Asegura Juan Rosell, presidente de la CEOE, que el trabajo “fijo y seguro” es un caduco concepto del siglo XIX. Al parecer, pues, lo que nos aguarda el futuro solo puede ser más temporalidad e inestabilidad laboral en beneficio privativo de unos empresarios neoesclavistas. Y, sin embargo, no es ésa la importante cuestión de fondo que zopencamente está tratando de transmitir Rosell. Más bien, lo que el presidente de la CEOE intenta comunicar es que vivimos en un mundo de cambio acelerado: un mundo donde la introducción continua de nuevas tecnologías, el repentino nacimiento de competidores anónimos en cualquier parte del globo o la ultraespecialización de los patrones de gasto de los consumidores llevarán a que nuestras economías experimenten una transformación acelerada en lapsos muy cortos de tiempo. Este disruptivo dinamismo social, que irá en expansión durante las próximas décadas, no sólo afectará a los trabajadores (tal como se desprende de las declaraciones de Rosell), sino también a unos empresarios que verán en todo momento disputada su posición dentro del mercado global (salvo que disfruten de privilegios del Estado). Lo anterior no implica que el trabajador o el empresario vayan a verse condenados a una precariedad profesional endémica —como da a entender Rosell— sino que deberán someterse a un proceso de formación continua que los dote de la suficiente versatilidad como para encajar en ese entorno metamorfoseante.
Pero para todo ello necesitamos un entorno institucional que no esté petrificado y anclado en el pasado, sino que sea capaz de adaptarse a los nuevos retos que imprime el futuro: es decir, necesitamos una economía mucho más libre y abierta, no ya sólo en materia laboral o de regulación sectorial, sino especialmente en la educación. Si el sistema de enseñanza sigue estando controlado por la burocracia estatal y desconectado de la cambiante realidad del mercado, entonces difícilmente lograremos ofrecer un reciclaje formativo continuado a los ciudadanos. Éste, y no otro, debería haber sido el mensaje central de Rosell: los empresarios españoles —aquellos a los que presuntamente representa y a los debería estar aconsejando y asesorando— deben ponerse las pilas para afrontar un siglo XXI mucho más competitivo y, a su vez, el Estado debe dejar de intervenir agresivamente en unas relaciones sociales que deben volverse más resilientes a las perturbaciones. Pero en lugar de decir esto, Rosell prefirió efectuar unas declaraciones que sonaron a una amenaza contra los españoles: una torpe forma de alimentar la demagogia socialista.
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