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jueves, 3 de diciembre de 2015

En defensa de Zuckerberg: sí a la solidaridad, no a los impuestos

Juan Ramón Rallo
 
 
Apenas unas horas después de que Mark Zuckerberg y Priscilla Chan anunciaran su intención de donar a causas benéficas el 99% de sus acciones de Facebook (alrededor de 45.000 millones de dólares a precios actuales), arreciaron las críticas. Acaso la más repetida haya sido la de reprocharles su hipocresía por la "ingeniería fiscal" que acomete Facebook para minimizar su factura tributaria. ¿Cómo alabarles por echar mano a la filantropía cuando ni siquiera se esfuerzan por pagar suficientes impuestos con los que nutrir las arcas estatales?
 
Así, por ejemplo, Gabriel Zucman —coautor del famoso paper Capital is back junto a Thomas Piketty— ha lanzado el siguiente dardo contra el creador de Facebook: "Aplaudo la importancia que le concede a 'promover la igualdad', pero para ello uno debe empezar por pagar sus impuestos. Una sociedad donde la gente rica decide por su cuenta cuántos impuestos debe pagar y a qué bienes públicos debe contribuir no es una sociedad civilizada".
 
Lo que, en otras palabras, está diciendo Zucman es que la igualdad debe fomentarse prioritariamente mediante impuestos y que sin impuestos es imposible disfrutar de civilización por mucha filantropía de que dispongamos. Analicemos ambos argumentos.
 
La primacía estatal en la lucha contra la desigualdad
 
Cuando Gabriel Zucman afirma que uno no puede promover la igualdad salvo pagando impuestos está cometiendo varias trampas. La primera es equiparar "igualdad" con "igualdad económica". Uno puede ciertamente promover muchas formas de igualdad sin necesidad de pagar un solo impuesto: por ejemplo, si yo respeto escrupulosamente las libertades de todas las personas, las estoy tratando igualitariamente (todas disfrutan, por lo que a mí respecta, de una igual libertad). Ése vendría a ser el significado de "igualdad jurídica": todos disfrutamos de los mismos derechos y nadie posee una autoridad política natural sobre nadie.
 
De hecho, en cierta medida, los impuestos constituyen un atentado contra esa igualdad de derechos: un grupo de personas, organizadas en torno a una institución llamada Estado, afirman poseer el exclusivo privilegio de sustraer su propiedad a cualquier individuo. Nadie, salvo el Estado, posee el derecho a robar a los demás: pero el Estado sí se coloca en una posición de excepcionalidad jurídica (de desigualdad jurídica) para comportarse de una forma distinta a la que aceptamos que pueden comportarse el resto de personas. Siendo así, uno bien podría decir, contra Zucman, que la promoción de la igualdad debe empezar por oponerse al privilegio estatal de cobrar impuestos.
 
Mas centrémonos en lo que, jugando con la ambigüedad, Zucman parece querer decir: si tu objetivo es incrementar la igualdad económica (igualdad de ingresos o de riqueza), tu prioridad ha de ser necesariamente pagar impuestos, no minimizar tu factura fiscal para luego donarlo a la filantropía. ¿Es esto verdaderamente así? Pues no, en absoluto.
 
Primero, muchas políticas estatales no contribuyen a reducir la desigualdad, sino a incrementarla: las subvenciones a grandes conglomerados empresariales, la obra pública en provecho exclusivo de ciertas constructoras, la legislación laboral generadora de desempleo, la creación de monopolios u oligopolios sectoriales, etc. ¿Por qué una persona interesada en la igualdad económica debe sufragar de manera prioritaria una maquinaria que también contribuye a reducir la igualdad por todas estas vías? ¿Acaso no puede ser coherente querer minimizar sus contribuciones coactivas a tal maquinaria y, en cabio, destinar sus ahorros fiscales a proyectos que únicamente contribuyan a reducir la desigualdad económica?
 
Segundo, aun cuando todas las políticas estatales redujeran la desigualdad económica, cabría la posibilidad de que Zuckerberg estuviera convencido de que conoce formas mucho más eficaces de lograrlo. Por ejemplo, aun cuando creamos que la educación pública contribuye a reducir la desigualdad (y no a incrementarla mediante la formación de "generaciones perdidas"), habrá que admitir la posibilidad de que existan otras formas de educar a los menores que sean mucho más eficaces que las actuales escuelas públicas con sus currículos completamente desfasados. Supongamos que Zuckerberg cree conocer esas otras formas y está dispuesto a financiar una red de escuelas gratuitas que emplean una metodología docente mucho más eficaz que la actualmente en vigor dentro del sistema estatal. ¿Por qué debería financiar prioritariamente la escuela pública a su (más eficaz en la lucha contra la desigualdad) red de escuelas privadas gratuitas?
 
No, Zucman no consigue exponer incoherencia alguna por parte de Zuckerberg: es perfectamente compatible estar preocupado por la igualdad económica y tratar de minimizar el pago de impuestos (sobre todo cuando tus palabras van seguidas por hechos como… comprometerte a donar el 99% de tu patrimonio a obras benéficas). De hecho, dada la tremenda ineficiencia estatal, incluso podríamos afirmar que quienes estén verdaderamente preocupados por luchar de forma activa contra la desigualdad deberían maximizar sus esfuerzos para colocar su capital fuera del alcance del Estado.
 
Aun cuando consideráramos que todas las personas poseemos una obligación moral a luchar contra la desigualdad económica (lo cual es mucho suponer), no sería posible derivar de la misma el derecho prioritario del Estado a administrar los recursos dirigidos a minimizar esa desigualdad económica. Al contrario, serían perfectamente lícitas muchas otras vías alternativas para canalizar esa lucha contra la desigualdad según nuestros conocimientos y expectativas. Eso mismo parece que es lo que aspira a hacer Zuckerberg: ser él —y no políticos sometidos a las presiones de lobbies, burócratas y clientes electorales— quien gestione los enormes recursos que pretende dirigir a combatir la desigualdad económica. Lo único que Zucman está verdaderamente reclamando es el derecho de primacía estatal en la lucha contra la desigualdad económica. Nada más.
 
Los impuestos, el precio de la incivilización
 
Cuando Zucman afirma que los impuestos son el precio de la civilización no está más que parafraseando al juez Holmes. La idea básica es que resulta imposible mantener el orden social sin una administración judicial y policial eficaz, de modo que ésta deberá ser financiada mediante impuestos. Incluso podríamos agregar a la lista de servicios esenciales para el mantenimiento del orden social la provisión de una cierta redistribución de la renta que mantenga la cohesión entre los distintos ciudadanos.
 
De hecho, la mención que efectúa Zucman a la necesidad de que los ricos contribuyan a los bienes públicos va en esa misma dirección: el aparato policial y judicial, o la provisión de solidaridad, es un bien público de cuyo sostenimiento no debe escaquearse nadie. Viéndolo desde esta óptica, Zuckerberg estaría, al minimizar su carga fiscal, incumpliendo sus obligaciones sociales fundamentales con la sociedad por mucho que posteriormente trate de resarcirnos destinando su fortuna a obras benéficas. Sin embargo, el argumento resulta defectuoso por varios motivos.
 
Primero, que para mantener el orden social —esto es, la paz, la convivencia y la cooperación dentro de la sociedad— sea necesario financiar un aparato estatal que defienda a las personas de la agresión, el robo o el fraude no es el precio de la civilización, sino de la incivilización. Si las personas fuéramos naturalmente civilizadas, no necesitaríamos de la amenaza del uso estatal de la violencia (de la ejecución exógena forzosa) para respetar a los demás; es porque no somos naturalmente civilizados porque acaso lo necesitemos. Por consiguiente, los impuestos son el coste que nos autoimponemos por nuestra falta de civilidad: a mayor civilidad, menor necesidad de impuestos.
 
Segundo, que la provisión de defensa, justicia o solidaridad pueda ser un bien público no equivale a decir que sea legítimo financiarla cobrando coercitivamente cualquier cantidad de impuestos a los ciudadanos. De entrada, la provisión de bienes públicos en condiciones de eficiencia requiere que cada cual contribuya a financiarlos según la utilidad marginal que obtenga por su oferta: es decir, si un ciudadano no valora en absoluto la solidaridad hacia sus conciudadanos (por ejemplo, por tener una nula empatía), la teoría de los bienes públicos nos dirá que no debería contribuir en nada a financiarla. Los bienes públicos pueden ser un problema porque algunas personas se escaqueen de financiar aquellos bienes que desean (frustrándose por tanto su provisión conjunta), no porque algunas personas no paguen por aquellos bienes que no desean.
 
Por consiguiente, en este caso sólo podríamos dirigirle reproches a Zuckerberg si éste estuviera pagando menos impuestos que el valor que él atribuye a la defensa, la justicia o la solidaridad estatal de la que se está beneficiando: pero dado que, en 2014, Facebook pagó 2.000 millones de dólares en impuestos (de los cuales unos 300 millones serían directamente imputables a Zuckerberg), no resulta a primera vista evidente que Zuckerberg valore esos servicios en más de 300 millones de dólares (especialmente si esos servicios están ineficientemente administrados por el Estado). Es decir, no resulta a primera vista evidente que sea un gorrón del resto de la sociedad.
 
Pero, además, la única forma en la que un bien público puede terminar suministrándose no es a través de la coacción estatal, sino también a través de contribuciones voluntarias. Zuckerberg, de hecho, es un ejemplo de esto último: al juzgar que no se están dedicando suficiente recursos a la lucha contra la desigualdad económica, acaba de comprometerse a donar el 99% de su patrimonio a tal fin. Zucman, por consiguiente, no debería preocuparse de que el dueño de Facebook no vaya a contribuir suficientemente a luchar contra la desigualdad por estar gorroneando los esfuerzos del resto de la comunidad, sino de que el resto de la comunidad —por ejemplo, las clases medias— vaya a aprovecharse de esta actitud de Zuckerberg y de otros ricos filántropos para no contribuir tanto a la solidaridad común como en realidad valoran contribuir.
 
Señalar, como hace Zucman, que una sociedad civilizada no puede basarse en las contribuciones voluntarias de sus ciudadanos es un error: cuanto más civilizados, maduros y virtuosos sean los ciudadanos, tanto más respetarán las libertades ajenas y tanto más contribuirán voluntariamente a la provisión de los bienes públicos (esto es, tanto menos tratarán de escaquearse de pagar por aquella porción de los bienes públicos de la que se benefician y en función de cuánto valoren esos beneficios). No será la compulsión sino el sentido del deber el que les lleve a cumplir con su parte (pero no necesariamente con más que su parte).
 
El gesto de Zuckerberg no debe verse como una afrenta a una sociedad civilizada y avanzada, sino como un ejemplarizante paso hacia la misma. Zucman no reivindica ni la civilización ni la promoción del igualitarismo, sino la hegemonía del Estado sobre la sociedad a la hora de organizar centralizada, coactiva y arbitrariamente la civilización y la igualdad

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