Publicado el 18 diciembre 2015 por Juan Ramón Rallo
En todos los comicios electorales, cada liberal se suele plantear las mismas preguntas: ¿a quién debo votar? ¿Quién es, entre las grandes formaciones políticas, la que concurre con un programa menos antiliberal? ¿O acaso debería entregar mi voto a un partido liberal coherente (como el Partido Libertario) aunque sus probabilidades de obtener representación sean muy bajas? En este artículo, trataré de explicar por qué exprimirse los sesos con todas estas cuestiones tiende a ser una pérdida de tiempo y de energías y por qué mi opción preferida —tanto por consideraciones teóricas como estratégicas— es la abstención. Con ello, y como luego reiteraré, no quiero decir que toda persona liberal deba abstenerse: simplemente creo que no votar es perfectamente coherente con los principios del liberalismo y que, además, en las condiciones actuales es la mejor decisión estratégica.
Por qué no votar: los principios éticos
El liberalismo se basa en el reconocimiento de un conjunto de libertades individuales que nadie, tampoco el Estado, tiene legitimidad para violar. Y, por debatible que pueda ser la extensión y definición exacta de ese conjunto de libertades individuales, todo liberal reconocerá que los Estados modernos están violentando muchas de ellas; es decir, a día de hoy los Estados se arrogan un grado de soberanía sobre las personas del que deberían carecer.
Votar significa codeterminar el gobierno de ese Estado que se extralimita en sus competencias al arrogarse el derecho de conculcar las libertades individuales: por consiguiente, es totalmente liberal rechazar que tengamos un derecho al voto sobre aspectos tan amplios en la vida de las personas. Por ejemplo, imaginemos que se convocara un referéndum para determinar qué libros deben leer los niños por las noches, con quién deben casarse las personas católicas, o cuántas horas debe trabajar cualquier persona como mínimo: todo liberal negaría que las personas debamos decidir sobre ese tipo de cuestiones que afectan a la vida de otras personas y, por tanto, consideraría del todo impertinentes semejantes votaciones.
Pues bien, con los Estados modernos sucede exactamente lo mismo: reivindican su autoridad para violar numerosos aspectos de las libertades de las personas. Pero si el Estado no posee en realidad ningún derecho a violar las libertades de las personas, tampoco ningún particular posee el derecho (y mucho menos la obligación) de votar cómo el Estado debe violar las libertades de las personas.
Actualmente, pues, el voto presupone reconocer a cada ciudadano una especie de derecho de copropiedad sobre prácticamente todos los aspectos de la vida de los individuos: si los liberales rechazan que el Estado posea esa autoridad ilimitada, también deberán rechazar su derecho a participar en la gestión de esa autoridad extraordinaria a la que se oponen.
Ahora bien, en tanto en cuanto el Estado nos ofrece la posibilidad de votar para determinar el modo de gestión de su ilegítima autoridad política, un liberal bien puede decidir votar no porque se crea con el derecho a administrar la vida de los demás, sino porque pueda emplear su voto estratégicamente para minimizar el grado de interferencia del Estado sobre la vida de los individuos. A saber: voto no porque me arrogue derechos sobre los demás, sino porque es una forma práctica de incrementar nuestras libertades.
Por qué no votar: la estrategia
Desde un punto de vista estratégico, los liberales suelen debatirse entre votar a un partido minoritario pero liberal (como el Partido Libertario) o votar a aquel partido mayoritario que sea menos antiliberal. Pero, a la hora de la verdad, ninguna de ambas opciones es probable que marque demasiada diferencia. En las elecciones generales de 2011, el número de personas con derecho a voto fue de 35.779.491, lo que significa que cada español sólo posee un 0,00000279% del censo electoral y que, por tanto, si fuéramos una circunscripción única y sólo hubiera dos opciones en liza, la probabilidad de que nuestro voto fuera decisivo sería de 0,0000056%, esto es, 1 entre 17,8 millones (adaptando el cálculo a condiciones más cercanas a la española, la probabilidad sería todavía menor, dado que cuantas más opciones en liza haya, más rápidamente desciende ésta). Aun cuando se repitiera el nivel de abstención de 2011, la probabilidad seguiría siendo tan baja como del 0,0000081%, esto es, 1 entre 12,3 millones. Tengamos presente que la probabilidad de ganar el Gordo de Navidad es del 0,001%, es decir, 81 veces superior a la de ser determinante para el resultado electoral. Por consiguiente, que una persona vote o no vote es esencialmente irrelevante para el resultado final.
Siendo mi voto irrelevante sobre el resultado final (teniendo 81 veces menos probabilidades que las de ganar el Gordo), ¿por qué tanta preocupación a la hora de decidir a quién votar? Una primera posibilidad es que queramos autoengañarnos y que votar forme parte del ritual de autoengaño: a saber, queremos imaginar que poseemos más influencia sobre el Gobierno (y, por tanto, sobre los múltiples ámbitos de nuestras vidas en los que intervine el Estado) de la que en realidad poseemos. Pero, como vemos, no es así: cada uno de nosotros es irrelevante en determinar el resultado electoral, estemos dispuestos a reconocerlo o no. Desde un punto de vista objetivo, pues, sigue sin tener ningún sentido estratégico acudir a las urnas por mucho que intentemos autoengañarnos.
Otra posibilidad para justificar la importancia que le otorgamos al voto es argumentar que, aun cuando mi voto sea individualmente irrelevante, el voto del conjunto de los liberales no lo es. Si todos los liberales se abstienen (en lugar de votar al partido más liberal o, entre los mayoritarios, al menos antiliberal), las consecuencias sí podrían ser relevantes. Pero esta es una mala perspectiva por dos razones.
Una, que en verdad el voto agregado de los liberales tampoco es tan relevante: supongamos muy generosamente que en España hay entre 20.000 y 50.000 liberales (personas partidarias de un tamaño del Estado como mucho igual al que existía antes de 1914); con estas cifras, si votara la misma cantidad de gente que en 2011, la probabilidad de que ese bloque liberal fuera relevante oscilaría entre el 0,16% y el 0,4%: esto es, pintaríamos más bien poco (no en vano, si España fuera un distrito único y los escaños se repartieran proporcionalmente, cada escaño habría costado en 70.500 votos en 2011 y, por tanto, los liberales ni siquiera podríamos haber aportado un solo escaño a ninguna formación política; mucho menos probable habría sido que ese escaño hubiese sido relevante en determinar el gobierno).
Dos, mi decisión de votar únicamente determina mi voto, no el del resto de liberales: o dicho de otro modo, que cada uno de los liberales opte por votar es un fenómeno independiente de que yo lo haga (o de que otro liberal vote). Es verdad que mi argumentación pública de por qué no voto podría persuadir a otros liberales —y también a otras personas— de que no vale la pena votar: pero, en ese caso, lo que determinaría el voto (o el no voto) de esas otras personas no sería mi decisión de no votar, sino que la haga pública (en otras palabras, es más importante lo que digo públicamente que lo que hago privadamente: hipocresía política). En todo caso, tampoco conviene dramatizar sobre ello: si, por ejemplo, este artículo lo leyeran 10.000 personas, el 70% de las cuales tenía pensado votar y el 50% de las cuales decide dejar de hacerlo tras interiorizarlos, las distintas formaciones políticas votables estratégicamente por un liberal perderían apenas 3.500 votos entre todos ellas, esto es, mi influencia a la hora de explicar públicamente mi abstencionismo seguiría siendo nula a efectos prácticos.
Lo mismo vale, por cierto, para otro tipo de iniciativas públicas dirigidas a coordinar el voto del conjunto de los liberales (artículos, manifiestos, adhesiones públicas a un partido, plataformas activistas, creación de partidos políticos, etc.): en general, es tremendamente complicado coordinar a colectivos integrados por varios miles de personas. Por consiguiente, razonar sobre qué decisiones estratégicas deben tomar todas ellas a la vez tiende a ser algo bastante estéril: cada liberal, aunque pueda verse influido en parte por alguna de esas iniciativas, tomará su decisión estratégica de acuerdo a muchos otros elementos, lo que inexorablemente fraccionará en muy diversas opciones el voto de los liberales (algunos se abstendrán, otros votarán al Partido Libertario, otros al PP, otros al PSOE, otros a Ciudadanos y alguno incluso a Podemos buscando que todo reviente). Por tanto, ¿cuántos votos liberales puede “carretear” alguna iniciativa dirigida a cartelizar el voto liberal cuando éste es tan sumamente reducido en la actualidad (entre 20.000 y 50.000, siendo generosos)? Pues sólo una fracción del total: acaso entre 5.000 y 10.000 si esa iniciativa fuera muy exitosa. Y 5.000 ó 10.000 votos continúan siendo irrelevantes en unas elecciones (nótese que el Partido Libertario, muy esforzada y abnegadamente tras varios años, ha logrado aunar esa cantidad de apoyos entre todos los liberales, pero no más).
Por último, la relevancia estratégica del voto podría defenderse señalando que, aun cuando votar no cuente para casi nada, sus costes también son nulos: ¿acaso si jugar a la lotería fuera gratuito no lo haríamos? Pero es falso que votar no conlleve costes: acaso los más evidentes sean los de perder el tiempo en acudir al colegio electoral, identificarse y depositar el sufragio (en el caso del voto por correo, éstos sí son mucho mayores). Mas existen otros costes que, por menos visibles, no son inexistentes: muy en especial, el coste de informarse y reflexionar sobre cuál es la fuerza política más adecuada para promover estratégicamente la libertad (leer los programas electorales, compararlos y ponderar los distintos escenarios postelectorales) y el riesgo de equivocarnos y apoyar a formaciones que contribuyen a reducir nuestras libertades. Al cabo, si queremos votar para promover la libertad, aunque sea muy marginalmente, deberemos soportar parte de esas cargas (en caso contrario, votaríamos aleatoriamente, lo cual desde un punto de vista estratégico tiene escaso sentido).
No obstante, desde mi perspectiva, ir a votar conlleva otro coste estratégico que sí es altamente significativo: el coste del conformismo con un sistema injusto. En el epígrafe anterior ya expliqué por qué votar sobre cómo disponer de la libertad de las personas es un acto profundamente antiliberal ante el que los liberales deberían rebelarse: si no lo hacen en la práctica (pues, como asimismo he añadido a continuación, el voto podría ser estratégicamente una buena herramienta para promover la libertad), sí deberían hacerlo, al menos, en el ámbito filosófico. Pero sucede que, al ser numéricamente irrelevantes para conformar una estrategia pro-liberal mínimamente relevante en unos comicios, tenemos la ocasión de respaldar las palabras con los hechos: esto es, tenemos la ocasión de no plegarnos al rito electoral, de protestar públicamente contra sus presupuestos y de señalizar disconformidad contra el sistema ante una población que ha terminado por asumir que votar constituye incluso un deber y la vía última de legitimación de cualquier derecho humano. Y ondear esa bandera también posee una cierta importancia estratégica para impulsar el futuro de la libertad.
En definitiva, cada elección constituye una oportunidad para denunciar la lógica perversa del sistema actual y para actuar en consecuencia. La insumisión militar, por ejemplo, tenía propósitos análogos: no sólo librarse personalmente de una ilegítima obligación impuesta por el Estado a los ciudadanos, sino también visibilizar en los hechos lo que podría haberse quedado en una denuncia meramente filosófica. Evidentemente, no estoy diciendo que la estrategia de postularse abstencionista para denunciar el sistema tenga una elevada probabilidad de éxito, pero votar tampoco la tiene en las condiciones actuales, con la salvedad de que a día de hoy votar nos convierte en una parte indistinguible de una masa humana mucho más grande, mientras que practicar el abstencionismo ideológico nos diferencia del resto de un modo coherente con los principios liberales
Conclusión
El propósito de este artículo es el de explicar por qué opto por no votar y por qué, desde mi perspectiva, la mejor estrategia para un liberal es la abstención. No estoy afirmando que votar sea antiliberal ni que otras personas liberales no puedan optar por votar en caso de que vislumbren una mejor estrategia electoral para promover la libertad. Por ejemplo, uno podría argumentar razonablemente que votar al Partido Libertario —una agrupación que trabaja desde el ámbito político para divulgar los valores y las ideas de la libertad— constituye una forma de recompensar su trabajo diario asumiendo un coste muy bajo (aunque, como he explicado, ese coste no es tan bajo, en tanto abarca el coste de señalizar conformismo con el sistema).
Lo que sí estoy afirmando es que, si usted es liberal y decide no votar el domingo, no se sienta en absoluto culpable por el hecho de que terminen triunfando fuerzas políticas incluso más antiliberales que las actuales: usted no tendrá absolutamente ninguna responsabilidad en ello. O, al menos, no la tendrá por el hecho de haberse abstenido: la forma en la que los liberales podemos actualmente influir sobre el grado de intervencionismo del Estado en nuestra sociedad no es a través del voto, sino mediante la batalla de las ideas en todos los ámbitos posibles. Preocúpese, pues, mucho más acerca de cómo puede persuadir a otras personas para que interioricen los valores de la libertad y mucho menos sobre a quién debe (o no) votar: lo primero es una carrera de fondo con alguna opción de victoria a largo plazo; lo segundo es una carrera de 100 metros lisos en los que no hay ninguna posibilidad práctica de victoria en el corto plazo
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