Amancio Ortega, uno de los empresarios españoles más brillantes de nuestra época, fue duramente criticado hace algún tiempo por realizar una importante donación económica a Cáritas. Los tertulianos de izquierdas se echaron las manos a la cabeza por ese acto de generosidad hacia una organización privada. Esos mismos tertulianos celebran ahora la donación de Ortega al sistema público andaluz de salud, aunque lo hacen con la boca pequeña porque, claro, algo en sus conciencias de clase se les revuelve al elogiar a un empresario.
La foto de una sonriente Susana Díaz recibiendo el cheque de cuarenta millones de euros no entraña la menor novedad, porque el empresario textil ya ha hecho un hábito de la donación a las administraciones públicas. Sin ir más lejos, el pasado mes de octubre regaló diecisiete millones al Servicio Gallego de Salud.
Naturalmente, defiendo el derecho de Amancio Ortega a dar su dinero a quien desee. Como si quiere hacer una hoguera en Arteixo y quemarlo billete a billete. Pero creo que se equivoca si piensa que la mejor manera de ayudar a las personas necesitadas de asistencia sanitaria es darle esos fondos al costoso, burocratizado y politizado sistema público de salud. Alguien le está asesorando muy mal, o el objetivo de las donaciones está más relacionado con el legítimo interés de mantener unas buenas relaciones corporativas con las élites políticas. Si no, la verdad es que no me lo explico.
Si la sanidad del Estado fuera tan buena, hasta la utilizarían los políticos, la realeza y las demás élites extractivas
La fundación de Ortega habría podido, por ejemplo, adquirir participaciones en empresas privadas del sector sanitario y donarles equipamiento negociando condiciones preferentes de acceso para las personas necesitadas. Habría podido destinar la totalidad de su dividendo en las empresas médicas y hospitalarias participadas a atender a esas personas. También podría haber donado esos cuarenta millones para “becar” directamente el acceso a la sanidad privada. A unos setenta euros mensuales por póliza, Ortega habría podido pagar a más de 18.000 ciudadanos desfavorecidos un buen seguro privado de salud durante tres años, eso sin siquiera negociar con las aseguradoras por volumen. O habría podido pagar más de medio millón de consultas privadas o más de dos mil intervenciones quirúrgicas.
Pero pensando en el largo plazo y en el conjunto de la sociedad, Ortega habría sido muy útil a todos si hubiera destinado esa gran cantidad de dinero a impulsar el cambio de modelo sanitario. Es decir, a sensibilizar a la opinión pública y a los tomadores de decisiones sobre la necesidad, ya urgente, de devolver el servicio esencial de salud a la sociedad civil. A explicar a los ciudadanos que tienen derecho a escoger médicos, tratamientos y hospitales, porque los pacientes son clientes, y los clientes, al elegir, premian al eficiente y ayudan al conjunto descartando al ineficiente, cosa que sólo puede ocurrir en un marco de competencia. La competencia genera excelencia, mientras el mantenimiento de un servicio tan importante en condiciones de injusto cuasimonopolio estatal sólo genera sobrecostes escandalosos, a veces corrupción y muy frecuentemente ineficiencia.
El Estado es un proveedor de servicios —generalmente mediocres— que nos obliga a pagarle por ellos tanto si los utilizamos como si no. La excusa de la universalidad de acceso a esos servicios es un embuste gigantesco que, junto al mito de su excelsa calidad, se nos administra una y otra vez para que no nos hagamos preguntas. Si la sanidad estatal fuera tan buena, no escaparía de ella todo el que puede: los funcionarios acudiendo a sus mutuas y el resto de los ciudadanos pagándose un seguro privado tan pronto como superan un mínimo nivel de renta. Si la pública fuera tan maravillosa, hasta la utilizarían los políticos, la realeza y las demás élites extractivas.
Para garantizar la universalidad, es fundamental acabar con la falacia de la sanidad pública como red de seguridad
Si un seguro médico cuesta apenas setenta euros al mes, es obvio que casi todo el mundo puede costeárselo, eso sin contar con la bajada de precios que se produciría si hubiera competencia real al desaparecer la desleal que ejerce el Estado. Siempre habrá, sin embargo, una decreciente minoría de personas incapaces de costearse un seguro privado, y sobre ese cimiento tan débil descansa todo el edificio de la supuesta necesidad del sistema estatal de salud. En realidad, la universalidad de acceso a la salud estaría mucho mejor gestionada con un sistema enteramente privado, porque las personas con bajo nivel de renta recibirían un cheque sanitario canjeable, a precio medio de mercado, en cualquiera de las aseguradoras. Esto que proponemos los libertarios pondría a disposición de las personas más vulnerables un derecho que hoy no tienen: el de escoger y ser tratados como clientes, y poder reclamar de verdad en caso necesario y cambiar de proveedor si no están satisfechos. Precisamente para garantizar la universalidad, es fundamental acabar con la falacia de la sanidad pública como red de seguridad. La verdadera red consistiría en darle acceso a la sanidad privada, en igualdad de condiciones con el cliente normal, a todo aquel que no pueda pagarse la póliza. Lo insolidario es condenar a esas personas al gueto de la pública.
Es una lástima que quien tiene un gran patrimonio y un merecido prestigio empresarial, suficientes ambos para ayudar con eficacia a cambiar las cosas, opte en cambio por inyectar una fortuna a la continuidad del statu quo. Admiro a Amancio Ortega por su visión de negocio y por haber creado de la nada un vasto imperio que da de comer a infinidad de personas en todo el planeta. Y precisamente por ello le pido que deje de cebar a la bestia estatal que devora nuestros recursos haciéndonos trabajar la mitad de nuestro tiempo para costearla, y que se cree con derecho a dirigir la cultura y el consumo y a reprimir nuestra Libertad.
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