El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, pasó por Madrid, y con él parte el equipo encargado de difundir y concretar su plan de inversiones paneuropeas. Falta hace porque los indicadores económicos siguen reflejando la anemia que sufre la eurozona y riesgos de recaída. La débil y lenta superación de los daños originados por la crisis y su gestión encuentra ahora un obstáculo añadido en las dificultades de algunas economías emergentes, China en particular. Esa es la principal razón, aunque supongo que no la única, que ha motivado el anuncio del BCE de su disposición a ampliar la vigencia, composición, y eventualmente la cuantía, de su programa de estímulo cuantitativo.
Reducido crecimiento y tasas negativas de inflación siguen siendo las piezas básicas de cualquier diagnóstico, el más reciente del FMI. Para este año, considerado el de la recuperación del área monetaria, el crecimiento del PIB no superará el 1,5% y será del 1,6% en 2016, una décima menos de lo previsto en julio. En las más largas proyecciones de esa institución, hasta 2020, la eurozona nunca superará esa última tasa y las de desempleo se mantendrán en niveles históricamente elevados.
El crecimiento potencial seguirá siendo excepcionalmente bajo como consecuencia de los daños generados por la crisis, fundamentalmente la erosión de todas las formas de capital, pero también de una evolución demográfica adversa y una pobre evolución de la productividad total de los factores (PTF) que tampoco es precisamente un fenómeno nuevo.
En esa brecha en la trayectoria tendencial del PIB, en la dificultad para alcanzar los niveles de precrisis, han influido negativamente las políticas fiscales de consolidación llevadas a cabo en la eurozona. Así lo demuestran diversas investigaciones recientes, como la de Antonio Fatas y Lawrence Summers (The Permanent Effects of Fiscal Consolidations), concluyendo que los efectos de las consolidaciones fiscales disponen de impactos adversos a largo plazo sobre el PIB, extendiendo el horizonte mucho más de lo que lo hacía el análisis tradicional de los multiplicadores fiscales. Apoyan, en definitiva, las hipótesis de “consolidaciones fiscales autodestructivas” que ya avanzaron el propio Summers y Bradford de Long en un documento de la Brooking Institution en 2012 (Fiscal Policy in a Depressed Economy) o las conclusiones del profesor de la London School of Economics Paul de Grauwe, que califica esta de “crisis autoinfligida”. Los intentos por reducir la relación entre deuda pública y PIB mediante políticas de austeridad a ultranza se han traducido en elevaciones de ese ratio, tanto más explícitas cuanto más depresiva era la situación de partida. Pero, además, han contribuido al debilitamiento adicional de la demanda y a la correspondiente ampliación del outut gap, alimentando las presiones deflacionistas en el conjunto del área.
Esa falta de demanda en la eurozona coincide con un menor crecimiento de otras economías avanzadas y la marcada desaceleración de las emergentes, desde luego la china, cliente importante de algunas economías europeas. Esa es la principal razón, no tanto la sobreoferta de crudo, que mantiene los precios del petróleo históricamente bajos, condicionando unas expectativas de inflación a medio plazo que no favorecen el alejamiento de los temores deflacionistas en la eurozona.
Las declaraciones del presidente del BCE tras la última reunión de su consejo de gobierno son consecuentes con ese panorama. Se muestra dispuesto a revisar el próximo 3 de diciembre (dos semanas antes de la importante reunión de la Reserva Federal) la cantidad, composición y duración de su programa de quantitative easing, más allá de septiembre del próximo año. Y a reducir aún más los tipos de interés.
Desde el pasado marzo el BCE viene comprando 60.000 millones de euros al mes en títulos de deuda pública fundamentalmente. Su compromiso era mantenerlos hasta septiembre de 2016, pero aunque han facilitado la recuperación, esta sigue siendo frágil, sin que la inflación inicie el necesario repunte. La tasa de variación de los precios sigue en territorio negativo, igual que antes del inicio del programa de estímulos, con las expectativas lejos de ese 2% que mantiene el banco central como referencia de la estabilidad de precios. Con la información hoy disponible no es probable que se cumplan las proyecciones del propio BCE: 0,1% este año y caminar hasta el 1,7% en 2017.
Bajo crecimiento e inflación negativa siguen siendo las bases de todo diagnóstico
Por eso es conveniente que, lejos de mantener una actitud de “esperar y ver”, advierta de su disposición a actuar adicionalmente. Además de incrementar las compras totales de deuda iniciadas hace apenas nueve meses, puede ampliar el tipo de títulos que compra, y en todo caso, extender el periodo de vigencia de ese programa más allá de setiembre de 2016. Podría igualmente recortar el tipo de interés que carga sobre los depósitos bancarios mantenidos como reservas en el BCE, ahora en el -0,2%. También sigue en mínimos históricos, en el 0,05%, el tipo repo que carga a los bancos por las facilidades de endeudamiento. Es verdad, como ha recordado el propio Draghi, que la credibilidad de un banco central no ha de medirse por el tenor más o menos extraordinario de sus actuaciones, sino por la probabilidad de alcance de su objetivo. Y este se mantiene todavía demasiado lejos.
El problema es que esas actuaciones pueden no ser suficientes. La escasa sensibilidad que muestra la inversión privada a la abundancia de liquidez renueva la virtualidad de esos escenarios de “estancamiento secular” comentados desde hace meses en estas páginas. Es la eurozona, en mayor medida que la economía estadounidense que tomaron como referencia los proponentes de esta hipótesis, de la mano del exsecretario del tesoro Larry Summers, la que ahora centra la atención. Un enfoque que asume que en la mayoría de las economías avanzadas los tipos de interés reales de equilibrio asociados con el pleno empleo han descendido de forma significativa, provocando además que el crecimiento económico se vea acompañado de episodios de inestabilidad financiera.
La más cercana verificación de esa hipótesis es el lento y escaso efecto de tipos de interés históricamente reducidos, que a su vez limitan actuaciones estimuladoras adicionales de la política monetaria. Lógicamente, descensos adicionales de tipos dispondrán de un impacto menor en su propósito por conseguir crecimientos de la inversión que faciliten la aproximación al pleno empleo.
Esos tipos de interés son bajos porque la amplia oferta de liquidez no encuentra demanda suficiente en proyectos de inversión. En la primera influyen factores que no son precisamente circunstanciales, como la evolución demográfica en las economías avanzadas y las amenazas sobre los sistemas de pensiones, propiciadora de una mayor propensión al ahorro o la mayor importancia relativa de la inversión en bienes y servicios asociados a las TIC, menos intensivas en capital que las inversiones tradicionales.
No quedan más alternativas que adoptar políticas fiscales estimuladoras con el fin de aumentar el crecimiento potencial. No hace falta violar los principios de estabilidad presupuestaria asumidos en la UE. Basta con que se acelere la aplicación de iniciativas como el Plan Juncker, tendentes a incrementar la inversión en el conjunto de la UE en destinos posibilitadores de crecimientos de la productividad y del necesario fortalecimiento de la cohesión interna en la región. Decisiones que podrían aprovechar condiciones de financiación compatibles con la viabilidad técnica de cualquier proyecto de inversión. En mayor medida se facilitan el salto tecnológico que algunas economías precisan.
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