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sábado, 19 de diciembre de 2015

El gobierno de la moneda planificada

 





[Publicado originalmente en American Affairs, abril de1948]
“El dinero público es como el agua bendita. Cada uno toma lo que quiere”. – Proverbio italiano.
A medida que el hambriento devora su propio poder adquisitivo podemos pensar que vamos a descubrir que pasó con la fabulosa serpiente que se tragó a sí misma. Pero no lo haremos y, si lo hacemos, tal vez no añada nada al total del conocimiento humano.
Hay una larga historia de experiencia monetaria. Nos dice que el gobierno es en el fondo un falsificador y por tanto no puede confiarse en él para controlar la moneda y que esto es cierto tanto para el gobierno autocrático como para el popular. Este registro ha resultado ser acumulativo desde la invención del dinero. Sin embargo nadie lo cree.
También hay una historia de dinero sólido y si sus lecciones también se rechazan, ¿qué concluiremos sino que los engaños monetarios son, por alguna extraña ley de la locura, repetidos e incurables?
Hubo un siglo de dinero sólido. Durante los cien años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, el gobierno apenas toco la moneda salvo para establecer patrones de peso y medida, para fijar las leyes de responsabilidad y dar licencias a los banqueros.
En ese siglo, la riqueza del mundo aumentó más que en todo el tiempo precedente de hombre económico.
En ese siglo, el negocio controlaba el dinero, la banca y el crédito mediante sus propias leyes, y por eso el ámbito del gobierno estaba limitado.
En ese siglo, el gobierno estaba limitado y la empresa, liberada, con la consecuencia de que, aparte del prodigioso aumento de la riqueza, nunca antes el hombre político había sido tan libre.
En resumen, en esa era de libre intercambio, precios libres y dinero sólido había dos cosas que los gobiernos responsables no hacían.
La primera cosa era que no creaba dinero, o si lo hacía se le llamaba dinero fiduciario y el dinero fiduciario se volvía malo tan rápidamente que ningún gobierno que estimara su crédito podía permitirse volver a hacerlo de nuevo. Se volvía malo, en primer lugar, porque no representaba nada de valor y, en segundo lugar, porque tenía que circular en competencia con el dinero sólido. El resultado de esa competencia era que para todo había dos precios (un precio en dinero fiduciario y un precio en dinero sólido) y el crédito del gobierno se veía humillado. Por tanto, en ese siglo el gobierno aprendió por experiencia de la mejor manera que cuando necesitaba dinero por encima de sus ingresos tenía que pedirlo prestado a un banco como un individuo o directamente a la gente al tipo de interés existente y devolverlo después.
La segunda cosa era que los gobiernos de esa época no manipulaban el dinero y el crédito. Términos como moneda planificada o divisa gestionada eran desconocidos. Esto ha de explicarse un poco.
Como la cantidad de dinero que se necesita en circulación para efectuar el intercambio rítmico de bienes no es una cantidad fija (y esto en razón a que hay variaciones en el volumen de los negocios), se deduce que la oferta de dinero, incluso dinero en el patrón oro, debe gestionarse de alguna manera. Alguien debe ver que la cantidad en circulación debe expandirse o contraerse  a medida que fluctúa la necesidad. Durante ese siglo de dinero sólido, fue el banquero privado quien realizó esa función. Podemos pensar en él sentado con sus dedos observando el pulso de los negocios, diciendo no al que pide dinero cuando el pulso era demasiado acelerado, recortando así la oferta de dinero como estímulo para los negocios. Era la psicoterapia clásica en un sistema de economía libre gestionado privadamente.
Pero como la gente cada vez hacía más negocios con dinero a crédito, es decir, cheques emitidos contra crédito en el banco, nunca estaban satisfechos con la forma en que los banqueros gestionaban la moneda.
Decían: “Mirad lo que hacen esos banqueros. Con un golpe de pluma en sus libros cuando les viene bien crean dinero. Luego, cuando les conviene, con otro golpe de pluma, lo eliminan. Así que a su voluntad hacen que el dinero sea abundante y barato o escaso y caro, con distintas consecuencias que afectan a todos los asuntos económicos para bien y para mal. Es más poder del que debería confiarse razonablemente a  personas privadas. El control del dinero es propiamente una función del gobierno, a ser ejercitada para el bienestar del pueblo. Además, esos banqueros privados, como prueba la historia, hacen mal las cosas. Nos llevan de auges a declives y después de todo no es su dinero como para que puedan hacer lo que les plazca”.
En estas frases hay mucho que parece plausible. Es verdad que los banqueros a menudo lo hacían mal. Los auges y declives eran fenómenos que se alternaban. Pero mientras que pocas veces o ninguna se atribuía a los banqueros el éxtasis del auge, se les acusaba agriamente de las miserias del declive. Por tanto, de lo que se quejaba la gente no era exactamente de lo que decían. Lo que les molestaba realmente era lo que podría llamarse la función dolorosa del dinero. Si se suspendiera esa función, o si no hubiera ninguna autoridad dispuesta y capaz de ejercerla, entonces una economía monetaria estaría condenada a estallar. ¿Por qué? Porque la imaginación en búsqueda del beneficio no tiene límites. Las expectativas son expandibles infinitamente. Si, por tanto, no hay límite a la oferta de dinero, la inflación será incontrolable hasta que llegue el desastre. Todos saben que eso es verdad y aún así nunca ha habido un prestatario defendiendo su propia burbuja que no creyera que con que se le hubiera permitido tomar prestado algo más se habría salvado. Por eso la deflación es siempre dolorosa. Una de las utilidades del dinero sólido es producir ese dolor en el cuerpo económico: el dolor le dice su vida excesiva o errónea está dañando a su salud.
Ahora, la primera diferencia entre la gestión del dinero por banqueros y la gestión de éste por el gobierno es que el banquero no es tan libre como parece. Está limitado por la necesidad de mantener la solvencia de su banco: debe estar siempre listo para atender las demandas de sus depositantes, cuyo dinero a aceptado guardar, bien entendido que mientras éstos no lo usen, él lo prestará. Es verdad que con un golpe de pluma puede crear dinero a crédito, pero no puede pagar a sus depositantes con éste.
Crea dinero de crédito escribiendo en su contabilidad un crédito en tu cuenta y cuando retiramos ese crédito firmando cheques para pagar nuestras facturas, el cheque sirve al propósito del dinero. En este caso decimos que el banquero ha monetizado crédito. La cantidad de dinero de crédito así creada se convierte en miles de millones, pero frente a ella el banquero debe tener su poder una cierta reserva de dinero real. Si lleva la monetización del crédito demasiado lejos, llega un día en que alguien aparece en su ventanilla y quiere un dólar de dinero real y si no puede pagarla a la vista su banco tiene que cerrar. La cantidad de dinero de crédito que el banquero puede crear está por tanto definitivamente limitada por la cantidad de dinero real que tenga en reserva. Si se encuentra sobrepasando ese límite, no sólo debe dejar de prestar, sino que debe reclamar al tiempo a sus prestatarios para pagar sus préstamos. Eso es la deflación. La función dolorosa del dinero actúa así.
Pero cuando el poder de crear dinero a voluntad está en manos del gobierno, la función dolorosa se suspende. Las razones son evidentes. En primer lugar, no es políticamente viable para los gobiernos forzar la deflación y así pinchar las burbujas de la gente. Después de la Primera Guerra Mundial, el Sistema de la Reserva Federal se las arregló para reducir el coste de la vida y la gente cuyas burbujas se destruyeron en ese momento nunca le perdonaron. En segundo lugar, ¿por qué debería forzar el gobierno la deflación? No tiene que mantener ninguna solvencia. No está en la situación del banquero que no debe olvidar nunca que alguien puede venir a su ventanilla y pedir un dólar e efectivo y si no se lo da está quebrado. El gobierno nunca tiene esa dificultad. Si la gente aparece en sus ventanillas queriendo dólares, puede imprimirlos. Se dinero real o no, el gobierno puede decir que es de curso legal y la gente debe tomarlo como si fuera real.
Hay otra diferencia y esta es crucial en un sentido político.
Mientras el gobierno deba ir al banco a por fondos, como cualquier otro acreedor, pagar el tipo de interés fijad y dar garantías de pago de lo que pide prestado, sus proyectos están limitados tanto en la guerra como en la paz. Pero una vez que obtiene el control del mecanismo monetario de forma que puede controlar el tipo de interés y crear dinero, está completamente libre. El control parlamentario del gobierno mediante el control de la bolsa tiene sentido si la cantidad de dinero está limitada: deja de tener sentido alguno cuando el propio gobierno controla la oferta de dinero y puede llenar su propia bolsa.
Cuando empezó la Primera Guerra Mundial hubo banqueros que pensaron que la duración de la misma podía contarse en semanas pues, por lo que podían prever, el coste de la misma iba a ser terrible. No podían imaginar cómo podría encontrarse dinero para mantenerla por mucho tiempo. Este pensamiento pertenecía a los viejos días de los cofres de de guerra, cuando un gobierno en guerra, necesitando más dinero del que tenía almacenado para ese fin, tenía que acudir al mercado privado de dinero para obtener fondos, pedir prestado, dar garantías y pagar intereses.
Pero la Primera Guerra Mundial no se detuvo por falta de dinero. Entonces el gobierno, habiendo comprendido los misterios de la banca de crédito, hizo un profundo descubrimiento. Fue cómo monetizar la deuda pública. Esto significa simplemente convertir deuda pública en dinero. Para entender lo que pasa en ese caso no es necesario comprender las técnicas del proceso bancario. Lo primero es que cuando un gobierno vende bonos a la gente, es, en sentido estricto, un acreedor: le pide dinero prestado prometiéndole devolverlo y, como no puede obtener más de lo que la gente es capaz de prestar, la cantidad que puede obtener sobre sus bonos es limitada. Pero no hay límite a la cantidad de deuda pública que puede monetizarse. Ene se proceso el gobierno no vende bonos a la gente. En su lugar, con una mano “vende” sus bonos a los bancos y luego con otra crea y ofrece el dinero que representan los bonos.
La diferencia entre este tipo de dinero y el dinero fiduciario puro es un asunto de distintas percepciones. Hay dos tipos de papeles en lugar de uno. En un dinero fiduciario puro, sólo tenemos un papel que incluye la promesa del gobierno de redimirlo y, como no representa nada de valor ni ningún aumento de bienes comprables, su historia será que su valor se destruirá por un aumento en los precios y que al final se verá total o parcialmente repudiado. En el caso del dinero creado por monetización de deuda pública tenemos dos tipos de papeles. Uno es el bono que incluye la promesa del gobierno de pagar y el segundo es el papel moneda, que pasa de mano en mano, garantizado por el bono.
En la medida en que esta nueva moneda no representa nada de valor ni un aumento en la oferta de vienes comprables, produce un efecto similar al del dinero fiduciario, es decir, hace que los precios suban y como los precios suben su poder adquisitivo baja. Pero aquí aparece la diferencia que hace de la monetización de la deuda el maravilloso dispositivo que resulta ser. El escándalo del repudio, que es el resultado histórico del dinero fiduciario, se evita bonitamente. ¿Cómo? Por este medio: La promesa del gobierno de pagar de acuerdo con lo que el bono promete pagar. ¿En qué? Es una promesa de pagar en nada menos que en el dinero que se ha creado para asegurar el bono. Así, un papel garantiza al otro. El bono garantiza el dinero y el dinero garantiza el bono. Igual que podemos atar a un perro a su propio rabo. Pero mientras funciones, ningún gobierno necesita ya preocuparse por el dinero.
Éste es el descubrimiento que hizo tan fácil financiar la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, las supersticiones de la solvencia eran demasiado fuertes como para ser destruidas de golpe.
Después de la Primera Guerra Mundial se restauró el viejo orden, aunque algo dañado. Inglaterra volvió al patrón oro. En este país hubo una deflación intencionada. El oro y el papel moneda se hicieron de nuevo libremente intercambiables y la deuda pública empezó a pagarse mediante impuestos. Incluso Alemania, tras haber repudiado su papel moneda fue provista por sus antiguos enemigos con oro sobre el que basar su nuevo dinero en el patrón oro y esto se hizo con el fin de que los demás países pudieran volver a comerciar con ella.
Sin embargo, es verdad que el gobierno nunca olvidaría lo que significaba verse libre de las frustraciones del dinero sólido. También es verdad que cuando apareció la siguiente ocasión, la nueva inteligencia económica del gobierno estaría lista con una doctrina completa y factible de control derivada de la experiencia de la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, primero era necesario librarse del patrón oro. Mientras el dinero y el crédito estuvieran, por ley y costumbre, ligados de forma definida a una reserva de oro, un gobierno no podría manipular la oferta monetaria con completa libertad, ni aumentarla indefinidamente, y el gran descubrimiento de cómo monetizar la deuda pública era de un uso limitado. Por tanto, todos los gobiernos eran enemigos del patrón oro.
En el segundo año de la Gran Depresión, Inglaterra lo abandonó alegando que mantenerlo ya le había costado demasiada deflación. Poco después, el gobierno estadounidense, sin ninguna necesidad, teniendo de hecho más oro del que necesitaba, rehusó cumplir con las obligaciones en oro incluidas en sus bonos y su moneda y al mismo tiempo tomó control del dinero, el crédito y la banca, lo que significa que se apropió definitivamente de dos poderes, a saber:
  1. el poder de manipular el dinero como instrumento de política social y
  2. el poder de crear dinero monetizando la deuda pública tano en tiempo de guerra como en tiempo de paz.
Eliminar el patrón oro simplemente no era suficiente. Hacía falta una cosa más, y era hacer ilegal el dinero sólido. La moneda planificada del gobierno tenía que ser la única moneda legal, pues si no se encontraría en competencia con el oro y la moneda de patrón oro. Así que se destruyó la propiedad privada del oro. Se convirtió en delito la propiedad privada de oro y se aprobó una ley que decía que cualquier contrato estipulando el pago en cualquier tipo de moneda distinta de la planificada por el gobierno era ilegal.
Fue el logro supremo monetario del New Deal. Hacer ilegal la moneda sólida. Se eludía así el axioma de Gresham de que cuando dos tipos de moneda, uno mejor que otro, circulan a la vez, el mejor tiende a desaparecer porque la gente lo atesorará. El New Deal hizo imposible ese tipo de competencia. Iba a haber un solo tipo de dinero y ése era el planificado por el gobierno. Todo lo que podía ocurrir posteriormente era un mercado negro del oro.
Debe advertirse que lo que hizo el New Deal fue popular. El gobierno y el pueblo chocaron palmas. Lo mismo pasó en Gran Bretaña, cuando de una forma similar la moneda planificada sustituyó al dinero sólido. Lo que ganó el gobierno fue una enorme extensión de su poder en la dimensión económica y lo que ganó el pueblo (o pensó que había ganado) era la inmunidad eterna ante la función dolorosa del dinero. Nunca más el pueblo sufriría por necesitar dinero, o lo que es lo mismo, por necesitar poder adquisitivo. El gobierno siempre podría proveer el suficiente. Nunca se permitiría al banquero ser capaz de sacrificar el bienestar social en el altar de la solvencia. Nunca podría el banquero decir: “Los prestatarios deben pagar sus préstamos y todos deben vender más y comprar menos, porque nos estamos quedando sin dinero”.
Funcionó durante un tiempo. De hecho, durante un tiempo funcionó tan bien para tantos que podríamos preguntarnos si no hay algún tipo de lógica inmediata en lo que llamamos las ilusiones monetarias. Una inacabable abundancia de moneda planificada barata ofrecía inmunidad ante la liquidación. También desarrolló la idea ilusoria de la estabilidad. La alternancia de auges y declives se aboliría. Pues, por supuesto, si nadie tenía que volver a sufrir la deflación por necesitar dinero no hay razón por que que deba haber nunca ningún declive en absoluto.
Sin embargo, todo resultó ser una fantasía de un auge perpetuo. El principio correctivo de la moneda sólida, que hemos llamado el principio doloroso, es inducir a vender y liquidar bajo ciertas circunstancias. Cuando se suspende esa función del dinero, la función positiva, que es inducir a las compras, es la única que funciona, así que todos comprarán y venderán antes y los mecanismos monetarios actúan como un reloj sin péndulo, aumentando el tictac de los precios cada vez más aprisa. Y esto continúa hasta que se desgasta el resorte. Lo que pasará después, no lo sabe nadie. Es una calamidad a posponer el mayor tiempo posible.
Entretanto, llega el momento en que el propio gobierno se ve indefenso, incluso aunque quiera detener la inflación. La teoría de la moneda planificada es que puede volver a ponerse el péndulo cuando sea necesario. Es la doctrina de la inflación controlada. Pero cuando actúa el tiempo, el gobierno no afronta una teoría, sino una realidad política. No se atreve a deprimir la economía restaurando la función dolorosa del dinero. ¿No se condenaba al banquero por eso? ¿Tiene que hacerlo ahora el gobierno en su lugar? Si es así, ¿en qué se convierte la ilusión de que una vez que el gobierno controla y planifica la moneda, el pueblo se librará para siempre de esa experiencia?
Una fuente de confusión es la idea de que el aterrador coste de la guerra fue la causa primaria de esta inflación. La guerra ofreció el espectáculo volcánico. Pero el fuego ya estaba ardiendo. Empezó en los 30, cuando el gobierno abandonó el patrón oro, bajo el pretexto de que frustraba las aspiraciones sociales de la gente, y tomó en control del dinero. Mucho antes de la guerra, lo gobiernos se habían librado de las limitaciones del dinero sólido. Habían encontrado una forma de socializar el dinero y una consecuencia fue que el coste de la guerra fue enormemente desusado.
Así que ahora el incomparable engaño tiene una secuela. La moneda planificada ha seguido su camino tan bien y fielmente que no hay hoy en el mundo un precio inteligible para nada ni una pieza de moneda legal en lugar alguno por la que la gente desee, de forma normal, intercambiar sus bienes, de aquí el acaparamiento de cosas como mal universal, los mercados negros, una arritmia en los cambios, un desorden en la producción y el comercio internacional cada vez más inclinado a los principios del trueque.
Los males de la inflación asumen ahora las proporciones de un azote universal. Aún así en las mentes de los gobiernos el único pensamiento es considerara a estos males como efectos (mediante edictos prohibiéndolos o por nuevos mecanismos de control y gravámenes al capital) en lugar de actuar contra las causas. Cómo actuar contra la causa, cómo restaurar en el mundo el principio de solvencia, cómo volver a un tipo de dinero en que pueda confiar la gente, para detener el acaparamiento, para destruir los mercados negros y desatar las fuerza de la libre empresa, es un problema para el que no hay una solución indolora.
Desde la aparición de la economía moderna nunca ha ocurrido antes que el dinero en todo el mundo se haya inflado al tiempo. Nunca antes había sido imposible probar el valor del dinero inflado por el sencillo método de ponerle un precio en oro. Incluso en el tiempo de nuestros greenbacks (en el periodo de la Guerra Civil) esta moneda fiduciaria podía valorarse en oro. El prestigio financiero del gobierno sufrió al declinar el dólar en greenbacks. En su punto más bajo valía 35 centavos. Al final se hizo redimible en oro a su valor facial.
Pero ahora el gobierno ha prohibido el oro como moneda. Se ha suprimido el libre mercado en oro. ¿Dónde podemos probar el valor del dólar americano o la libra británica ofreciéndolas a cambio de oro? El Fondo Monetario Internacional fija el valor del dólar en términos de libras esterlinas y el valor de la libra esterlina en términos de dólares.
Si esto fuera todo, sería un problema monetario. Pero hay mucho más. El problema es profundamente moral. De todas las principales naciones monetarias del mundo, no hay ninguna que no haya envilecido su moneda o rechazado las promesas incluidas en sus obligaciones. Por tanto, la desconfianza en la moneda es desconfianza en la palabra del gobierno.
Ahora mismo Francia está luchando con esa discapacidad moral. Es un país que tendríamos que conocer mejor. Su experiencia con la inflación es históricamente clásica. Sin embargo ha llevado la monetización de la deuda pública hasta un punto en que el franco era una divisa de locos, expresando valores en una especie de galimatías. Así que finalmente resolvió devaluarlo por decreto y al mismo tiempo permitir lo que podía calificarse como un mercado libre en oro y dólares.
El Fondo Monetario Internacional le rogó que no lo hiciera. El temor era que destrozara su maraña de paridades artificiales y mostrara el valor real del dinero de algunos, especialmente de la libra esterlina, que se vendía en el mercado negro a cerca de la mitad de lo que el Fondo Monetario Internacional decía que valía.
Sin embargo, en su desesperación, Francia lo hizo, con el resultado de que, en lugar de resolver sus propios problemas, empeoró la confusión general. El pueblo francés sabía perfectamente bien que el nuevo valor del franco era arbitrario y provisional: podía volver a cambiarse. Por tanto, siguieron desconfiando. Además, la nueva ley monetaria estaba adecuadamente escrita como para significar que el gobierno francés se reservaba el derecho a hacer lo que quisiera con el dinero, incluso confiscarlo.
Respecto del libre mercado en dólares y oro, no era libre por sí mismo, sino por permiso, como un experimento sólo para ver qué pasaba. El gobierno francés era tan ingenuo como para creer que si se permitía el libre comercio en oro unas pocas horas cada día, la prima tentaría a los campesinos franceses para aportar sus famosos ahorros, pero éstos no fueron persuadidos en lo más mínimo para intercambiar su oro por cualquier tipo de papel moneda, ni siquiera en dólares.
Ahora la debacle moral es tal que cuando los gobiernos decidan reforzar sus divisas, la confianza en la moneda no se restaurará. Y esto por la razón de que ninguna promesa del gobierno acerca del dinero es fiable. ¿Quién puede estar seguro de que la nuevas promesas son mejores que las que se incumplieron? Sólo el tiempo puede decirlo. Y no hay tiempo. La necesidad de restaurar el ritmo del comercio en el mundo es extremadamente urgente. No puede restaurarse hasta que la gente vuelva a escuchar el sonido del dinero sólido.
El oro haría ese sonido, pero aunque haya más oro que nunca en el mundo su uso como dinero está prohibido. Se intercambia entre gobiernos, principalmente en lingotes y todos los gobiernos ansían poseerlo, pues en este momento es la única medida de valor en la que incluso los gobiernos pueden confiar, pero las monedas de oro y el papel moneda convertible en oro a la vista han desaparecido de la circulación en todo el mundo. Un individuo que quiera acumular oro debe conseguirlo antes en los mercados negros de Bombay, El Cairo o China y luego hacer contrabando, pues esta sujeto a confiscación y el individuo que se halle en su posesión se ve sancionado.
Lo curioso es que al mismo tiempo los propios gobiernos lo están acaparando y lo hacen porque ya no pueden confiar en su propia moneda planificada.
Bajo el New Deal, el gobierno estadounidense aprobó una ley hciendo un delito que un ciudadano estadounidense poseyera oro. Después, habiendo confiscado el oro de la gente, lo enterró en el sótano de Fort Knox. De tiempo en tiempo este tesoro ha ido aumentando, hasta el punto en que ahora representa más de la mitad de oro monetario del mundo. Aún así, la existencia de este oro no es la verdadera razón por la que el dólar estadounidense es el tipo de moneda planificada de la menos se desconfía en el mundo. Es el poder productivo de Estados Unidos el que soporta el dólar, no el oro acumulado en Fort Knox.
Se dice que este país tiene un “patrón monetario internacional de oro en barras”, si ustedes entienden qué quiere decir esto. Se dice que el dólar estadounidense esta “ligado” al oro. Se dice que frente al papel moneda planificados que tenemos en los bolsillos hay una “reserva de oro”. Sólo es ingeniería monetaria. ¿Qué bien nos hace saber que detrás de nuestro papel moneda hay una reserva de oro cuando es ilegal que toquemos ese oro y cuando incluso el banquero que mantiene lo que se califica de reserva de oro no tiene el oro?
Ningún banco tiene dinero. No se permite a ningún banco poseer oro. Lo que tiene el banco es un certificado de oro emitido por el gobierno. Este certificado no puede convertirse en oro, excepto con permiso del gobierno y en ese caso se entrega el oro para el fin de realizar un pago internacional. Y este certificado, que constituye lo que llamamos la reserva de oro frente a nuestro dinero, no es ni legal ni moralmente mejor que el hermoso certificado amarillo dorado que teníamos en el bolsillo hace unos años con la siguiente inscripción:
“Por la presente se certifica que una cantidad igual de oro en monedas ha sido depositado en el Tesoro de los Estados Unidos y es pagable al portador a su demanda”.
Era el certificado del oro que el gobierno te obliga a entregar bajo pena de multa o prisión. Al hacerlo, no sólo desmiente las palbras inscritas en el dinero: rechaza un recibo legal de oro que ha sido depositado por individuos en el Tesoro de los Estados Unidos. Es como decir sencillamente que confiscó el oro que tenía depositado por el pueblo.
Así que un certificado de oro no es oro. Si no era oro en manos del individuo tampoco puede ser oro en manos del banco. Ninguna palabra solemne inscrita en un papel por un gobierno que ya ha roto una vez su palabra puede hacerlo oro. Sólo el oro es oro. De esto se deduce que ante todos los dólares en papel planeados ahora en circulación, el dinero en nuestros bolsillos, no hay realmente en todo el sistema bancario ni un dólar de reserva de oro.
En toda esta confusión de realidad y ficción, lo único que brilla es el oro. Para algunos, su brillo es el malvado ojo del basilisco, atrayendo a la gente de vuelta al capitalismo del siglo XIX; para otros es la pequeña luz del día en la boca de la caverna en que estamos perdidos.
Así que ahora los economistas están divididos. Y si vemos la línea de su separación, que es como la línea de un cisma religioso, con los modernos en un lado y los fundamentalistas en el otro, veremos que se llega a un punto en que dejamos de hablar acerca de dinero. El argumento se vuelve no hacia principios monetarios, que pueden ser probados o refutados, sino hacia convicciones políticas, que generalmente quedan más allá de los argumentos.
Los economistas que creen en una economía planificada también creen en una moneda planificada, lógicamente, pues cuando el gobierno se dedica a planificar la vida económica para fines sociales debe ser capaz de planificar también el dinero. De otra forma, sus intenciones sociales se verán frustradas.
Por el contrario, los economistas que creen en una economía libre y un gobierno limitado también creen en el dinero sólido, porque es, de todos los instrumentos, el que ha derrotado con más éxito el instinto totalitario del gobierno.
Éstos son los fundamentalistas. Alzando la voz ahora demandan una vuelta al patrón oro y no sólo por razones monetarias sino por la razón superior de que no hay otro medio de salvar una economía libre y una sociedad libre de ser deglutida por el gobierno. El dinero del patrón oro es algo que el gobierno no puede tragar.
Pero el camino de vuelta al patrón oro es duro. Era bastante duro cuando sólo había un obstáculo natural, el poder de la mentira, que está siempre del lado del dinero público porque habría siempre suficiente y todo hombre, de acuerdo con el proverbio, puede tomar lo que quiera.
Pero además de este primer obstáculo hay dos más.
El segundo es la resistencia del gobierno, con su afianzado control de la oferta monetaria. Es un poder al que no renunciará sin luchar.
El tercer obstáculo es el economista keynesiano, que defiende la economía planificada en parte por razones de convicción social y en parte, sospecho, por las ventajas, ya que en una economía planificada asciende a los honores del sacerdocio. La influencia de este economista keynesiano es grande, tanto sobre el gobierno como sobre el pensamiento económico y en su campo de visión apenas hay otra imagen tan odiosa en todos sus aspectos como el patrón oro.
En el Congreso, la idea de volver al patrón oro está encabezada por Howard Buffett, de Nebraska, que ha presentado una propuesta “Para restaurar el derecho de los ciudadanos estadounidenses a poseer libremente oro y monedas de oro; para devolver el control de la bolsa pública a la gente” y “para impedir un mayor deterioro de nuestra moneda”. Los párrafos esenciales son dos, que rezan como sigue:
El patrón de la unidad monetaria de los Estados Unidos de América será el dólar oro de 15 y 5,21 de calidad al 90%. Las monedas de oro de denominación de no menos de 10$ y mayores como encuentre deseable el Tesoro, se acuñarán y emitirán bajo demanda.
Toda la demás moneda de los Estados Unidos se mantendrá en paridad con el patrón oro, con libertad de intercambio a la par con el oro estándar.
Hablando de su ley, Mr Buffett dijo:
En algún momento esta gente ahorradora y frugal decidirá que privarse del disfrute inmediato ahorrando dólares no es inteligente. Igual que la población de muchos países europeos, estos trabajadores ya no pondrán su confianza en una divisa en papel irredimible.
Si el Congreso no se ocupa eficazmente del problema, este peligro puede no estar lejos. Un abandono masivo de los hábitos de ahorrar dólares será una gran calamidad, especialmente porque le seguiría casi sin duda una huida masiva del dólar.

Publicado originalmente el 2 de octubre de 2007. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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