El alto desempleo sí que es una decisión política
Diego Barceló Larran
Las malas regulaciones impiden trabajar, invertir, contratar y comerciar en la medida en que personas y empresas lo desean, creando paro.
En 1995, Jeremy Rifkin publicó el libro El fin del trabajo. El mismo comenzaba mostrando la pérdida de miles de puestos de trabajo por diversas reestructuraciones de empresas como "prueba" de que cada vez serían necesarios menos empleos. Desde entonces, en Estados Unidos se crearon más de 26 millones de empleos. En la actualidad, la tasa de paro en dicho país ronda el 5%, la más baja en ocho años e inferior a la de 1995 (5,6%).
El error de Rifkin fue doble. El primero, considerar que las horas de trabajo de diferentes personas son equivalentes. Un cirujano, un abogado o un encofrador no podrían hacer mi trabajo de economista ni yo el de ellos. Por lo tanto, la idea de "repartir" el empleo (de donde surgió la jornada de 35 horas) no es útil en la práctica (aunque innecesaria, sí podría intentarse para empleos elementales).
El otro error, más importante, es creer que hay una cantidad determinada de trabajo necesario. Miremos cualquier país pobre. ¿Cuenta con todas las infraestructuras y viviendas deseadas? ¿Todos sus habitantes cubren sus necesidades de alimento, medicamentos y vestido? La respuesta, obvia, indica que hay muchísimo trabajo por realizar allí.
El mismo es el caso de los países ricos. Pensemos en España. ¿Han cubierto los españoles todas sus aspiraciones? ¿Nadie quiere una casa o un coche mejores de los que tiene? ¿Nadie tiene compras postergadas, desde guitarras y zapatos hasta TV, móviles, libros o cafeteras? ¿Los empresarios no tienen en mente proyectos de inversión rentables listos para poner en práctica? La respuesta también es obvia. Hay muchísimo trabajo por hacer: todo el que se necesita para satisfacer el consumo y la inversión postergados por los españoles.
Si hay mucho trabajo por hacer, ¿por qué no se hace? Porque hay malas regulaciones que impiden trabajar, invertir, contratar y comerciar en la medida en que personas y empresas lo desean. En varios países hay, además, falta de seguridad jurídica e incluso de seguridad física, que también impiden que el trabajo necesario se ponga en marcha.
¿Cuántos empleos se crearían en España si los horarios comerciales fueran completamente libres? ¿Y si las cotizaciones sociales bajaran al 20%? ¿Cuántas personas más serían contratadas si se dejara a empresarios y trabajadores pactar con libertad las condiciones laborales? ¿Cuántos proyectos de inversión se pondrían en marcha si el Impuesto sobre Sociedades fuera del 15%? ¿Cuántos profesionales más podrían trabajar si los requisitos y costes de colegiación fueran menores? ¿Cuántos empleos se pierden por no apoyar con decisión que se explote el gas que hay en Burgos, Cantabria y otras provincias a través de la fractura hidráulica? ¿Cuántos empleos se pierden por prohibir los espectáculos taurinos en varias ciudades españolas? ¿Cuántos hoteles se podrían estar construyendo en Barcelona de no existir la "moratoria turística"?
Podría ocupar muchos folios con preguntas similares a las anteriores pero no es necesario para que se comprenda la idea central: el alto desempleo con el que convivimos los españoles desde hace 35 años es, en última instancia, una decisión política. O mejor dicho, la consecuencia de una serie de muchísimas pequeñas y grandes decisiones políticas. Decisiones que convergen en un hecho: la represión de la capacidad de creación de riqueza de los españoles.
No digo que se trate de un plan consciente. Cada una de esas decisiones, casi inocuas tomadas individualmente, apunta a proteger un interés particular. Quienes se benefician de cada una de ellas están dispuestos a defender sus particulares privilegios. Lo que no advierten es que, consideradas en conjunto, esas trabas conforman una telaraña que somete a la sociedad a un nivel de desempleo injusto e inmoral. Lo que acaba por perjudicar también a los mismos "privilegiados".
Tomar consciencia de que, como sociedad, nos estamos infligiendo un gran daño que podríamos evitar puede causarnos pesar. No es necesario detenerse en ello. Lo relevante es que, si lo entendemos y lo exigimos a nuestros representantes, podemos revertirlo.
Diego Barceló Larran es director de Barceló & asociados (@diebarcelo)
© Libertad Digital SA
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