Macario Schettino señala las claves para lograr el camino hacia un crecimiento económico sólido.
Macario Schettino es profesor de la División de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey, en la ciudad de México y colaborador editorial y financiero de El Universal (México).
El crecimiento económico, a veces llamado desarrollo, para darle cierta dimensión social, se convirtió en un objetivo de todas las naciones durante el siglo XX, y especialmente después de la II Guerra Mundial. En los ciento cincuenta años previos, un pequeño grupo de países había crecido de forma espectacular, dejando detrás a los demás, que si bien crecieron, no alcanzaron el ritmo de los primeros. Queriendo copiar ese éxito, la primera receta fue invertir en grandes cantidades, porque se supuso que ésa era la causa del crecimiento. Tan sólo un par de países lograron tener éxito con este camino: Japón y Corea. Podría uno sumar Singapur y Hong Kong a los países que lograron crecer, pero ambos desde una situación muy especial, iniciando por su condición de ciudades.
Pero todos invirtieron, y luego hundieron cifras inmensas en educación, y en reformas institucionales, sin lograr mucho. La inmensa mayoría de los países que han intentado crecer no ha tenido éxito. Con cierta facilidad logran alcanzar un nivel de ingreso que ronda el promedio mundial (como el que tenemos en México), pero no más que eso. Pero lo logran agotando sus recursos: naturales, humanos, de capital. El caso más reciente, y más espectacular, es China. En treinta años logró pasar de ser uno de los países más pobres del mundo al ingreso promedio mundial. El ritmo promedio de crecimiento anual de China, medido en dólares constantes, es de casi 10%. Pero lo hizo como lo hicimos los latinoamericanos: agotando recursos.
Ese camino tiene la gran desventaja de que genera grandes expectativas, al interior del país y frente al resto del mundo, que no percibe la devastación que está detrás, y que por lo mismo no imagina que llegará demasiado pronto a una barrera infranqueable: el ingreso medio. América Latina alcanzó ese punto a inicios de los años setenta, y escondió el fracaso en un endeudamiento brutal que pospuso la crisis hasta 1982 y la magnificó hasta hacernos perder más de una década en la recuperación. Ahora está ocurriendo con algunos países latinoamericanos que, otra vez, apostaron al agotamiento de recursos, es decir, a las materias primas. También ocurre en África, que todavía no alcanzaba a convertirse en el nuevo “milagro” a ojos internacionales, pero sí está produciendo gran sufrimiento entre sus habitantes.
Pero, le decía, el caso espectacular es China, que ha tratado de posponer el ajuste desde 2009, incrementando su deuda todavía más, con inversiones todavía menos útiles, y ha llegado al punto en el que la única salida es la privatización de las empresas públicas y los bancos. Pero eso, en un país profundamente autoritario, lo único que dará como resultado es el enriquecimiento de unos pocos. Ya usted conoce el ejemplo mexicano, que palidece frente a Rusia, y a lo que podría ser China. Si tiene la oportunidad, en la revista The Economist de esta semana hay dos textos separados que, creo, tienen detrás una explicación como la que aquí le ofrezco. Uno sobre la explosión de deuda China, el otro acerca del capitalismo de compadrazgo.
El único camino para el crecimiento económico sólido (y el desarrollo, pues), es la destrucción creativa, la competencia que premia a unos y castiga a otros. Pero para que esto funcione se requiere que no sólo haya libertad en el mercado, sino que el poder político esté limitado. De otra forma, la competencia acaba sesgada a favor de quienes tienen ese poder, que no son otros que los compadres que acaban siendo millonarios. Por eso los países autoritarios pueden alcanzar el ingreso medio, pero nunca la riqueza.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 6 de mayo de 2016.
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