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lunes, 21 de diciembre de 2015

El análisis keynesiano de las depresiones y la defensa de las políticas expansivas del gasto

JUAN RAMÓN RALLO Publicado el 21 diciembre 2012 


Antecedentes


Entre 1930 y 1945, Occidente vivió una depresión típicamente deflacionista que, como tuvimos ocasión de analizar en la lección anterior, se corresponde con una acumulación de distorsiones en las estructuras productivas y financieras de los agentes económicos. A su vez, también tuvimos ocasión de comentar que la superación de las depresiones deflacionistas acarrea un elevado esfuerzo en términos de ahorro (para reconvertir los planes empresariales y reducir el exceso de endeudamiento) durante un prolongado período de tiempo.

Durante estas épocas, los agentes económicos no compran a crédito ni mucho menos tanto como durante la fase del boom, destinan buena parte de sus recursos a minimizar su endeudamiento, proceden a liquidar y desmantelar parte del tejido empresarial, rompen buena parte de los tratos comerciales y laborales, y paralizan sus nuevas inversiones a la espera de encontrar nuevas oportunidades de ganancia a riesgos aceptables. Dicho de otra manera, el estancamiento económico y el reconocimiento, en forma de destrucción de riqueza, de que durante el boom se tomaron malas decisiones financieras y reales, coincide con un período de desplome del gasto agregado en la economía, con especial incidencia sobre la inversión empresarial.

Nada más sencillo, pues, que trazar una relación causa-efecto entre la depresión económica y el hundimiento del gasto agregado, llegando a la aparentemente lógica conclusión de que la manera de lograr volver a la senda de crecimiento pasa por reinflar el taciturno gasto agregado y, en particular, el gasto en inversión. No es casualidad, por consiguiente, que durante la Gran Depresión ganaran predicamento aquellas teorías que reclamaban una actuación más decidida del sector público dirigida a incrementar la demanda agregada de la economía; y, de entre todas las teorías, sobresalió por su hábil composición argumental y por la carismática personalidad de su autor la obra de John Maynard Keynes y, especialmente, de su libro La Teoría General del empleo, el interés y el dinero (1936). Al análisis y crítica de los argumentos contenidos en esta obra dedicaremos la presente lección.

El marco general de La Teoría General

La Teoría General trata de demostrar que el normal funcionamiento de las economías capitalistas no garantiza la plena ocupación de sus factores productivos (sobre todo, trabajadores); es más, debido a las características peculiares de estas economías, cabe anticipar que cada vez haya más factores estructuralmente desempleados.

Para llegar a esta conclusión, Keynes rechaza desde un comienzo la famosa Ley de Say que ya tuvimos ocasión de analizar en la lección 3. Como vimos, Say se limitó a afirmar que “la producción es la que da salida a los productos”, es decir, que en última instancia las mercancías que compramos las pagamos con otras mercancías que o bien hemos producido (intercambios al contado) o que vamos a producir (intercambios a crédito). Keynes, sin embargo, evita en todo momento citar al propio Say para llegar a la conclusión de que lo afirmado por el economista francés fue que “la oferta crea su propia demanda, dando a entender, de forma muy señalada pero no demasiado clara, que todos los costes de la producción, de forma directa o indirecta, acaban gastándose en adquirir esa misma producción”.

Fijémonos que aquí ya encontramos una primera tergiversación de Keynes, por cuanto la Ley de Say no es incompatible con la existencia de sobreproducciones parciales: Say no quiso decir que todo lo producido se vendiera siempre, sino que el poder de compra, en última instancia, lo concede la producción. Es más, la Ley de Say tampoco es incompatible con que, durante un determinado período de tiempo, se efectúe un auténtico alud de adquisiciones de bienes presentes a cambio de prometer entregar unas determinadas cantidades de bienes futuros que, por distintos motivos, no llegarán a fabricarse. Es decir, la Ley de Say no es incompatible con que se efectúen muchas compras a crédito y que, posteriormente, esos créditos terminen siendo impagados: justamente, esta es la descripción de ciclo económico que ofrecimos en la lección anterior. Pero tal como la describió Keynes, la Ley de Say parecía un disparate que en muy pocos casos se verificaría realmente.

Este rechazo de Keynes del muñeco de paja que construye le sirve para efectuar una separación conceptual entre oferta agregada y demanda agregada, como si fueran dos magnitudes distintas. Empero, lo que es obviamente falso desde un punto de vista individual (la oferta de una empresa no genera su propia demanda) sí es cierto desde un punto de vista agregado: la oferta agregada necesariamente ha de ser igual a la demanda agregada a lo largo del tiempo. Todo lo que agregadamente se ha demandado o se va a demandar (demanda agregada) viene limitado por los bienes que se han ofrecido o que se van a ofrecer en el mercado (oferta agregada); asimismo, todo lo que se ofrece o se va a ofrecer en el mercado (oferta agregada) o se demanda o, si no se vende, se va a forzar su transformación aquellos otros bienes que los consumidores presentes o futuros sí desean. Es decir, cuando una parte de la oferta agregada no se vende, no es porque se hayan producido demasiados bienes “en general”, sino porque se han producido demasiado de algunos bienes que los consumidores no desean y, por tanto, tocará reconvertirlos en otros que sí son demandados. Lo que no tiene sentido es que los agentes económicos produzcan y vendan mercancías para no adquirir, ni ahora ni en el futuro, ninguna otra mercancía a cambio (estarían regalando su producción al mercado).

Keynes, no obstante, pretende demostrar que el atesoramiento de dinero es un proceso irracional y estéril que hace que oferta y demanda agregadas no coincidan. Por los motivos que a continuación expondremos, los individuos tenderán a retirar una parte de su poder adquisitivo del mercado (atesoramiento de dinero) y ello evitará que se vacíe (que se venda) toda la oferta de bienes y servicios: la diferencia entre la demanda y la oferta agregada, que Keynes reputa que puede ser estable y estructural en el tiempo, se traducirá en un nivel de desempleo que si los agentes optaran por gastar más podría eliminarse por entero.

Dicho de otro modo, Keynes observa la oferta agregada como una máquina que se pondrá en mayor o menos funcionamiento según la demanda que se efectúe de ella: la cuestión es cómo lograr que esté siempre a pleno rendimiento. En su opinión, un mercado libre no logrará un nivel de consumo e inversión suficientemente elevado, lo que obligará al Estado a intervenir en “estimular” una mayor demanda. Las razones que llevan a Keynes a esta conclusión pueden localizarse en su particular descripción de los dos componentes de la demanda agregada: el consumo y la inversión.



El consumo: la parte pasiva y estable de la economía

El primer componente de la demanda agregada, el consumo, es para Keynes el más estable. Según el inglés, los agentes consumen una fracción bastante constante de su renta: lo que él denominará “propensión a consumir”. Esta propensión a consumir será bastante constante porque vendrá determinada por una serie de factores que o bien serán inestables pero poco relevantes o relevantes pero muy estables. Ahora bien, pese a que el consumo es bastante constante, su característica esencial dentro de La Teoría General es que decrece conforme aumenta la renta: es decir, la fracción de renta que los agentes destinan al consumo se va reduciendo conforme se vuelven más ricos (la propensión marginal a consumir es decreciente).

Por consiguiente, el crecimiento económico llevará a una reducción secular del consumo agregado, lo que significa que la demanda agregada sólo podrá mantenerse a niveles de pleno empleo si la inversión agregada aumente tanto como se va reduciendo el consumo agregado.  Por ejemplo, si la demanda agregada es de 1.000 porque el consumo agregado es 700 y la inversión agregada 300, para que la renta aumente de 1.000 a 1.100 será necesario que la inversión se incremente de 300 a 450 si el consumo agregado cae de 700 a 650. En suma, las economías más ricas se van volviendo crecientemente adictas a la inversión.

Además, dado que el consumo agregado se define como un porcentaje de la renta agregada, por necesidad la renta agregada se determinará antes de que los agentes tomen sus decisiones de consumir. Es decir, el consumo es un elemento determinado y no determinante de la renta agregada. Pero entonces, ¿qué componente de la demanda agregada determinará la renta agregada? Por exclusión, si no es el consumo agregado sólo podrá ser la inversión agregada. En concreto, cuando los agentes deciden invertir una determinada cantidad de dinero (por ejemplo, a la hora de contratar trabajadores), ese dinero se va convirtiendo en renta de otros agentes (los salarios de los antedichos trabajadores) y esos otros agentes lo van consumiendo según su propensión marginal a consumir.

Por ejemplo, supongamos que el agente 1 invierte 1.000 um y que esas 1.000 um llegan a manos de un agente 2, que decide consumir el 90% de la misma y ahorrar el resto. A su vez, esas 900 um gastadas en consumo alcanzan a un agente 3 que, a su vez, decide gastar el 90% (810) y ahorrar el resto, etc. Al final del proceso, a partir de una inversión de 1.000 um se habrá generado una renta agregada de 10.000 um: 9.000 de las cuales será consumo agregado más las 1.000 um iniciales de inversión.

Inversión inicial = 1000Consumo (90%)Ahorro (10%)
Agente 2900100
Agente 381090
Agente 472981
Agente 5656,172,9
TOTAL9.0001.000
 
Como vemos, una inversión inicial de 1.000 um se transforma en una renta agregada de 10.000 um, es decir, la inversión agregada se multiplica por 10. Esto es lo que Keynes llamará “multiplicador de la inversión”. A su vez, démonos cuenta de algo fundamental: para Keynes, cualquier gasto en inversión (hasta alcanzar la plena ocupación de los factores productivos) se puede autofinanciar. En la lección anterior estudiamos que toda inversión debía financiarse con ahorro, pero en este caso Keynes asume que se produce una inversión sin que previamente alguien haya ahorrado. ¿Cómo puede ser esa inversión sostenible? Pues porque, conforme se van generando las rentas del resto de los agentes a partir del gasto inicial en inversión, se gestará un volumen de ahorro agregado igual al de inversión agregada (en el ejemplo anterior, 1.000 um). En definitiva, Keynes no considerará necesario que para que aumente la inversión previamente debamos reducir el consumo: un empresario puede invertir gracias a haber obtenido un crédito bancario no basado en ahorro originario, pero como esa inversión genera rentas por toda la economía y como una parte de esas rentas se ahorrará, al final aparecerá derivadamente el ahorro necesario para sufragar el crédito. Como dice Keynes:
La idea de que la creación de crédito bancario permite invertir algo que no es ahorro genuino es el resultado de aislar una de las consecuencias de la creación de crédito y prescindir de las otras. Si se concede un nuevo crédito a un empresario sobre los que ya tenía, esto hace posible que pueda emprender una inversión que de otra manera no realizaría, de modo que las rentas se incrementarán (…). La gente elegirá libremente qué proporción del incremento de su renta destinará a su gasto o al ahorro y es imposible que la pretensión del empresario que se ha endeudado para aumentar la inversión se pueda hacer efectiva a una tasa más rápida a la que el público decide ahorrar una parte del incremento de su renta. Es más, el ahorro que resulta de esta decisión es tan genuino como cualquier otro.
Antes de proceder a analizar cómo se determina el elemento clave dentro de la demanda agregada (la inversión) conviene clarificar el funcionamiento del multiplicador y reflexionar sobre la idea keynesiana de que la inversión genera endógenamente las rentas necesarias para autofinanciarse.
Empecemos por las posibilidades de autofinanciar la inversión: lo que al final Keynes está diciendo es que los créditos dirigidos a financiar inversión a largo plazo no hace falta que estén previamente financiados por ahorro a largo plazo. Si volvemos a la tabla anterior y asumimos que la inversión inicial se ha financiado con la impresión de 1.000 billetes de banco que van, en un 90%, circulando por la economía y ahorrándose en un 10% de la cantidad recibida, tendremos que esos 1.000 billetes han financiado transacciones por importe de 10.000 um, pero al final sólo se han impreso 1.000 billetes que, en tanto en cuanto son atesorados por alguien, proporcionan un crédito al banco que le permite financiar su préstamo/inversión original. Obviamente, el fallo esencial en este razonamiento es que nos encontramos con un descalce de plazos: los billetes son una manifestación de ahorro a corto plazo por parte de sus tenedores, mientras que el préstamo es una inversión a largo plazo. Por consiguiente, lo que no es capaz de hacer la inversión es autofinanciarse con un ahorro al mismo plazo, desatándose con ello las consecuencias ya analizadas en la lección anterior a cuenta de violar la regla de oro de la banca. Lo que tenemos es un simple proceso de expansión crediticia no basada en el ahorro al mismo plazo y nivel de riesgo que provoca distorsiones acumulativas en las estructuras productivas y financieras de los agentes económicos.

Por lo que se refiere a las implicaciones y a la operativa del multiplicador del gasto, debe quedar claro que en sí mismo no tiene nada de mágico: simplemente se está diciendo que un gasto inicial da lugar a una serie de gastos en cascada que, agregados todos, son superiores al gasto inicial. El proceso es parecido al dinero y su velocidad de circulación: una determinada cantidad de dinero puede circular varias veces por toda la economía, dando lugar a transacción mayores que el valor monetario de esa suma de dinero. Tal vez, lo distintivo del proceso que describe Keynes es su asunción de que toda multiplicación del gasto se traduce en una multiplicación de la producción. Como Keynes estudia aquellas situaciones en las que existen recursos ociosos (no hay pleno empleo), parece verosímil suponer que, gracias a un mayor gasto, será posible movilizar un mayor número de recursos para que incrementen la producción.

Con todo, para que un incremento del gasto se materializara en un aumento de la producción, deberían verificarse dos condiciones que el inglés no explicita. La primera es que, dada la heterogeneidad y complementariedad de los factores productivos, será necesario que existan recursos ociosos en todos aquellos que vaya a necesitar un proyecto de inversión; si alguno de los factores que necesita una inversión no se haya disponible, tan sólo será posible acceder a él sobrepujando a otro agente económico que fuera a utilizarlo, frustrando así su plan productivo. Por ejemplo, si el mayor gasto en inversión se traduce en una mayor demanda de gasolina sin que este recurso esté disponible, se empujará al alza su precio, haciendo que algunos de los proyectos marginales de inversión existentes dejen de ser rentables: en un lado de la economía se incrementaría la producción, pero en el otro se reduciría. Por consiguiente, en el fondo sólo tendríamos una redistribución en los patrones de inversión y, como hemos visto, si el nuevo gasto en inversión procedía del crédito no respaldado por ahorro, se tratará de una mala y desacertada redistribución.

La segunda condición, tan o más importante que la anterior, es que exista una capacidad ociosa en las industrias de bienes de consumo. Al fin y al cabo, el mayor gasto en inversión se irá traduciendo, como hemos visto, en un multiplicado gasto en consumo, pero si las industrias de bienes de consumo no pueden aumentar su producción (sin arrebatarles factores productivos a otras industrias que los necesiten), lo que sucederá será que el precio de venta de sus productos y la rentabilidad de estas empresas aumentará en relación a los precios y la rentabilidad de las industrias no de consumo. De esta manera, proyectos que eran rentables antes del cambio de precios y rentabilidades relativos dejarán de serlo, dando lugar, de nuevo, no a un aumento global de la inversión, sino a una redistribución de la misma. Recordemos que este proceso es justamente el que vimos en la lección anterior que describía Hayek como propio del final de un boom económico: dado que los agentes que reciben las nuevas rentas procedentes del mayor gasto en inversión no han visto reducir su preferencia temporal, estas rentas, lejos de ser ahorradas, son gastadas en las industrias de consumo, originando una necesaria redistribución de los factores desde las industrias más alejadas del consumo a las más cercanas.

Dado que no cabe esperar que ninguna de estas condiciones se dé en la práctica, el multiplicador del gasto keynesiano no se traducirá ni en una multiplicación de la producción ni en una multiplicación del empleo; al menos no con carácter permanente y sostenible.
Llegados aquí, podemos proceder a analizar el elemento clave de todo el sistema keynesiano: el gasto en inversión.

La inversión: decreciente y fluctuante

El gasto en inversión depende, de acuerdo con Keynes, de dos variables: la rentabilidad esperada de la inversión (lo que el inglés denomina “la eficiencia marginal del capital”) y el coste del capital necesario para la inversión (lo que, para Keynes, vendrá dado por “el tipo de interés del dinero”). La eficiencia marginal del capital podemos equipararla con el muy extendido concepto financiero de Tasa Interna de Retorno (TIR), es decir, la rentabilidad por unidad de tiempo de un plan de negocios. Según el inglés, los agentes económicos aumentarán su gasto en inversión siempre que la eficiencia marginal del capital supere el tipo de interés del dinero; en caso contrario, los individuos preferirán atesorar su dinero: “Existirá una tendencia a llevar el volumen de las nuevas inversiones hasta un punto en el que ele precio de oferta de cada clase de activo, en relación a los rendimientos esperados, lleve la eficiencia marginal del capital a ser aproximadamente igual al tipo de interés”. Para describir los movimientos esperados de la inversión será necesario, pues, comprender cómo se comportan la eficiencia marginal del capital y el tipo de interés.

Keynes caracteriza la eficiencia marginal del capital como decreciente a largo plazo y fluctuante a corto plazo. Para el largo plazo, su idea es que, conforme una economía vaya acumulando cada vez más bienes de capital, su rentabilidad se irá reduciendo (las oportunidades de inversión serán cada vez más escasas y menos provechosas), con lo que llegará un momento en el que la eficiencia marginal de todos los proyectos de inversión sea inferior al tipo de interés del dinero y, en consecuencia, se paralice todo gasto en nueva inversión. El capital sólo es rentable porque es artificialmente escaso: “La única razón por la que un activo proporciona, a lo largo de su vida, un rendimiento que se espera sea superior a su precio inicial de oferta es porque resulta escaso y lo sigue siendo como consecuencia de la competencia que supone la existencia de un tipo de interés del dinero. Si el capital llegara a ser menos escaso, entonces su rendimiento disminuiría sin que por ello pudiera decirse que su productividad, en sentido material, hubiese disminuido”.

La perspectiva que traza Keynes es desde luego inquietante, pues si, como vimos, el consumo agregado tiende a decrecer con el nivel de renta y la inversión también lo hace con el nivel de acumulación de capital, necesariamente las sociedades ricas llegarán a un estado de estancamiento donde será imposible que los agentes privados incrementen su gasto y logren el pleno empleo de los recursos.

Afortunadamente, el negro futuro que Keynes trazaba para el capitalismo se debe a no entender, primero, que el rendimiento de las inversiones depende de la preferencia temporal y de la aversión al riesgo de los agentes (la gente nunca invertirá 1.000 um hoy con la esperanza de recoger 1.000 um dentro de diez años, de modo que siempre habrá una rentabilidad mínima en las inversiones) y, segundo, de no comprender que, siguiendo a Lachmann, cuantos más bienes de capital existen, más complementariedades son capaces de explotar y, por tanto, más rentable resulta la nueva inversión.

Con todo, ha sido la caracterización de la eficiencia marginal del capital como fluctuante a corto plazo la que ha tenido un mayor éxito y predicamento. Según Keynes, dado que la rentabilidad del capital se basa en flujos de caja futuros esperados y las expectativas pueden ser muy volátiles debido a la incertidumbre radical a la que se enfrentan los agentes –sobre todo en una época como la actual donde los especuladores prevalecen sobre los inversores fundamentales en los mercados de capitales–, el gasto en inversión podrá esfumarse súbitamente en cualquier momento, dando lugar a un notable aumento del desempleo. Keynes, pues, asume que los mercados de capitales son inherentemente descoordinantes por cuanto las fuerzas coordinadoras (los inversores fundamentales) apenas podrán influir en su desarrollo. Pero, ¿por qué asume Keynes que las fuerzas coordinantes estarán en minoría frente a las descoordinantes? Básicamente, por cuatro motivos: a) los costes y los riesgos de la inversión a largo son mayores que los de la especulación a corto, b) hay un impulso natural a buscar beneficios inmediatos, c) el inversor a largo plazo lo tiene mucho más difícil para apalancarse y d) la inversión a largo suele ser criticada con mayor dureza que la especulación a corto. En verdad, ni costes y riesgos son mayores (el especulador a corto soporta más comisiones e impuestos de plusvalías), ni las tendencias naturales son invencibles cuando sobreponerse a ellas resulta ventajoso (por ejemplo, el contrarian investment se dedica justo a eso), ni es verdad que los inversores fundamentales no puedan apalancarse (a través de la adquisición de opciones sobre acciones o, para mayor volumen, recurriendo a las recompras apalancadas de acciones) ni, al final, que la especulación a corto tenga mejor prensa que la inversión a largo (más bien, al revés).

Por consiguiente, nada en el análisis keynesiano nos indica que impide que, por mucho que la eficiencia marginal del capital pueda fluctuar a corto plazo, vuelva a niveles realistas en plazos muy cortos: al fin y al cabo, cuanto más se abaraten los bienes de capital, más provechoso y seguro resultará para los inversores fundamentales (particularmente para los inversores value) tomar posiciones en esos activos. En cierto modo, podríamos decir que los errores de valoración de activos, que obviamente se dan con frecuencia en el mercado, llevan las semillas de su propia corrección. Si acaso, cabrá prever fuertes fluctuaciones de la misma cuando se produzcan cambios muy intensos en las condiciones subyacentes de la economía: cambios que, si han de tener un carácter de error generalizado, sólo podrán proceder de un shock crediticio, esto es, de una degradación generalizada de la liquidez que origine primero un boom económico artificial y luego una depresión correctiva y con posibilidad de autoagravarse.

En suma, la eficiencia marginal del capital ni es decreciente a largo ni tiene por qué sufrir fuertes fluctuaciones, sobre todo en ausencia de distorsiones crediticias. Llegados aquí, nos queda por considerar el otro determinante de la inversión agregada según Keynes: el tipo de interés del dinero.
En primer lugar, debemos tener claro que Keynes no considera que el tipo de interés sea la expresión monetaria del valor para los agentes económicos del tiempo y del riesgo. Según Keynes, cada bien tiene su propio tipo de interés, que no es más que la eficiencia marginal del capital de ese bien/activo. El dinero, sin embargo, no proporciona ningún rendimiento monetario explícito, de modo que su eficiencia marginal (su tipo de interés) vendrá dada por sus rendimientos implícitos: su liquidez. Cuanto más valoren los agentes la liquidez, más dinero demandarán (atesorarán) y más aumentarán los tipos de interés del dinero. Para el inglés, la demanda de dinero vendrá alimentada por el uso del dinero como medio de cambio (motivo de transacción), como depósito de valor frente a la incertidumbre (motivo de precaución) y como instrumento para especular contra bajos tipos de interés (motivo de especulación). Los dos primeros motivos dependerán para Keynes del nivel de renta (cuanto más renta manejen las sociedades, más circulante necesitarán) y el tercero de los tipos de interés (si los tipos están muy bajos, la mayoría de agentes anticiparán subidas futuras en los tipos y se posicionarán atesorando dinero en lugar de comprando bonos).

La clave de la desestabilizadora dinámica que describe Keynes reside en que, como hemos visto, la eficiencia marginal del capital del resto de inversiones distintas al dinero irá cayendo conforme se acumulan más activos; esta situación exigiría que, para seguir invirtiendo, el tipo de interés del dinero fuera descendiendo y se mantuviera por debajo de la eficiencia marginal del capital, pero, como hemos visto, cuando el tipo de interés del dinero alcanza cotas muy bajas, la demanda especulativa de dinero aumenta y entonces el tipo de interés o deja de caer o comienza a subir, interrumpiendo el necesario gasto en inversión.

Al final, lo único que Keynes está diciendo es que los agentes invertirán en aquellos activos con una mayor eficiencia marginal del capital, incluyendo entre estos activos al dinero. Pero como el dinero, según Keynes, no puede ni producirse (“la elasticidad de producción del dinero, cuando consideramos su producción en régimen de mercado por oposición a la de su producción por parte de una autoridad pública, es, a corto y largo plazo, cero o muy pequeña”) ni sustituirse en su uso (“la elasticidad de sustitución del dinero es igual o próxima a cero”), la única manera de invertir en dinero será atesorar una mayor cantidad del ya existente, disparando los tipos de interés.

Pero esta caracterización de los tipos de interés también es errónea. Como ya vimos en la lección 3, por boca de Cantillon y Condillac, los tipos de interés no dependen de la oferta y demanda de dinero: un atesoramiento de dinero puede elevar temporalmente los tipos de interés por restringir la oferta de crédito, pero como también reducirá los precios de los bienes y servicios, la demanda de crédito caerá y el tipo de interés volverá a estar determinado plenamente por la preferencia temporal y la aversión al riesgo.

A su vez, la caracterización que realiza Keynes de la oferta y la demanda de dinero también resulta equívoca. Por un lado, el dinero sí puede producirse (extracción de oro) o sustituirse en su uso (creación de moneda-crédito por parte del sistema financiero); por otro, la demanda de dinero, especialmente la especulativa, no se comporta cómo describe Keynes: el dinero sólo se atesorará para protestar por los bajos tipos de interés cuando éstos estén siendo artificialmente rebajados por una oferta inapropiada de crédito; en el resto de casos, los agentes pueden expresar sus expectativas de que los tipos de interés van a subir vendiendo bonos en el mercado de futuros (sin necesidad de atesorar dinero).

En suma, el gasto en inversión, a diferencia de lo que sostiene Keynes, se autorregulará en función de la rentabilidad esperada por unidad de tiempo y del coste del capital (determinado por la preferencia temporal y la aversión al riesgo). Cuando la rentabilidad esperada supere el coste del ahorro, se invertirá; cuando no suceda, no se invertirá. Pero nada impedirá que todos los recursos que, en tales condiciones deseen trabajar, puedan hacerlo adaptando sus remuneraciones a su productividad marginal. De hecho, los problemas, como ya comprobamos en la lección anterior, procederán más bien de que haya un descalce de plazos o de riesgos entre ahorro e inversión, dando lugar a ciclos económicos que sí provocarán, durante las crisis, repuntes significativos del desempleo.  Ése es justo el entorno de la Gran Depresión que confundió a Keynes y que le llevó a concluir que el problema económico fundamental era la deficiencia del gasto agregado.

La última cuestión pendiente es plantearnos cómo afectará ese mal diagnóstico de la realidad a las políticas propugnadas por el inglés y cómo esas políticas frenarán una rápida salida de las crisis.

La propuesta de política económica de Keynes

Del análisis anterior se desprende que el consumo es un elemento estabilizador y la inversión, bajo condiciones de libre mercado, profundamente desestabilizadora. La política keynesiana, por consiguiente, irá dirigida a elevar la propensión marginal a consumir y a tratar de estabilizar el gasto en inversión.

Para lo primero, Keynes defenderá una fiscalidad más intensa sobre el ahorro en forma de impuestos progresivos o de elevados gravámenes sobre la herencia o de depreciaciones del tipo de cambio (que estudiaremos en la siguiente lección y que se dirigen a elevar el gasto exterior). Para lo segundo, Keynes propondrá garantizar una rentabilidad mínima de la inversión mediante todo tipo de argucias (monopolios públicos o privados, precios mínimos, restringir el acceso de los especuladores a la bolsa, destruir los inventarios de bienes de capital y, en última instancia, socialización de la inversión) y rebajar tanto como sea posible los tipos de interés (mediante monetizaciones de todo tipo de deuda pública y privada o penalizando el atesoramiento). En última instancia, Keynes propondrá que, si los agentes privados no quieren consumir o invertir, lo haga el sector público mediante un aumento del gasto: “El Estado tendrá que intervenir para dirigir la propensión a consumir, en parte por medio de un programa de impuestos, en parte fijando el tipo de interés y tal vez mediante otros procedimientos (…) Yo creo que acabará siendo evidente que el único medio de asegurar una aproximación a una situación de pleno empleo es algo así como una socialización amplia de la inversión”.

Al final, la obsesión de Keynes pasa por incrementar el gasto en lo que sea con tal de alcanzar el pleno empleo. Como muestra, los siguientes botones:
El endeudamiento para hacer gastos ruinosos puede enriquecer a la comunidad. La construcción de pirámides, los terremotos y hasta las guerras pueden servir para aumentar la riqueza.
Si el Tesoro se pusiera a llenar botellas viejas con billetes de banco, las enterrara a una profundidad considerable en minas de carbón abandonadas que luego se cubrieran con los escombros de la ciudad y encomendáramos a la iniciativa privada, eso sí, de acuerdo con los principios del laissez-faire, la tarea de desenterrar los billetes, acabaríamos con el paro y, a través de las repercusiones que esto tendría, probablemente la renta real y la riqueza de la comunidad llegarían a ser mucho más grandes de lo que actualmente son.
Abrir hoyos en el suelo pagados con nuestros ahorros incrementará no sólo el empleo sino la renta nacional que deriva de la producción de bienes y servicios útiles.
Nos hallamos ante una ofensiva en toda regla contra el ahorro y contra el proceso de ajustes dentro del sector privado para adaptar las mercancías fabricadas, en el presente o futuro, a las necesidades más urgentes de los consumidores. Pero si, como vimos en la lección anterior, las crisis se derivan de la acumulación de distorsiones en las estructuras productivas y financieras de una economía, obstaculizar su corrección dilapidando el capital necesario para corregir esas malas estructuras productivas y financieras, tan sólo contribuirá a generar nuevos desajustes (nuevas malas inversiones y nueva deuda) y a agravar y retrasar la salida de la crisis.

El error de Keynes fue, justamente, confundir una depresión deflacionaria, donde necesariamente se produce un estancamiento por la catarsis que debe tener lugar ante el colapso de la demanda a crédito, con una caída irracional, arbitraria y estructural de la demanda agregada. Mal diagnóstico que lo llevó a proponer políticas contraproducentes para escapar de la depresión con la mayor rapidez y fortaleza posible.

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