la resistencia de las personas a pagar un seguro es mucho menor que a pagar un impuesto a fondo perdido. Que no es un seguro quedó en su momento demostrado en el famoso pleito de los amish. Las creencias de los amish les permiten pagar impuestos pero no asegurarse y, por lo tanto, se negaron a cotizar a la Seguridad Social, pues se les vendía como un seguro. Fueron, por tanto a juicio, en el que se demostró que la Seguridad Social era en definitiva un impuesto y aceptaron integrarse en ella. Tampoco ayuda a considerarlo un seguro o una inversión el hecho de que la prestación asociada al pago esté condicionada. Los responsables de la Seguridad Social pueden cambiar a voluntad las condiciones de acceso a los beneficios e, incluso, negarla en determinados casos: si se trata de realizar trabajos remunerados, volver a casarse, no cumplir un mínimo de años o cualquier otra condición que tengan a bien imponer. Esto implica que la prestación no es algo a lo que tengamos derecho, sino que los administradores públicos son quienes deciden cuándo y cómo podemos percibirla. Y nada impide que las condiciones sean cambiadas las veces que haga falta, incluso cuando ya hemos comenzado a ingresar la prestación (preguntémosle a los pensionistas griegos o portugueses).
Los ingresos recaudados por el sistema de Seguridad Social no se guardan en ninguna parte, de la misma manera que ocurre con cualquier otro impuesto, se ingresan como una partida más en los presupuestos generales del Estado y son gastados de forma indistinta de las demás partidas. La única diferencia es que a efectos contables figuran de tal forma que aparentan ser una entidad aparte autofinanciada, cuando en realidad no lo son. De hecho, cuando la autodenominada Seguridad Social incurre en déficit, como en los últimos tres años, la diferencia es cubierta con otras partidas presupuestarias o con la emisión de deuda pública, como cualquier otro ministerio o agencia pública. De la misma forma que asumimos que los gastos en universidad o justicia no se cubren con los ingresos que generan esos servicios (las matrículas o tasas judiciales no sostienen tales prestaciones) deberíamos hacer lo mismo con las pensiones públicas. Si lo recaudado no llega, se recurre a otras fuentes o simplemente se recorta la prestación. En ninguna parte está escrito que tengamos derecho a una determinada cuantía de pensión y en ninguna parte está estipulado cuándo la vamos a percibir. Las últimas reformas de 2011 y 2013 recortaron de forma sibilina (endureciendo los requisitos de acceso e introduciendo conceptos nada claros de sostenibilidad) y retrasaron dos años la prestación. Nada impide que vuelva a hacerse una, dos y las veces que los gobernantes que democráticamente nos dimos decidan, pues la determinación última de las pensiones solo les corresponde a estos últimos. Un hacendista nada sospechoso de agorero o anarcocapitalista salvaje como Ignacio Zubiri cuantificó hace poco un pequeño recorte medio del 35% en los próximos años en las prestaciones. Pero nada impide que estos pequeños recortes continúen en el tiempo. Eso sí, contamos con un magnífico fondo de reserva que cuenta en su cartera con muchos títulos de deuda pública española, sólida garantía en caso de crisis del Estado español: de tal forma, se garantiza que si el Estado tiene problemas de solvencia el sistema de pensiones será solidario con él y no lo dejará solo en tan duro trance. Por supuesto, esto implica que el dinero de dicho fondo ya ha sido gastado y no hay nada más en él que títulos del Estado contra sí mismo (incluso los intereses de esos títulos se satisfacen con otros títulos). Romper tal hucha es el equivalente a efectos prácticos que emitir nueva deuda, sólo que a efectos meramente contables no computa como tal.
Por otra parte, el sistema de pensiones español también es injustamente acusado de parecerse a un sistema piramidal del tipo Ponzi o Madoff. Nada más equivocado. Ni Ponzi, ni Madoff, ni las nunca bien ponderadas estafadoras, las ya olvidadas doña Mariana de Larra o doña Branca, mítica banquera del pueblo portugués, tenían la capacidad de obligar a nadie a formar parte de sus bancas piramidales. Ya le hubiese gustado a la ínclita doña Branca poder incrementar a voluntad las cotizaciones de sus desdichados clientes o retrasar a voluntad los plazos de cobro de sus rentas; y, sobre todo, estaría encantada de pasar a la historia como una gran benefactora de la sociedad en vez de finalizar con sus huesos en un presidio. Los sistemas de pensiones de reparto no son de Ponzi porque no existe una promesa de rentabilidad ni un plazo y porque la población afectada por el sistema no sólo no puede salirse de él sino que puede ser obligada a incrementar su cotización a voluntad del gestor del esquema. Ojalá el sistema de pensiones fuese un sistema piramidal, pues de esta forma sólo los que decidieron invertir su dinero allí se verían afectados y, dado que un sistema de este tipo es muy inestable, ya habría reventado hace mucho tiempo y el daño causado habría sido mucho menor y más limitado.
Como podemos ver, el sistema de pensiones de reparto es el impuesto perfecto. Primero, porque no es percibido como tal por buena parte de la ciudadanía, sino que es visto como un sistema de inversión o ahorro a largo plazo según el cual el dinero está bien custodiado por benéficos gobernantes a la espera de nuestro retiro. Esta visión incluso es compartida por los críticos del modelo, quienes comparten en el fondo esta idea, y lo analizan desde las premisas que los gobernantes nos venden y no desde su verdadera naturaleza impositiva. Además, y esto es si cabe lo más relevante, la Seguridad Social se ha convertido en una de las principales instituciones legitimadoras del poder estatal. Representa la cara más amable del Estado, pues se preocupa por los más desfavorecidos de nuestra sociedad y, sobre todo, nos ata a él. Millones de personas en nuestro país no sólo dependen vitalmente de las rentas que el Estado decide darles sino que consigue que otros tantos millones estén interesados en que éste siga recaudando impuestos a las elevadas tasas que ahora lo hace para que nuestras pensiones puedan también ser satisfechas. Las pensiones forman, junto a la escuela y los medios de comunicación, la parte esencial del aparato legitimador de los Estados modernos. De ahí que quizá no fuese tanta desgracia que el sistema de pensiones acabara siendo insostenible (de ser así ya se habrían tomado medidas para cambiarlo a sistemas de ahorro capitalizado) ni un esquema de Ponzi. Pero me temo que ambas acusaciones no responden a la realidad.
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